El ángel

Texto por Roberto Castillo
Ilustración: Candy Carvajal


El ángel tenía un rostro estático de dolor. Estaba pálido, de una blancura mortal que lo cubría de pies a cabeza. Sus ojos tenían el brillo de quien está fuera de las cosas de todos los días y las alas se apagaban en abanicos rotos. Una túnica ligera le cubría el cuerpo y desde entonces me convencí de que los ángeles tienen cuerpo.

Pasaban en silencio los niños frente a él y lo miraban, pero no hacían comentarios. Uno que quiso estornudar fue estrujado por los otros para que no lo hiciera: 

–Silencio, vos, ¿no ves que el ángel tiene sueño? 

En fila nos acercábamos, recostándonos a la pared. Queríamos verlo de cerca. Esto era todas las noches. Lámparas de aceite y velas en la iglesia producían sombras largas que a lo mejor asustarían al ángel. En las pilastras se destacaban grandes afiches pegados con engrudo: «SANTA MISIÓN DIOS TE LLAMA SANTA MISIÓN TU MADRE LLORA POR TI SANTA MISIÓN. MUCHEDUMBRES CON FE FELICIDAD SOCIAL». 

Los hombres llevaban sus gruesas camisas de trabajo y algunos se cerraban el cuello hasta arriba. El sudor corría a chorros y la cal de las paredes se pegaba fácilmente. Había una multitud apretujada que nos impedía llegar al ángel. Tratábamos de meternos, pero los hombres nos devolvían a empujones: que los niños no deben ser tan atrevidos y que qué es esa irreverencia. Pensábamos que el ángel aguardaba. 

Insistíamos a como diera lugar. Pero la iglesia estaba demasiado llena y la multitud no nos dejaría pasar. Creímos que los murmullos desordenados de los rezos despertarían al ángel. De repente, vi una posible entrada al lado del confesionario. Di con el codo a Tato y a Chico para que nos dirigiésemos allá. Apretujados entre tanta gente, oímos al misionero español repartiendo absoluciones entre los campesinos: 

–¿Sabes, hijo, sobre qué estás hincado? 

–Sí, padrecito, sobre unos ladrillos. 

–¿Y sabes a quién recibirás mañana en la sagrada comunión? 

–Sí, padrecito, al padre misionero. 

–¡Ay!, hijito, será mejor que sigas estudiando la doctrina. 

Tato se reía y yo habría hecho lo mismo de no estar tan pendiente del ángel. 

No pudimos pasar aquella noche y regresamos al día siguiente por la tarde, cuando la iglesia estaba vacía. Nos convencimos de que el ángel dormía y nos quedamos los tres, boquiabiertos, contemplando su rostro de alabastro. Tato levantó la pestaña de vidrio del camarín y pasó la mano por el rostro y el pelo del ángel, pero no se despertó. 

–No se mueve, parece que se hubiera olvidado de nosotros. 

Este cuento se reproduce con la autorización y gentileza de los herederos del autor.

Sobre

Roberto Castillo (San Salvador 1950 - Tegucigalpa 2008) fue un escritor y filósofo hondureño, considerado uno de los escritores centroamericanos más importantes de su época. Fue catedrático de filosofía por más de dos décadas y miembro fundador y director de la Editorial Guaymuras. 

Publicó novelas, cuentos y ensayos. Entre sus obras más conocidas están las novelas El Corneta, que fue publicada por el sello Alfaguara; La guerra mortal de los sentidos, considerada por muchos su obra más ambiciosa y la novela hondureña más importante los últimos años; los libros  de cuento, La tinta del olvido, Figuras de agradable demencia, Traficante de ángelesSubida al cielo y otros cuentos, este último recientemente reeditado por la Editorial Mimalapabra junto con El Ángel de todas las lenguas, una novela hasta ahora inédita. Su cuento «Anita, la cazadora de insectos» fue llevado al cine por el director Hispano Durón y es uno de los cuentos clásicos de la literatura hondureña. 

Recientemente la Editorial Mimalapabra y la Editorial Universitaria se encuentran en el proceso de publicar toda la obra inédita de Roberto Castillo, que incluye una trilogía de novelas, cuentos y ensayos.

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