El jarrón de los mayas

El jarrón de los mayas

Texto: Adolfo Alemán
Ilustración: Pixabay 

Mr. John llegó al anochecer a la choza campesina de Leuterio. Dos enormes canes le seguían con ojo avizor y más detrás dos acompañantes indígenas. La primitiva vivienda de Leuterio la constituía un corredor pequeño y una enorme habitación que tenía el triple uso de dormitorio, cocina y sala de recibo. 

–Buenas tardes, señor –saludó cordialmente Mr. John, estirando su manaza hacia Leuterio, que le miraba con cautelosos ojos de prevención. 

–¡Buenas le dé Dios, señor! –respondió el campesino. 

Leuterio, con su cuerpo rollizo y pequeño, se encontraba en el corredor, acomodado sobre un viejo tronco de cedro que constituía la única silla de descanso. Todas las tardes se recogía en aquel sitio a disfrutar del sereno paisaje que matizaban la corriente plateada del río, el multiverde de los árboles y la policromía de los rayos solares al filtrarse entre las hojas. Detrás de la choza no existía más visión que el comienzo de la escarpada y selvática montaña, paraíso de los cazadores. Así que la casa de Leuterio era el paso obligado de todo excursionista. 

Leuterio con su hablar lento y suave preguntó al recién llegado: 

–¿Encontraron algo? 

–No –respondió el extranjero–, los perros ver dos venados y mí disparar, pero sólo quedar saltando y se fueron, no poder pegar un balazo a ninguno. ¡Los venados de la montaña ser muy inteligentes! 

El fin de la anterior respuesta fue seguido de ruidosas carcajadas. El indio, imperturbable, se extrañó de por qué la inteligencia de los venados promoviera aquella explosiva hilaridad. 

–¿Va de regreso a la aldea?

La pregunta de Leuterio era hasta cierto punto ingenua, pues bien sabía que la aldea distaba medio día de camino y que a los foráneos no les gustaba dormir en el campo abierto por miedo a los animales. Así, por lo tanto, su casa era el único refugio del entusiasta cazador. 

–¡Oh, no, yo no querer dormir con culebras! Yo querer dormir en su casa y pagar todo. 

El campesino, complaciente, con la natural cortesía aldeana le ofreció la hospitalidad de su hogar al norteamericano y a continuación ordenó a su mujer.

–Juana, trae refresco del más dulce, que aquí el amigo viene cansado de la cacería de hoy. 

Y dirigiéndose a Mr. John le preguntó: 

–A usted le gustaría tomar un jarro de refresco, es muy saludable y le roba a uno el color del día. Es muy dulcito.

–¡Oh, sí! –aceptó complacido Mr. John.

–Bien, tome usted esta jarra y pruebe si está muy picante me dice para echarle más dulce. 

–No, estar bueno. ¿De qué hacer este refresco tan sabroso?

–Es maíz con dulce de caña.

Y la buena anfitriona les llenaba las jarras que se sucedían una a otra. Mr. John, casi sin notarlo, se fue poniendo más comunicativo: comenzó exaltando los colores de la naturaleza, pasó por los deleites de la cacería y terminó comentando el problema racial de los Estados Unidos. Leuterio, silencioso, no comprendió este último punto, pero en el fondo le divertía ingenuamente el pintoresco hablar de su visitante. Y natural, él, en la misma forma se sentía contagiado de suave y dulce embriaguez. ¡Bien se daba cuenta de que la chicha comenzaba a inundarlos con sus espirituosos vapores!

–¿Y usted vivir aquí hace muchos años?

–Sí, míster, yo vivo aquí desde que nací. Bueno, ya estos árboles estaban grandes, tan grandes como están hoy, cuando yo nací. Todo lo de acá es muy viejo. Mi mamá me decía que hasta los «Antigües vivieron aquí».

Mr. John interrogó sobre la nueva palabra castellana que escuchara. 

–Los «Antigües»… ¿Qué eran los Antigües?

–No sé –contestó reflexivamente el indio–, supongo que eran como yo.

–¡Oh! Usted querer decir los antiguos indios mayas. ¡Muy interesante!

El taciturno Leuterio se fijó en que la chicha y el pensamiento de lo que él llamaba Mayas habían encendido el fulgor azul de los ojos de Mr. John. La curiosidad del yanqui brotaba de sus labios en rápidas preguntas que Leuterio ignoraba; se limitaba, pues, a parcas explicaciones: «Dicen que aquí hubo pueblo de los ‘’Antigües’’, pero de eso no sé nada»; o bien enfatizaba: «Las cosas de los ‘’Antigües’’ están embrujadas, pero eso nadie las toca, pero yo no creo en esas cosas».

Mr. John había agregado sentimiento a su curiosidad: la codicia. Comprendía que lo que el indio llamara «cosas de los Antigües» eran piezas arqueológicas de gran valor científico.

Leuterio desviando el curso de aquella plática, ordenó a su mujer con voz imperiosa:

–Juana, trae la jarra grande para servirnos aquí mismo el refresco. La jarra grande.

Cuando la mujer del campeño apareció en el umbral de la puerta, el gringo se levantó raudo y casi violentamente: las manos de la indígena sostenían una bellísima jarra pintada en vívidos colores. Los trazos y figuras representados en la jarra no dejaban duda de su origen autóctono y lejano. Mr. John inquirió ávidamente.

–¿En dónde usted conseguir esta jarra? 

–No sé –respondió Leuterio, extrañado del súbito interés del huésped–. No sé, creo que mis hijos lo encontraron en la orilla del río, en aquella vuelta… –terminó diciendo calmadamente mientras extendía su índice hacia la derecha. 

–¡Oh, pero es preciosa! Es auténtica Maya. Lástima de no poder ver bien, está muy oscuro… ¡Pero es Maya…!

A Mr. John le sacudía embriagante felicidad. A sus ojos deslumbraba una reliquia histórica de incalculable valor científico. Pensó en que aquel indio ignorante no sabía la riqueza que encerraba aquella pieza arqueológica. 

–Yo poder comprar esta jarra, ¿usted querer vendérmela? 

–No, señor –expuso el inmutable indio–, yo no vendo esta jarra porque en ella doy de beber a mis invitados, como a usted esta noche. Es tan bonita que a mi mujer le gusta servirnos siempre el refresco en ella. Muchos amigos me la han querido comprar, pero no la vendo.

–No importarme, yo comprar a buen dinero.

–No, míster, yo no puedo venderla, fíjese que después no tendría en qué servirles a mis amigos, y además –agregó maliciosamente–, en esta aldea tendría que comprar otra, que no son tan bonitas y son muy caras, valen cinco pesos.

–No importarme, ¡yo comprar a usted esto por cinco pesos!

Mr. John interesadamente especulaba con la inocencia del indio. 

–No, señor –enfatizó su negativa el imperturbable Leuterio–, no puedo venderla. Fíjese, esto vale cinco pesos, pero yo no tengo quién vaya al pueblo a comprarme otra y, luego, para ir al pueblo hay que caminar todo un día, llevar comida, pagar allá el almuerzo, gastar en comprarle candelas a la virgen y después unos tragos para los amigos. Ya ve usted, míster, si le vendo esta jarra tendría que ir al pueblo y gastar por lo menos diez pesos y…

–No importarme –le interrumpió el gringo–, yo pagar los diez pesos. Yo también tener mujer que gustarle esta jarra para dar de beber a mis amigos.

Las anteriores palabras las deslizaba el norteamericano con la sutil inteligencia que requería aquella transacción. Estaba realmente impresionado con la reliquia indígena que calculó antojadizamente de la época precolombina. Y su imaginación abierta le situaba en su casa de New Orleans, enseñándole a sus amigos la joya arquitectónica que un nativo ignorante le vendiese como simple utensilio casero; bien podría enorgullecerse entonces de haber penetrado en las peligrosas y palúdicas junglas latinoamericanas. Obvio, es decir, pues, que Mr. John conocía tanto de arqueología indígena latinoamericana como de la dinastía china de los Ming.

–Juana –llamó Leuterio–, este señor nos quiere comprar la jarra por diez pesos, ¿qué decís? 

–Leuterio… esa jarra es para los invitados y vos sabés. 

–No importarme –grito nuevamente el interesado yo dar tres pesos más, dar trece pesos por todo. 

–Leuterio –recomendó la india–, véndesela… voy a comprar otra, el domingo voy a la iglesia.

Mr. John, abordado de intensa alegría, entregó los trece billetes de a peso a su incauto vendedor y con suave espero envolvió la reliquia en una manta que guardó cuidadosamente entre sus cosas.

Al cerrar la noche, Mr. John se durmió embriagado por la chicha y los deleites que le producía la adquisición de tan curiosa joya… en la madrugada continuó su marcha hacia la aldea de donde regresaría a la capital.

El sol quemaba a la hora del mediodía cuando Leuterio regresó del río. Venía de pescar, lenta y parsimoniosamente. Entregó a su mujer dos pescados y como siempre, se sentó quietamente en el tronco del corredor. Encendió un cigarrillo de hoja y preguntó a Juana. 

–¿Hiciste la quema? 

–No pude con estos cipotes, me molestan mucho –contestó con timidez la india. 

–Pero mujer –gritó exaltado Leuterio–, bien sabés que con la venta de ayer no nos queda ninguna jarra y estamos en plena época de cacería. Tenés que irte después de comer a quemar el barro de las jarras para pintarlas mañana en la noche. ¡Ah!, y también esa chicha que hiciste ayer está muy débil, tenés que hacer chicha más fuerte. 

–Bien sabés que con un poco de chicha y algo de oscuridad no fallamos en la venta de las jarras.

Este cuento forma parte del libro Cuentos Completos (Guaymuras, 1996),

Sobre

Nació el 1 de septiembre de 1928 en Tegucigalpa y murió en la misma ciudad el 12 de abril de 1970. Escritor y periodista, es considerado uno de los renovadores del nuevo cuento hondureño junto con Marco Carías y Óscar Flores. Fue redactor de los diarios Prensa Libre y El Nacional. Fue jefe de redacción de la revista Sucesos Centroamericanos y miembro del cuerpo de redacción de la revista Surco. En los Estados Unidos de América trabajo en El Tiempo de Nuevo Orleans y La Opinión de Los Ángeles. En 1996, editorial Guaymuras publicó sus Cuentos Completos.

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