Por Venus Mejía*
You can write, but you canʼt edit.
Regina Spektor
«Me he quebrado un diente».
Me di cuenta esa mañana al verme frente al espejo, después de la inspección pertinente al concluir el cepillado. Era aquella una fisura disimulada desde un ángulo frontal, quizá por eso no la había notado.
Probablemente lo atribuí a mi maniática manera de cepillarme. Aunque maniáticas son casi todas mis rutinas de aseo: pequeños sangrados por cortarme las uñas de los pies al ras, la incómoda caspa por el exceso de champú, estreñimiento pernicioso por el uso de enemas, desgaste del esmalte dental y encogimiento de las encías por el cepillado, pequeñas laceraciones en las fosas nasales y la fosa navicular, hasta dermatitis en los genitales por el uso de jabón en al menos cuatro de mis cinco baños diarios (como diría Katharine Hepburn: I sweat).
Y ahora tenía un diente quebrado. Vaya manera de comenzar el día. Lo peor era lo que se venía: me tocaba terminar la edición de dos libros esa misma semana. Era justamente por esa razón que el diente se había fisurado.
De mi cuerpo, son las manos las que han recibido las bondades de la furia, ese miedo que trasiega por mis nervios y se convierte en espuma de ira. Son los dientes bandadas de aves rapaces sobre el temblor de lirios de mis dedos manchados de magenta, por causa de sus compulsivos uñeros.
El trabajo de edición había incrementado la agudeza de mis sentidos. No solo era la velocidad y agudeza lectora, era capaz de encontrar el color y la textura perfecta para el papel editorial (castaño claro ligeramente corrugado), la densidad y el grosor de la pasta de portada, el color y el acabado de la tinta, el olor más sugerente en medio de las páginas. Sin embargo, más que haberse incrementado mi amor por los libros, este se había degenerado en una cacería perpetua de erratas, en una paranoia del equívoco.
Ese día continuaba el proceso de revisión de las diagramaciones. Envuelta en ese cardumen de ansiedad, me vi pasando repetidas veces por la misma línea en un esfuerzo por encontrar en cada intersticio la concentración perdida. En cada página cambiada se acrecentaba la duda, y con ella la lucha que ejercía sobre la endeble uña que era cada vez más difícil de arrancar por su pequeñez. Descubrí además que la fisura dental (terriblemente era en el incisivo superior derecho) era una deliciosa manera de astillar la uña en cada capa, y con ello su eventual rotura dentro de mi boca anegada en saliva por la espera de las pobres inquilinas desmembradas.
Luego aparecía el error. Era como atrapar mosquitos: se visualizaba con sigilo y se destripaba en un aplauso con un gozo paroxístico al sentir la tibia gota de sangre entre las palmas. Después de la extinción de la nota disonante en la partitura, venía un cardumen nuevo: ese torbellino mental para encontrar la frase o palabra que sustituiría la anterior. No era solamente una palabra o frase nueva, debía ser la correcta.
Desde que había comenzado mi apostolado en la edición (y es que la paga es tan mala que parece que uno tiene votos de pobreza) había acelerado el deterioro de mis manos a causa de comerme las uñas. Eran ellas las sustitutas de esos escritores y diagramadores tan malos y descuidados en donde descargaba mi impotencia. Miraba con desprecio aquellos vicios de construcción, las yuxtaposiciones accidentales de párrafos o las elipsis de estos, la falta de concordancia en las fuentes o el interlineado, las recurrentes anfibologías y gerundismos, los adjetivos como plaga de ratas albinas por los acueductos de la obra, y las dolorosas hasta la náusea faltas ortográficas.
Hoy, sumergida en ese proceso de culminación de la revisión, encontré la encrucijada de mis días de editora: una parte del texto había desaparecido. Era una parte diminuta, apenas un par de párrafos que no estaban en el libro maquetado. Busqué desde el principio del texto, desde la tercera hoja donde solo aparece el título y deslicé el cursor por el sur de las páginas una y otra vez, primero muy lento, luego aceleraba y cuando notaba que ya solo veía soldaditos negros en una marcha, regresaba las páginas y repetía la inspección signo por signo, casi letra por letra, pero me vencía la ansiedad, la angustia. Me repetía si se había traslapado en otra parte, malditos diagramadores, escoria de las publicaciones, mercenarios de la literatura, y los dedos se sometían a la masacre de mi boca, a la mutilación del diente quebrado, y dolía aquel diente con el nervio expuesto cuando asestaba un zarpazo a la uña trémula, y dolía aquella uña que ya solo era una, una la que recibía todo el ímpetu de mi agonía de editora, una que era la más pequeña ya, casi imperceptible entre una melena rojiza de uñeros, y cuando pasaba el dolor, continuaba en la búsqueda, abría otros archivos para comparar el diagramado y nada, a los párrafos se los había tragado el sistema, aunque realmente se los había tragado el maldito diagramador, el cardumen atacaba y fuerte, ese maldito cardumen y yo seguía atenta a cada signo pero el dolor me desconcentraba, si al menos hubiera hecho caso a mi abuela que me pegaba en las manos cuando me las metía a la boca con lo que tuviera a la mano y a pesar del miedo las manos volvían a mi boca, volvía el dolor en la única uña valiente, ni sabía cuál era por estar concentrada en el documento que no me hablaba por más que yo le gritaba desde las entrañas, así que me quedé absorta frente a computadora, paralizada sin saber qué hacer ante la incertidumbre de los dos párrafos que no estaban ya en ninguno de los archivos, ni siquiera en los de Word, pero yo sabía que faltaban, no sabía cómo pero faltaban dos, dos párrafos y de pronto el dolor se volvió más agudo, más insoportable y se me vinieron las lágrimas al rostro y no eran solo de incertidumbre sino de dolor en mi mano, en mi dedo en donde no había ya un dedo ni una uña sino una estalactita roja que no era estalactita sino mi dedo descarnado en donde, después de la sangre, asomaba tímido un hueso, un hueso asomaba y no mis dos párrafos faltantes del texto.
3 comentarios en “En proceso de edición”
Exelente Venus
¡Muchas gracias, José Luis!
Que forma de atrapar a quien lo lee. ¡Me encantó!