Por Salvador Madrid*
Es el inicio de la década de 1980. Me tomas de la mano cuando salimos del autobús. Hueles al bosque de las tierras altas. Yo estoy adentro de tu luz, protegido en mi primera salida al mundo, a la ciudad de Santa Rosa de Copán.
—Agarre las cositas. —Me dices.
Yo tomo los paquetes con quinientos puros, envueltos en fibras secas de mástil de banano, los coloco en mi espalda y tú cargas también quinientos puros. Acomodo en mi cabeza un sombrerito de palma, miro de frente a la ciudad y te pregunto.
—¿Y qué digo?
—Salude con educación. Mire a la gente y dígales «compra puros». —Contestas.
Y comienzo a subir la ciudad, a descubrir el mundo, de pulpería en pulpería, de desprecio en desprecio, de lástima en lástima, hasta que llegamos quemados por el verano al parque de Santa Rosa, pero estoy demasiado sorprendido de conocer el mundo y no siento el cansancio, ni que llevo empapada de sudor la camisita que me hizo la tía Amalia. Veo esta gente que habla de cosas que no entiendo, con esos trapos amarrados al cuello y los zapatos brillantes. Miro por primera vez un almacén, un banco, una tienda, una repostería.
Sí, somos diferentes, venimos de la lejanía salvaje. Arde el sol. Pronto será mediodía, no hemos vendido ni un fajo de puros. Estamos de pie. Miras como si quisieras descubrir algo en la transparencia. Hoy que conozco el mar y los universos de los libros me duele más esa mirada tuya. No hemos vendido nada. Quiero decir algo y no puedo. Pasa frente a nosotros un cochecito que vende helados (yo no sé qué es un helado), no comprendo cuando un señor me habla y suena una campanilla que me causa cierta alegría. Tú me miras y no me dices nada. Se acerca un hombre, una mujer y dos niños y compran helados. Yo los veo. Tú me miras. Y otra vez intento encontrar en tu mirada una explicación para estas cosas.
—Camine —susurras. Y camino detrás de ti.
—Vamos a ir al mercado, ahí los venderemos. Casi no me gusta ir ahí, pues quieren todo muy barato. —Agregas.
Entramos por una puerta inmensa. Huele a verduras y pescado seco. El griterío aumenta, ofrecen especies, tamales, atol chuco y sopa. Cruzamos ese laberinto y llegamos a un local donde hay petates enrollados, sacos con maíz, frijoles, arroz, mil colguijes de colores que comienzo a descubrir. No conozco los aviones, ni las dulzainas, no conozco los tanques de guerra, tampoco las ambulancias, ni los camiones de bomberos, no conozco los autos de carrera, ni las motocicletas policíacas. El mundo es demasiado nuevo para mí. Yo vengo de las tierras altas, para mí un avión es una hora: «el avión de las tres», decimos allá. Me interrumpen tus palabras, comentas que vendemos a cincuenta pesos el mil de puros que has hecho con tus manos, sale a cinco centavos cada puro. El hombre no acepta el precio.
—Saque los puros y enséñelos —susurras.
Abro un paquete y muestro un fajo de cincuenta puros, el hombre me los arranca de las manos y los huele, saca un puro del manojo y lo aprieta con el dedo índice y el pulgar; dice que son buenos, pero que son días de mala venta, no dará cincuenta pesos sino treinta por el mil, y tú dices que no. Yo guardo los puros de nuevo. Otra vez comenzamos a caminar por el mercado, ofrecemos los puros, los miran, los tocan y dicen que son muy buenos, pero no los compran. Son días de mala venta. Otra vez te detienes y me miras con ternura. Tan hondo me escarban tus ojos.
—¿Está cansado? —Me preguntas.
Estoy cansado y hambriento, pero dentro de mí una voz que no conozco (es la poesía, entenderé años después) me dice que sonría, que te mire amorosamente y que diga que no estoy cansado, que todo está bien y que estoy contento de conocer el mundo.
Volvemos al primer sitio donde ofrecimos los puros; te escucho decir que los dejarás por el precio que el usurero ha definido: treinta pesos.
El hombre dice que será en consignación porque no tiene dinero; tú preguntas si puede adelantar algo de dinero, pero él dice que no.
—Quizá diez pesos —insistes.
Te escucho rogar y te recuerdo en el viejo corredor de nuestra casa, sentada, al atardecer, con tu tabla de purera, tarde tras tarde haciendo uno por uno los mil puros, levantándote para hacer el café y asar guineos majonchos y llevármelos ahí donde yo estoy jugando con un carro de madera pintado de verde que es mi posesión más amada.
Las voces otra vez me interrumpen y miro que te dan cinco pesos.
—Déjelos aquí. —me dices con alegría. Nunca he visto sonrisa más hermosa en nadie después de perder y que todo haya salido tan mal.
Salimos rápidamente del mercado. Me recuerdas que debemos tomar el único autobús que nos llevará de regreso, ese mismo que nos sacó en la mañana del siglo diecinueve para llevarnos al siglo veinte —pienso hoy, parodiando el poema «Escobas» de Simic— ya es tarde y tendremos que regresar a nuestro siglo detrás de las montañas.
Me pides apresurar el paso. Cruzamos dos veces por la misma calle, me aflijo porque pienso que nos perdimos. Sigues, volteas hacia mí de vez en cuando y me miras con una sonrisa. Arde aún el sol, ya no miro las tiendas, solo veo tu vestido azul con flores blancas, tu cesta de mimbre balanceándose, hasta que te detienes, me ves de nuevo y sonríes casi triunfante. Yo te miro y sonrío sin saber por qué. Me tomas de la mano. Yo aún estoy viéndote desde mis siete años, cuando pronuncias esas palabras: «un cono». Miro al frente y descubro estacionado el cochecito de los helados. El señor sonríe y suena la campanilla; saca un embudo y lo rellena con una masa (aún no conozco el sorbete) y me lo entrega, lo tomo con mis dos manitas.
—Pruébelo, hijo —me dices.
Y entonces pruebo mi primer helado. Te miro y estoy feliz porque soy el centro de un mundo donde tu luz me cuida y sé que no necesito más.
—¿Y usted quiere? —Te pregunto.
—No hijo, no quiero, es solo para usted —dices amorosamente.
Me tomas de la mano y caminamos, otra vez, mamá.