Texto: Elizabeth Gutiérrez
Ilustración: Pixabay
Me llamo Elizabeth Gutiérrez y tengo 23 años. El 22 de diciembre de 2020 interpuse una denuncia en contra de mi hermano mayor, quien abusó de mí tanto física, psicológica y sexualmente desde mis ocho años, siendo desde entonces él un mayor de edad.
Mi mamá es maestra y mi papá doctor, así que ambos pasaban todo el día fuera de casa y me dejaban al «cuidado» de él. Yo siempre me oponía y les suplicaba que no, pero creían que solo era rabieta mía. A eso de los 9 años comencé a tener pesadillas nocturnas y gritos a medio de la noche; me autolastimaba tirándome contra la pared, me jalaba el cabello hasta arrancarlo; y lloraba. Lloraba sin cesar.
Pasé de ser una niña dulce y sociable a ser una niña con mal temperamento y aislada. Era la mejor de la clase y me mantenía todos los años en excelencia académica —incluso fui a competir en la primera olimpiada en español a nivel departamental, obteniendo el primer lugar—, pero de un momento a otro mi maestra notó mi bajo rendimiento y se los informó a mis padres, quienes acudieron a un psicólogo.
Me llevaban muy seguido e incluso me aplicaron pruebas (que nunca arrojaron nada de lo que estaba pasando), así que decidieron llevarme al psiquiatra, ya que seguía teniendo todos mis ataques anteriormente mencionados y la terapia no estaba funcionando. Comencé a medicarme desde los 10 años.
Me cambiaron de una psicóloga a otra, pero ellas no eran el problema, yo era la que estaba encerrada en mi trauma y no decía palabra alguna.
Los abusos se daban casi todos los días. Primero lo hacía solamente en el día, cuando mis padres no estaban, y cuando creí que ese era el infierno, realmente comenzó el de verdad.
Ya no solo era en el día cuando mamá y papá no estaban, ahora eran de noche mientras ellos dormían en la habitación de al lado.
Conforme pasó el tiempo, las violaciones fueron hasta 5 o 7 veces al día. Eso más los golpes cuando yo ponía resistencia a no seguir una orden sexual que me daba. Incluso solo por quedarme paralizada (como normalmente me quedaba siempre).
Frente a mi familia se presentaba como hermano protector primero, pero al pasar de los años fue sacando su mal carácter frente a mis padres agrendiéndome verbalmente. Una vez por poco me mata a golpes. Esa vez le dije que hablaría. Como pude me encerré en un cuarto y tranqué, llamé a mi papá y le dije que me quería matar a golpes. Cuando llegó él, mi hermano minimizó las cosas diciendo que solo estaba haciendo rabieta, que estaba de rebelde porque no me quería hacer caso. Así que eso murió ahí.
Yo ya no podía más con tanto. A tan poca edad, a mis 12 años, comenzaron mis múltiples intentos de suicidio.
Todos estos abusos terminaron hasta mis 15 años, cuando mi mamá encontró un cuaderno donde yo escribía todo lo que me pasaba. No tenía a nadie, estaba completamente sola en todo eso, esas páginas eran mi refugio, mi desahogo. Mi mamá me enfrentó y me dijo que le dijera que eso era mentira. Yo me quedé callada, completamente paralizada y las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas; me lo preguntó muchas veces hasta que pude hablar y le dije que era un cuento que estaba escribiendo. Nada más.
Pero ella me dijo que todo lo que decía era describiendo a mi hermano, entonces fue cuando rompí y lo acepté. Ella se levantó, fue al cuarto de él y lo corrió de la casa; le dijo que se disculpara conmigo, pero él se fue diciendo que yo estaba loca.
Los abusos pararon a esa edad, pero todo lo que eso provocó en mí quedó por siempre. En ese entonces mi madre me dijo que si quería denunciar me apoyaría, pero yo no estaba lista ni sabía cómo enfrentar que ella ya supiera lo que él me hacía, así que no denuncié.
He crecido con muchísimas cicatrices tanto psicológicas como físicas. Años después comencé a estudiar psicología, ya que quiero con todas mis fuerzas ayudar a todas las personas que pueda e incluso mi sueño y meta es poner una ONG para mujeres abusadas. A mitad de mi carrera, con 30 clases sacadas, comencé a llevar Psicometría y fue ahí cuando encontré unos dibujos que mi sobrina —hija de mi hermano, Ali— había dejado en mi cuaderno, donde ella solía dibujar cuando me visitaba. Muchos —no solo uno— tenían rasgos de agresividad, violencia, miedo, ansiedad, estrés, desconfianza y, por último, el dibujo más aterrador: el que tenía tres «piernas».
Acudí con diferentes psicólogas —unas de mi universidad, otra particular— para que también diera su punto de vista y efectivamente concordaban conmigo. Eso fue lo que me impulsó a denunciar a mi agresor luego de tantos años.
Le dije a mi mamá que ya estaba lista para hacerlo (esperando que me apoyara como lo dijo años atrás), pero para mi sorpresa y desgracia su reacción fue hacerme dudar y meterme miedo. Me dijo solo todo lo negativo que esto traería, todo dirigido hacia mí; así que, decepcionada y con un nudo en la garganta, le dije: «Está bien, olvidalo, no lo haré».
Desde ese momento estuve más sola que nunca. Siempre hice la denuncia, pero todo a escondidas de mi familia. Me escapaba de casa para poder ir a las citaciones que me hacían referente al caso, también a escondidas me movilizaba para pelear por mi caso, ya que me lo archivaron e incluso me cambiaron de agente 4 veces. La mayoría de ellos no me informaban y yo tenía que andar «del tingo al tango» averiguando. Tuve problemas con una abogada de una organización de La Ceiba, porque en una llamada que me hizo me dijo que no sabía cómo decírmelo, pero que mi caso no procedía.
Me volví completamente loca, estallé en llanto y me comuniqué con otras abogadas de Tegucigalpa que también me han estado apoyando en todo este proceso. Ellas averiguaron y me dijeron que no sabían por qué ella me había dicho eso, que no era cierto, y desde 2020 a día de hoy estoy luchando porque mi agresor se quede tras las rejas y no pueda dañar a más niñas.
La denuncia la hice por mi sobrina, para que la evalúen y la alejen. Pero hice público mi caso en todas mis redes sociales para que aparezcan esas otras niñas que también han sido víctimas de él, porque hay que ponerle un punto final a este cuento de terror. Solo habían pasado dos días de mis publicaciones —que se viralizaron— cuando se comunicaron conmigo 10 niñas que han sido acosadas sexualmente por él; otras incluso han sido tocadas y tratadas de la peor forma.
Lamentablemente solo una de ellas está dispuesta a denunciarlo. Tuve que irme de casa, porque mi familia se volteó cuando lo detuvieron y se enteraron de la denuncia.
Estando en prisión, me llamó a mi número para decirme que quitara la denuncia; e incluso me mandó mensajes después de que le corté la llamada. En uno de ellos amenazó a su manera, en un lenguaje que no pueda ser usado en su contra; pero lo conozco y sé que fue una amenaza.
Mi mamá me quiso obligar a contestar la llamada de la pareja de él, queriéndome coaccionar, pero no acepté. A los días, para mi sorpresa, me enteré que andaban donde él, viendo cómo ayudarle a salir de esto.
He perdido tantas cosas, hasta personas, que no pienso retractarme. No pienso dejarlo ganar.