Teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos de las casas

Teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos de las casas

Texto: Fernando Destephen
Ilustración: Pexels

–Buenas tardes –dijo el desconocido, parado en la puerta, y con el dedo apretado contra el botón del intercomunicador. 

–Buenas tardes –le contestaron desde adentro. 

–¿Tienen un momento para hablar de la teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos de las casas? –preguntó el desconocido. 

Hasta ese momento habían creído que era un vendedor ambulante, como el que había pasado hacía 30 minutos vendiendo pan de lentejas, o el que vendía esqueletos de pescado conservados en savia, hace 43 minutos, o el triste vendedor de globos con forma de dinosaurios alegres que había pasado hacía tan solo 5 minutos. Estaban desconcertados por el ofrecimiento, una mezcla entre escepticismo y duda; y no sabían si dejarlo entrar para enterarse qué rayos era la teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos o no dejarlo entrar, ignorarlo como habían ignorado a los otros.

Se quedaron viendo, intercambiando pestañeos, creyendo que en el otro iban a encontrar la respuesta final a una pregunta que no habían hecho. Quizá mantenían la esperanza de que el otro tuviera la iniciativa de hablar primero y aumentar su conocimiento o explicarle a la supervisora un —posible— robo en la tienda.

Las miradas se paseaban de un rostro a otro, era uno de esos momentos en los que el tiempo toma una relatividad poco acostumbrada y pareciera que corre muy lento; tanto que perfectamente se podía ver la acción de un zancudo, de patas muy finas y rayadas en blanco y negro, mientras estira su larga trompa —la que los entomólogos llaman probóscide— para succionar/extraer/chuparle la sangre a un compañero. El momento fue tan extraño que no hubo tiempo de avisarle de la presencia del mosquito. Un par de días después el compañero caería enfermo, contagiado de una enfermedad tropical gracias al descuido del colega que durante un intervalo realmente lento en el espacio/tiempo/lugar no le notificó del animalito que le picaba en el antebrazo derecho.

En el interior del local los tres empleados buscaban —y de manera casi convulsiva— darle respuesta a la pregunta del extraño vendedor de relatividades y tristezas, que aún mantenía su dedo apretado contra el intercomunicador de color gris, con salidas y entradas para el audio, respetando lo que los teóricos de la comunicación consideran una interacción social aceptada, fluida y bidireccional, también como lo mandan las metodologías de la comunicación modernas y los gigantescos libros de textos que lo explican de la manera más complicada para que muy pocos lo entiendan y ellos, los teóricos, no se queden sin trabajo.

Mientras tanto, afuera el sol ascendía más y más, calentando de forma irracional las calles de esta ciudad —de buen nombre, pero mal construida, de pequeños gustos y grandes paisajes— y la cabeza del hombre que aún no soltaba el dedo índice del intercomunicador pensando que si lo soltaba no oiría la respuesta del interior. Ignoraba (claro, porque él ofrecía la teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos de las casas, y no adivina el futuro, ni podía predecir el presente o saber el comportamiento colectivo o individual de nadie, mucho menos estando él afuera y ellos adentro) que los del interior aún se miraban entre ellos y uno, incluso, renunció a su derecho social adquirido tras años de protestas de sindicalistas y defensores del derecho inalienable de la queja y el malestar,de opinar por el que habían, han y morirán cientos de miles de personas desde que el mundo tiene axiología cultural de lucha de clases y/o de asociación y disociación, y de libertad financiera piramidal, las cuales han luchado para promulgar miles de leyes que le dan el derecho a cualquier persona a opinar sobre lo que le venga en gana, defender u odiar,vaya usted a saber por qué sí y por qué no, a quién quieran o lo que quieran.

Uno de ellos tal vez por desconocimiento de la lucha de clases, sociología, indiferencia política o simplemente porque no le importa saber todo eso, bajó la cabeza a esa bella contemplación del suelo y a los microcosmos que se encuentran allí; motas de hilos y sucio, polvo acumulado de restos de piel muerta de todos los que han entrado y salido de esa tienda —extrañamente muy visitada—, el movimiento de las hormigas, por tal vez una gota derramada de algún líquido dulceo los restos del accidente con la jalea de mango hace 25 minutos cuando llegó el vendedor de jaleas, cinco minutos antes de que les ofrecieran pan de lentejas, o tal vez solo observaba lasas huellas de los zapatos que han entrado y salido del lugar.

Porque una huella, cuenta algo, dice y ha dicho algo; si se pudieran reunir todas la huellas hechas por la humanidad y unirlas desde el comienzo de los tiempos, se podría contar la historia del mundo probablemente con más exactitud de la que hemos conocido por la información de geólogos, arqueólogos y científicos dedicados a reunir datos y hacer un eslabón en su carrera y para sus colegas. 

Pues bien, después de tanta digresión, mientras este joven se perdía en lo que podría ser la solución a miles de años de inexactitudes en la cronología académica de la humanidad, los dos restantes seguían mirándose entre ellos, hasta que por deducción lógica y más por curiosidad que por evolución mental hizo lo que se puede hacer cuando no se entiende algo y le pidió al vendedor que les repitiera lo que estaba ofreciendo, a lo que el buen señor —bueno es un termino usado con la arbitrariedad del caso, porque en realidad no sabemos más del vendedor— con un agujero por la alopecia en el centro de la cabeza y con gruesas gotas de sudor bajándole por ambas sienes dijo: 

–Claro que sí joven. Les pregunte si tienen un momento para que les hable de la teoría del espacio sincrónico y la relatividad de la tristeza de los techos de las casas. 

Lo dijo con una sonrisa a manera de semicírculo y un tic nervioso en la comisura del labio superior que parecía tener voluntad propia, pues se movía sin orden del sistema nervioso central, esperaba la respuesta del interior, donde todos se miraban con suspenso, sin saber qué hacer ante esta anomalía en la normalidad de sus vidas personales y laborales, y repitió «¿QUÉ?» con suficiente volumen en letras y signos de acentuación y exclamación que causó una contractura de quijada y un reacomodamiento de las mejillas al hacer una mueca de ese tamaño y elasticidad.

El señor afuera más sudado y con la paciencia de una oruga en almíbar, hizo un gesto con sus ojos, una sinestesia con una amplitud de onda que se le esparció por el resto del cuerpo; lo que le provoco un escalofrío agudo, largo, lento y el subsiguiente reflejo pilomotor que le erizó la piel.

Ante tal petición no le quedó de otra que complacer la solicitud y con una voz suave, paternal, hasta dulce, repitió despacio, con especial cuidado en las palabras que pudieran ser difíciles de comprender para las personas en el interior del negocio: 

LES PREGUNTÉ ¿SI TIENEN UN MOMENTO PARA HABLAR DE LA TEORÍA DEL ESPACIO SINCRÓNICO Y LA RELATIVIDAD DE LA TRISTEZA DE LOS TECHOS DE LAS CASAS?

Para ese momento –el tercero en escuchar lo mismo– estaban tan confundidos que no podían pensar en nada más que: ¿Por qué no vende confites, libros o huevos de tortuga para contestarle que no y poder continuar haciendo lo que hacíamos sin pensar en este tipo de cuestiones de ciencias, relatividades y tristezas?

–¿Y qué es eso? –preguntó el que involuntariamente había escogido el papel de líder del pequeño grupo.

–Si abre la puerta y me dejan entrar, le explicaré –contestó el vendedor, mientras se movía para evitar más quemaduras por el sol. 

Intrigados por el extraño suceso, volvieron a las miradas incomodas, a levantar los hombros, a exponer el labio inferior de la boca en señal inconfundible de: déjalo pasar, al final no va a ocurrir nada. 

Y con ese rito socialmente aprobado por la antropología como la aceptación de un hecho sin importar las consecuencias, dejaron entrar al hombre, al que el sudor ya le cubría la cara y había bañado buena parte de su escaso cabello y empapado la camisa manga larga con tenues y delgadas rayas verticales.

–Buenos días –dijo. 

–Buenos días –contestaron. A lo que agregaron la pregunta que abrió la plática sobre el producto filosófico/metafísico/científico que había ofrecido mientras esperaba bajo el golpe seco de un sol cada vez más obeso, cercano y agitado, y mientras un zancudo daba vueltas aparentemente sin sentido, segundos después de haber picado a uno de ellos–: ¿Qué es eso de la relatividad de los techos y la sincronía?

–Es algo muy simple, pero a la vez muy complejo, comienza con la simultaneidad de dos acontecimientos cuando estos no son causales, o cuando dos eventos se desarrollan con sincronía independientemente del momento espacial o el tiempo. Por ejemplo: cuando yo estaba afuera pidiéndoles la entrada para explicarles esto, en ese momento, podríamos asumir que un mosquito picó a uno de ustedes mientras decidían qué hacer conmigo y mi petición… (en ese momento, el tiempo volvió a la elasticidad de hace un rato, y el que había hablado recordó al zancudo que había visto en el antebrazo de su compañero y como esto tenía una relación con lo que el hombre estaba explicando, pero lejos de entender lo que le exponían, estaba asustado, asintiendo y sonriendo de manera nerviosa)…lo que pudo o no suceder en ese intervalo es parte de la teoría de la sincronicidad del o los espacios, fenomenológicamente hablando –terminó de decir el vendedor.

Nadie dijo nada. A lo que él contestó retomando su explicación:

–Otro ejemplo: imaginen que en este momento, a miles de años luz, hay un cometa viajando a 153 mil kilómetros por segundo, en curso directo de colisión con el planeta; nadie sabe eso, ni los satélites, ni la NASA, ni la Estación Espacial Internacional, y mientras ese cometa se acerca, una supernova explota y destruye el cometa del que nadie sabía y que no causó pánico, eventos que suceden sin que seamos conscientes de que ocurren, pero ocurren mientras nosotros hablamos. En este momento alguien está teniendo sexo en algún hotel en una parte de Alaska o Europa, en otra parte del mundo una alarma suena y despierta a un burócrata, otra persona bebe un café y sonríe recordando un beso o una caricia de la persona que lo hace feliz, lo excita o le gusta, un viejo camina de regreso a su departamento de la calle 35/4 en la avenida Libertadores del fútbol 2071 para seguir buscando la fórmula alquímica que lo convierta en un árbol de guayaba. Son cosas que a diario ignoramos porque pensamos que la vida es una autopista directa a un infinito lineal, sin más razón que seguirla según el arquetipo estructural de dominación emocional.Eso jóvenes es en parte la sincronicidad de varios espacios, pero haciéndola más general y reduciéndolo a un solo espacio, se puede entender como una cadena de acciones acausales y simultáneas, coincidencias temporales –decía, mientras se paseaba por la sala adornada con los productos que ahí vendían: retrateras digitales con fotos en un loop durante lo que aguantará la memoria, camisas personalizadas, tazas con corazones rotos, enteros o mitades; trajes de boda, todo lo que pudiera causar una ataque diabético a los que consideran la vida más que la emoción de pasar de una relación a otra clonando obsequios y prometiendo la luna o las estrellas que aún no están colonizadas con el nombre de alguna persona.

Con la figura encorvada y una joroba en el omoplato izquierdo, con manos inquietas y huesudas que sonaban cada vez que las unía y las estiraba hacia afuera, piernas largas, y una voz tranquilizadora, en la vuelta número 22 que se daba por la sala de ventas, observó que en su antebrazo izquierdo se paró un mosquito, lento y gordo. Con un rápido movimiento de manos lo aplastó. Lo que dejo en su mano una mancha de color gris que limpió con su mano derecha para seguir con su disertación de la sincronicidad del espacio y las acciones simultáneas no derivadas de una causalidad.

–La atemporalidad –decía–: es un campo de estudio enorme pero poco analizado, es como agachar la cabeza y descubrir en el suelo un genoma, o intentar contar las historias que tienen las huellas del suelo –. Esto tal vez lo dijo porque uno de los presentes, al no poder contener la risa, optó por volver a ver el suelo pero sin pensar en nada, solo tapándose la boca y conteniendo su hipertensión nerviosa causada por un ataque de risa que no podía calmar.

–. Creo que tendrán preguntas sobre el tema que les expuse –dijo el vendedor.

Interrogante que causó otro incomodo momento de intercambio de miradas y pestañeos en el que el silencio enfrentó a los que se habían convertido en estudiantes cautivos y los llevó a una incertidumbre colectiva en espera –como antes– de que alguno hablara, pero esta vez todos negaron con un movimiento suave de izquierda a derecha haciendo uso de la herencia del que entiende lo que le han expuesto pero no puede explicarlo.

–¿Seguros de que entendieron y no tienen preguntas? –repitió. 

Un ehhhhhhhh bastante alargado rompió el silencio y alguien dijo: 

–Es que si entendemos lo que explicó, es cuando suceden dos cosas al mismo tiempo, ignorando que están pasando, ¿algo así? 

–Sí y no –dijo el viejo, que en ningún momento había dicho que vendía enciclopedias sobre temas que en ciertos círculos intelectuales y políticos podrían llamar bastante la atención–, pero ya volveremos a eso, ahora les explicare sobre la relatividad de la tristeza de los techos de las casas, es un tema no tan teórico como el primero, es más práctico y con interesantes figuras retóricas y metáforas que podrían entrar en la clasificación de poesía visual, arte no plástico abstracto e inmaterializable por ser de relatividad general aplicada a la estética emocional que puede caracterizar la tristeza del techo de una casa. ¿Alguna vez han podido observar una colonia de esas que están colgadas en los cerros? Lo que más llama la atención es la repetición de la repetición del mismo color verde (73e1c8) en sus techos; y cuando el sol golpea, y cae en las tardes con una fuerza digamos suave, se puede ver como esa materia pasa a un proceso antropomorfo en la parte emocional: los techos se ven tristes y esa tristeza se puede sentir porque esa imagen transmite la sensación.Permítanme les muestro otro ejemplo para que puedan entender mejor.

Y abrió uno de los libros en el tema: relatividad de la tristeza de los techos de las casas, apartado fenómenos psicológicos, página 274, imagen 133 y 134 B, foto: pared agrietada y barrio San Juan quemado en la hoguera, pie de página: pareciera que la pared sonríe, panorámica del barrio a las 4:45 de la tarde.

–Esto una pareidolia –dijo y les acercó el libro para que pudieran verlo mejor. De más está decir que nuevamente los hombros de las tres personas volvieron a encogerse–. Pareidolia –explicó– es cuando se reconoce una forma en algo que es irreconocible, como esos dos agujeros en la pared y la grieta que está abajo, parecen dos ojos y una boca, claro es un error de construcción y se ha ido deteriorando con el tiempo hasta parecer un rostro sonriente, en eso consiste ese fenómeno, pero volvamos al segundo tema en cuestión y discusión; la foto (la 134.B) en la que se ve una aglomeración de casas con techos de lámina de zinc que reflejan la luz del sol a cualquier hora a partir de las 3 de la tarde, momento en que los recuerdos se hacen más elásticos y conducen a esa melancolía del que sale de su trabajo y siente esa breve liberación, pasa por alguna avenida o peatonal convertida en un mercado itinerante, compra aguacates y pan baguette para la cena y pan dulce para el desayuno, tal vez sorprenda a su esposa o esposo comprándole un chocolate —que los vendedores juran es amargo y suizo— y a los hijos —si fuese el caso y tuvieran más de uno— con una fruta dulce para que lleven de comida a la escuela, o en el caso de que esta persona no tuviera el suficiente dinero para comprar ninguno de los tipos de panes, ni el aguacate y menos el chocolate suizo —hecho en la República de Tayikistán—, se conformara con sonreír con esa melancolía que produce la impotencia y la bancarrota de los resignados a únicamente aspirar a querer algo.Esa luz se reflejaba en los techos de esas casas y como por un acto únicamente explicable como una acción del misterio y revelación de la fe —si son creyentes— o una reacción normal a un estímulo visual —si son ateos o no creyentes— que podría hacer llorar a cualquiera por una tristeza inusitada.

Los tres empleados suspiraron al mismo tiempo . Uno de ellos —no diremos cual—, lloró. El vendedor de enciclopedias que explicaba cuestiones de ciencia relativa, sincronicidad de los espacios y techos que están tristes, les dijo: 

–Eso, señores, es la relatividad de la tristeza en los techos de las casas.Ya lo dijo el teórico de la tristeza y la relatividad de los techos: Loncho Reinas; «únicamente cuando el ser se contempla desde la tristeza es capaz de llorar de la forma más simple y sonreír de la manera más sincera».

Los tres empleados de la tienda estaban en un silencio de sollozos y suspiros, parecía que habían olvidado que la tristeza es constante, que a veces es bueno sentirla. Solo a veces. 

El vendedor en cuestión sacaba sus recibos, seguro de que vendería al menos el primer volumen de la colección: La Introducción a la Teoría del espacio sincrónico.

–Y esto, ¿para qué sirve? –preguntó con voz acongojada uno de los empleados.

–Pues, no sé –dijo muy sincero el vendedor–; yo solo los vendo, el uso que se le dé queda a criterio del que compra.

Sobre
Fernando Destephen 1985 Tegucigalpa, Honduras. Fotoperiodista y contador de historias.
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