Durante toda la jornada electoral solo se hablaba de dos cosas: ganas de cambio y miedo al fraude. San Pedro Sula votó por inercia, pero sin mucha fe en los resultados, lo que muestra la desconfianza en el sistema político. El triunfo de Xiomara Castro desató la euforia en unas calles que se preparaban para el toque de queda y los enfrentamientos.
Por: Alberto Pradilla
Fotografías: Antonio Gutiérrez
San Pedro Sula, Cortés, acudía a votar contra sus propios miedos, construidos a base de golpes y desconfianza en las instituciones. «Fraude» y «relajo» fueron las dos palabras más escuchadas durante toda la jornada de votación. Al menos, hasta que el Consejo Nacional Electoral (CNE) dio los primeros resultados y se constató que la victoria de la candidata de Libre, Xiomara Castro, era inapelable. Pero eso sería en la noche, cuando cientos de personas tomaron las calles en un acto de catarsis colectiva. Antes, en las mesas de votación, con el dedo todavía marcado por la tinta, las sensaciones eran otras.
En el sector Satélite, en la colonia Jardines del Valle, Barrio Río de Piedras y en Chamelecón, muchos de los electores resumían sus expectativas así: deseo de cambio, sospecha de que el oficialismo les podía robar las elecciones y miedo a protestas que derivaran en disturbios y represión. Temor, en definitiva, a que se repitiese el escenario de hace cuatro años.
Para las elecciones del pasado 28 de noviembre, el CNE convocó a 5.3 millones de ciudadanos aptos para votar. El organismo colegiado estima que la participación en estos comicios alcanzó los 3.4 millones de electores, que representan el 68 % del padrón electoral.
Si uno considera que acudir a depositar una papeleta es un acto intrascendente porque alguien modificará el resultado posteriormente, ¿para qué sirve entonces organizar una elección? Así se construye un sistema sin confianza y una democracia con pies de barro. Las sospechas eran intercambiables entre los comicios a la presidencia, con Castro disputando el triunfo al oficialista Nasry Asfura y en la contienda municipal, con el aspirante no inscrito, Roberto Contreras, frente al actual alcalde nacionalista Armando Calidonio, quien buscaba un tercer período la comuna sampedrana.
Lo explicaba Rolando Caballero, un hombre de 42 años que había hecho el camino inverso al de muchos compatriotas. Nació en Estados Unidos, tiene la doble nacionalidad pero lleva en Honduras desde los diez años y no tiene intención de moverse. «Hace cuatro años nos robaron. Yo hoy no voy a votar, pero vine a acompañar a mi esposa. Si nos vuelven a robar, jamás seremos payasos de este circo que son las elecciones», dijo a mediodía desde la mesa de votación Dionisio Herrera del barrio Río de Piedras. A su lado, el candidato presidencial por el Partido Liberal, Yani Rosenthal, era obligado a guardar fila durante casi dos horas para que pudiese ejercer su derecho al voto. Esa es una metáfora: ciudadanos hartos de que los políticos se salten la fila y ejerzan su privilegio. O también, reflejo de la irrelevancia del exconvicto por delitos relacionados al lavado de activos convertido en aspirante presidencial: apenas un 10% de los sufragios frente al 53% amplio de Xiomara Castro y el 34% de Nasry Asfura, también conocido como Papi a la orden.
Hay elecciones en las que la sensación que se transmite en los centros de votación es inapelable. Ocurrió, por ejemplo, en las elecciones en las que Nayib Bukele arrasó en El Salvador en febrero de 2019. En esta ocasión, aunque sin ser tan apabullante, era evidente que la balanza se decantaba por Castro, aunque siempre hay un voto oculto y tampoco es desdeñable el papel de la maquinaria estatal detrás de las urnas. Pero “cambio” era la palabra clave entre los electores.
Tras cuatro años marcados por las protestas contra el fraude de 2017, la corrupción, las acusaciones de narcotráfico contra el presidente Juan Orlando Hernández, la pandemia de Covid-19 y la migración masiva hacia Estados Unidos, la discusión pública en la jornada electoral era más simple: cambio. Fraude. Miedo. Violencia.
«Si anuncia la victoria el Partido Nacional vendrá relajo. Ojalá que no pase igual», explicaba Hidalia Maradiaga, de 54 años, que acompañaba a votar a su hija Alejandra en la escuela César López del sector Satélite. La mujer confiaba en que las elecciones dieran un cambio tanto al país como a San Pedro Sula. Reivindicaba abiertamente su apoyo a Xiomara Castro, candidata de Libre. Su vaticinio: que el Partido Nacional se presentaría como ganador desde primera hora de la tarde. «Ellos siempre lo hacen, siempre dicen que van ganando, intentan influir así en las votaciones», explicó.
El temor al fraude venía acompañado por un miedo a los saqueos. «Eso no es gente que protesta, ahí hay gente que vive del desorden», afirmó la mujer y relataba que días antes de las elecciones había hecho compras para subsistir una semana sin tener que salir de casa. Otra muestra del miedo al apocalipsis que se sumaba a los comercios blindados para una invasión: las familias que hicieron acopio de víveres como si un nuevo desastre estuviera a punto de llegar y las casas tuvieran que convertirse en búnkeres seguros en los que resguardarse de la tormenta.
Su esposo, relataba Maradiaga, había recibido la indicación en el trabajo de quedarse en casa y estar atento a cómo evolucionaban los acontecimientos. Es posible que hoy haya tenido que regresar a trabajar, ya que el único movimiento fue el de los seguidores de Libre celebrando el triunfo.
Fraude, disturbios o robo de elecciones son cuestiones muy serias. Hablan de un ambiente crispado. Sin embargo, las elecciones se desarrollaron en San Pedro Sula con una asombrosa tranquilidad. En la mañana la mayor preocupación era la caída de la página web del censo del Consejo Nacional Electoral (CNE) que azuzaba el fantasma de la caída del sistema de 2017. Pero los colegios se abrieron con relativa puntualidad y no se registraron incidentes. Lo confirmó la capitana Eny Vega, vocera de la Fuerza de Seguridad Interinstitucional Nacional (Fusina) en el norte de Honduras, quien destacó a mediodía la tranquilidad de la jornada. Este es un hecho significativo. Hablamos del terror al fraude, del miedo a tener que pasar días encerrado en casa, de la zozobra ante posibles saqueos. De todo lo que se desató en 2017 después de que las largas jornadas en las que el Tribunal Supremo Electoral no ofrecía resultados y de aquella caída del sistema que cambió la correlación de fuerzas.
Desde primera hora de la mañana la falta de confianza en el sistema era visible. En la escuela bilingüe Valle del Sula, en la colonia Jardines del Valle, zona de clase privilegiada, los delegados de Libre batallaban con la caída de la web del CNE y mostraban sus temores a que eso fuera algo premeditado. Nelson Meléndez, integrante de la formación, asesoraba a los votantes que se acercaban y les explicaba que solo el Partido Nacional disponía del censo en sus computadoras, que ellos se las habían arreglado para tener una única copia en una única mesa, que no daba abasto. Este es tradicionalmente un bastión nacionalista y hasta aquí llegó a votar el aspirante a la reeleción, Armando Calidonio. Pero ni siquiera con la llegada del alcalde se observó ambiente de triunfo «cachureco». Más bien, apatía. Aunque también había quien defendía su apoyo al Partido Nacional.
Carlos Castro, de 66 años, sacaba a relucir toda la artillería oficialista. «La URSS ya cayó, pero Xiomara nos quiere llevar a ser como Cuba, como Bolivia, como Venezuela», argumentaba. El miedo al comunismo ha sido uno de los argumentos clave del Partido Nacional. En opinión de Castro, que dijo haber militado en su juventud en el Partido Comunista, las acusaciones de «narcoestado» contra el actual gobierno eran exageraciones en comparación de lo que sería Honduras en caso de que la candidata de Libre llegue al poder. Y el miedo al fraude, solo una excusa para buscar enfrentamientos de los derrotados.
La antítesis de este barrio acomodado es la colonia 15 de septiembre, en el sector de Chamelecón. En la escuela Independencia todavía quedan las marcas de las tormentas Eta y Iota que arrasaron la zona. Las aulas en las que se celebra la votación han sido convenientemente adecuadas. Pero en otras se amontonan los pupitres y las sillas cubiertos de lodo. Aquí nadie ha dado clase en mucho tiempo, pero sí en sus ruinosas aulas se acomodaron cuatro urnas de las 18 293, que instalaron en todo el país.
Al cierre obligado por la pandemia de Covid-19 se le suma el agua que cubrió el lugar a la altura de la rodilla. Lo explica Cindy, una mujer con dos hijas, una de siete años y otra de tres meses. Durante el último año de clausura, las familias se organizaron con el maestro de la mayor para que las clases continuaran en la casa de un maestro.
Ante la falta de alternativas proporcionadas por el Estado, la gente tiene que buscar soluciones. «Los últimos cuatro años fueron terribles. Esperamos que algo vaya a cambiar», explicaba la mujer.
El miedo al fraude y a la violencia era tal que eclipsaba cualquier otra conversación. Pero en Honduras, en San Pedro Sula, siguen existiendo pendientes y necesidades urgentes y problemas de los que ya casi no se habla porque se dan por supuestos.
En la esquina de la escuela Independencia hay una frontera. Una frontera que no se ve pero que todo el mundo la conoce. Viene marcada por dos pintas: un 13 de la Mara Salvatrucha y un 18 tachado. A un lado está el territorio de la MS-13. Al otro, del Barrio 18. Todos lo saben. Un joven que está junto al centro de votación dice que hoy pueden acercarse porque son elecciones y hay muchos policías, pero que esta es la zona fronteriza que es mejor no pasar. Pero esta no es una cuestión de la que se hable. «Quizás nos hemos acostumbrado. Las cosas son así y así van a seguir siendo», dice.
Hay demasiadas cosas a las que uno se habitúa aquí en este sector. Por ejemplo, a cambiar su dirección cuando manda un CV a una empresa. Reconocer tu origen significa que nunca más vuelvan a llamarte. Cuenta el joven que también debe acostumbrarse a los maltratos de la policía. Hay retenes en los que los policías le detienen y le interrogan, dejándole claro que en cualquier momento podrían desaparecerlo.
La militarización, la violencia, la falta de oportunidades, la impunidad y la corrupción son algunos de los asuntos que la futura presidenta deberá afrontar. Porque una cosa es estar tan acostumbrado que uno las normaliza y otra no desear que haya un cambio. De aquí siguen huyendo entre 400 y 600 personas al día con la esperanza de que Estados Unidos les ofrezca las oportunidades que no encuentran en su casa.
La presidenta electa recordó en su discurso inicial el plan para evitar que los jóvenes sigan huyendo en masa al norte. Se trataría de programas sociales acordados con el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en la línea de las propuestas de Andrés Manuel López Obrador, jefe de gobierno mexicano, que lleva meses pidiendo a Washington apoyo financiero para implementar planes de empleo que sirvan para frenar la migración.
El miedo al fraude llevó a que los centros de votación estuvieran a rebosar durante el conteo de las papeletas. Cientos de personas querían comprobar personalmente que no ocurrieran cosas raras. Al mismo tiempo, las calles se vaciaban, temerosas de lo que pudiera ocurrir y muchos comercios se blindaban en previsión de saqueos. La perspectiva era una larga noche de toque de queda y disturbios pero terminó convertida en celebración, caravana de carros y pirotecnia.
El punto de inflexión llegaba a las 8 de la noche. A esa hora estaba previsto que el CNE diera los primeros resultados. Fue inapelable. En el hotel Hyatt, convertido en cuartel general de Libre, se desató la euforia en el instante mismo en el que el consejero presidente, Kelvin Aguirre, dijo desde la sede del CNE en Tegucigalpa que había casi 20 puntos de distancia apenas con el 16% de los votos escrutados. Estaba hecho. Los vehículos con banderas rojas comenzaban a concentrarse y se desataba la euforia.
Poco después llegaba Roberto Contreras, aclamado como alcalde y los miedos al estado de sitio y los disturbios dejaban lugar a la catarsis.
Quien acude a celebrar forma parte del núcleo duro de apoyo a un partido. Entre ellos, la psicóloga Paola Medina, de 31 años, que relataba que doce años antes recibió su primera gaseada y ahora se dejaba la voz en apoyo a Xiomara. «Me siento satisfecha, después de 12 años de dictadura fuerte y brutal. Nos saquearon el seguro social, nos dieron pastillas de harina, vino el huracán Eta y Iota, compraron hospitales móviles que no funcionaron, tenemos un dictador que está acusado de narcotráfico en Estados Unidos», afirmaba a gritos. Junto a ella, Daniel Reyes, de 31, explicaba que él viene de la colonia Suncery, que dos hermanos tuvieron que emigrar a Estados Unidos pero que fueron deportados, que otro murió por una negligencia médica y que él está hasta arriba de deudas por un negocio que no funcionó. Esas son las demandas que han llevado a Xiomara Castro a la presidencia y que tendrá que atender. La euforia tiene mecha corta y la desconfianza hacia el sistema es profunda.
San Pedro Sula, la ciudad que fue estigmatizada como «más-violenta-del-mundo», la capital más reprimida tras las elecciones de 2017 y que es también la cuna de las caravanas migrantes desde octubre de 2018, cerró las urnas en medio de las celebraciones.
Por una vez los peores presagios no se cumplieron y hubo alegría, cohetes, coches con banderas y promesas de futuro. La gran afluencia de votantes es, posiblemente, la razón que explique unos resultados que nadie esperaba que fueran aceptados con tanta facilidad. Pero la desconfianza pervive. El sistema hondureño sigue siendo tan frágil como un día antes de las elecciones y la lista de pendientes de los que no se hablaba en los centros de votación son urgencias que la nueva mandataria deberá abordar de inmediato si desea preservar el masivo apoyo logrado en esta elección.