Este es un texto cuya autoría queda anónima a petición de la escritora.
Fotografía: Martín Cálix
Es la Muerte que consuela, ¡ah! y que hace vivir;
Es el objeto de la vida, y es la sola esperanza
Que, como un elixir, nos sostiene y nos embriaga,
y nos da ánimos para avanzar hasta el final;
(…) Es un Ángel que sostiene entre sus dedos magnéticos
El sueño y el don de los ensueños extáticos,
Y que rehace el lecho de las gentes pobres y desnudas.
(Charles Baudelaire)
El miércoles 4 de noviembre, el huracán Eta tocó territorio hondureño, y unos días después también llegó Iota, dejando devastado a un país que ya sufría de hambre, de pobreza y desempleo por los malos gobiernos y la aguda crisis que se había sumergido en los últimos ocho meses a causa de la COVID-19.
Ambos huracanes se convirtieron en tormentas que duraron más de lo pensado y dejaron inundaciones por todas partes. En la zona norte fue mucho peor que el huracán Mitch en 1998. Nadie previó tanta desgracia, mucho menos en medio de una pandemia. Muchas personas han perdido sus casas, sus bienes materiales, y hasta ahora no se tiene una cifra clara de la cantidad de personas que murieron ahogadas durante esta tragedia.
En medio de esta situación, hace una semana, recibí la noticia de que el cuerpo de mi amigo Carlos fue encontrado sin vida. La pobreza y la violencia le obligaron a vivir en un bordo a la orilla del río Chamelecón. Murió ahogado. Nosotros no nos mirábamos de manera frecuente, teníamos años sin vernos, pero ambos sabíamos que el cariño seguía presente y sobre todo que no era efímero.
Estoy segura de que Carlos murió ayudando a otros durante el huracán Eta. Él sabía cómo encontrar la belleza de las flores en medio del caos que representa Chamelecón, con los ojos inundados de melancolía y novedad.
La falta de oportunidades y el entorno en el que le tocó vivir lo obligaron a ser parte de una mara, también era una manera de protegerse y no ser asesinado como sucedió hace diez años con su padre y su hermano menor. Prefirió eso antes que huir del país como sí lo hizo el resto de su familia.
Íbamos a la escuela juntos y fue de los pocos amigos que sobrevivió al conflicto de las pandillas de esa época, cuando la pelea de territorio era una guerra. Años después, al terminar la secundaria dejé de verlo y no fue hasta que pasaron casi seis años cuando nos encontramos entre la multitud que esperaba en la parada de buses. Fue por esta época, un poco antes de navidad. Era él, el mismo niño que me ganaba cuando jugábamos a las cartas, pero que ahora tenía barba y había subido de peso.
La sensación de verlo, la puedo comparar con esa sensación que se ve en los videos cuando regresa un ser querido después de años de estar en el servicio militar en una guerra: no podés creer que regresó con vida. Fue así, estaba tan emocionada que no podía ni hablar. Lo abracé, nos sentamos juntos en el primer asiento, no parábamos de decirnos lo felices que estábamos por habernos encontrado de nuevo. Cuando nos despedimos no intercambiamos números ni redes sociales, a pesar de que sabíamos que podían pasar otros seis años para vernos de nuevo. Aún no sé por qué razón, quizá fue una especie de premonición porque esa fue la última vez que nos veríamos en esta vida.
Carlos fue enterrado por la mara a la que pertenecía, seguramente en algún cementerio clandestino, donde suelen enterrar a sus compañeros, sin que nadie se entere, sin que nadie más los llore y pida por sus almas.
Ayer pensaba mucho y recordaba que siempre decíamos que nos iríamos a vivir a una montaña, porque las montañas dan calma y paz. Que construiríamos una casa, como esas de lodo que solíamos hacer cuando niños.
Ahora, me gusta pensar que Carlos está en algún lugar, en su casa nueva, una llena de vida, encontrando esa paz de la que solíamos hablar y que creíamos que solo existía en las montañas. Me gusta pensarlo como un árbol, con raíces profundas y siempre de pie.