Por Alejandra Paredes
Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo vive sola y rodeada de lujo en la torre más alta de una ciudad construida sobre montes poblados, como mares embravecidos. Está enferma, pero se negó a hospitalizarse por miedo al contagio. La pandemia va pasando ya, pero el temor a los hospitales seguirá por largo tiempo. Su aposento, a noventa metros de altura, tiene un ventanal inmenso que va del suelo al techo y de un extremo al otro en su alcoba. A lo lejos, el cielo se funde con la cordillera en matices de verde y azul. Piensa que cuando muera, su alma volará hacia allá. En la inmensa cama, la fiebre la lleva a sentirse en alta mar. Es media tarde, llueve a cántaros y navega en un buque gigante entre nubes como témpanos de hielo.
Es domingo, y Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo se ha puesto peor. Habla al teléfono con voz temblorosa:
–Gracielita, hola. Amanecí con treinta y nueve. Mal, mal. Sí, sí lo sé. No te preocupes, va a pasar. Ayúdame: cancela lo de mañana, no las puedo recibir. Si, querida, chao, chao, besitos, hasta luego.
Con el dedo índice deforme por la artritis, Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo presiona el botón de colgar. El teléfono resbala, rebota en la alfombra, y cae bajo la cama contra la pared. Intenta tocar la campanita de plata a su lado, pero no logra llegar. Tiene sed y jaqueca, no puede respirar. Se lleva las manos a las sienes, como si una lápida le oprimiera el pecho. Duerme un rato. Afuera, las nubes flotan a velocidad sobrenatural, anunciando otra tormenta. Un rayo parte el cielo, y rompe a llover. Cuenta uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. El estruendo indica siete kilómetros, según el juego de los abuelos en la finca, en otro tiempo y lugar. Intenta sonreír. Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo hace un esfuerzo tortuoso para levantar la cabeza y ver sus manos. Se mira las uñas: necesita manicure. Con dificultad, logra sentarse. Se arrastra al borde de la cama hasta su silla de ruedas. Se le corta la respiración al empujar su cuerpo delgado y ligero, que por el asma siente pesado como tronco. Aparta las mangas de la larga bata blanca y logra subirse a la silla de ruedas. En lo que parecen horas, rueda hasta el ventanal y mira hacia abajo, disfrutando las alturas. Los tejados parecen libros abiertos que alguien aventó desde arriba. Se pone nerviosa y tose. Tose. Y tose todavía más. Llama a su mucama:
–¿Dora?
El silencio le anuncia que está sola.
—¿Dora? No dejo de toser. No debí haberte dado mi tarjeta Dora ¿qué te hiciste? No soporto esto, me cae mal, todo me lo roban, todo se lo quedan. Por eso me les aparté. Por eso me vine para acá para que no me encuentren para que no me arrebaten lo que me dejó papá. Mi hermano puede solo, él se las arregla. ¿Para qué quiere dinero? Ser hombre tiene ventajas. Me duele la cabeza. ¿Dora? Las amigas no vienen ya, no habrá café qué colar, ni pastelería, ni tapas, ni crudités. No habrá naipe, ni apuestas, chismes ni relatos de viaje. ¿Por qué no vienes Dora? No veo el teléfono. ¿Adónde está? ¿Qué pasa aquí? No puedo levantar la cabeza. Te pago bien, te doy casa, comida y remedios para que me tengas mi loft limpio, me cocines y me atiendas. No soporto el dolor de cabeza, ¡Dora! ¿Adónde estás?
Se arrastra al baño, donde con inmensa dificultad, logra hacer pipí. El regreso a la cama tomó días, años quizá.
Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo, duerme, y la torre de más de cien metros, se mece levemente, pues estructuras de tales dimensiones, le explicaron, deben moverse para no partirse en seco. Se marea, y vomita en la almohada. Logra poner una toalla blanca mientras llega la mucama. A su derecha, mira la puerta entreabierta mientras la sombra de una nube oscurece la sala. ¿Gregorio? ¿Eres tú Greg? ¡Qué bueno que viniste, te extraño tanto! Perdón hermano, te prometo que te daré lo que te toca. Aunque te lo bebas, o tires el dinero vistiendo a tu mujer. Cierto, cierto, yo soy la que toma copas, tú no. Es mía la obsesión con la delgadez, la moda, los viajes, las joyas, ¿viste mis alhajas nuevas, Greg? Son de Bvlgari, ¿sabes cómo se pronuncia? ¿Lo sabe tu mujer? Otra hubiera sido la historia, hermano, si te hubieras casado con aquella prima lejana, estaría yo criando sobrinos.
Nos robaste el derecho a la boda de sociedad que soñamos mientras nuestros padres viajaban y nos dejaban con la nana, ¿te acuerdas? ¿Greg? Por tu culpa murieron de pronto nuestros padres, les robaste la ilusión casándote con una desconocida, tan simple, sin roce. Adiós páginas sociales, adiós casas de playa, viajes a Niza, adiós para siempre adiós Greg.
Las ventanas vibran con el golpe del viento y la lluvia, un extraño aullido responde al llamado de la enferma, mientras la tarde muere en el poniente. La sombra perseveró y avanza. Se traga la sala, mata el brillo de candelabros de plata y del cristal, los colores de los gobelinos franceses, la textura de las alfombras persas, las luces de la ciudad a lo lejos.
–¿Dora? Dora por favor, Dora, no puedo no puedo respirar.
Don Gregorio Santiago de Rodríguez y Verdugo atendía clientes en su almacén de las afueras cuando recibió la llamada. Delgado, de porte noble, debió sostenerse en el mostrador mientras le daban la noticia. Su hermana Fernanda había muerto sola, ahogada por los efectos de la neumonía. Cerró el negocio, tomó de la mano a su amada esposa Yeni y tomaron el coche hasta la torre más alta de la ciudad, aún en construcción.
Al momento del deceso de Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo, el recinto era habitado solamente por la conocida dama, miembro de varias instituciones de caridad, quien insistió en mudarse antes de culminar la apertura oficial del condominio. Dora Villeda, la empleada, hondureña, había quedado atrapada en el elevador de la nueva Torre Beta con las medicinas de la señora y la compra de la semana. Había sido rescatada hasta el lunes a mediodía por el personal administrativo de la torre. Cuando lograron llegar al piso treinta, encontraron a Doña Fernanda Santiago de Rodríguez y Verdugo con una mano extendida al ventanal y una mueca de pavor mortal congelada en el rostro. El teléfono quedó debajo de la cama, descargado, descolgado.