Un centenar de trabajadoras toma una maquila en El Salvador y la convierte en un espacio feminista

Tras un despido sin indemnización, un grupo de trabajadoras se convirtió en un caso excepcional en El Salvador. Ocuparon su lugar de trabajo para exigir la deuda que los dueños se niegan a pagar después de cerrar la empresa. Llegaron a todos los espacios políticos para exigir una compensación. Después de una alianza con una asociación, convirtieron la nave textil en un lugar de aprendizaje con enfoque de género. 

 

Texto: Carmen Valeria Escobar/Gato Encerrado

Fotografía: Emerson Flores/Gato Encerrado

 

La maquila Florenzi ya no es maquila. Desde el 8 de julio del 2020, Industrias Florenzi es una fábrica tomada por sus trabajadoras. Las mujeres que por años marcaron su entrada en jornadas de ocho horas por un sueldo mínimo, ahora pasean por la fábrica desierta que han hecho temporalmente suya. 

Las máquinas de coser, los hilos, los botones y las prendas dejaron de ser materiales de trabajo para producir blusas Pierre Cardin. Son rehenes de las nuevas jefas de Industrias Florenzi. La nave es un campamento, donde 113 extrabajadoras resisten para recibir las compensación que les corresponde. La fábrica permanecerá bajo su control hasta que el propietario les pague su indemnización, prestaciones laborales y  los cuatro meses de salarios que les debe.  Sino, irán a las cortes y buscarán quedarse legalmente con la fábrica. Negocian sin contraparte. Pese a las denuncias, la demandas y la toma el dueño, no responde. 

El 18 de marzo, el presidente Nayib Bukele ordenó el cierre durante cuatro meses de las 152 maquilas y call centers de El Salvador por su alta concentración de trabajadores.  A diferencia de Honduras y Guatemala, el trabajo de las fábricas textiles no fue considerado esencial, lo que forzó a las fábricas a detener operaciones, retrasar la producción y pagar salarios mientras durase la emergencia. Muchas maquilas no cumplieron con los pagos. Entre ellas Industrias Florenzi. 

Las mujeres de Florenzi permanecen las 24 horas del día haciendo guardia en la entrada y en el interior de la fábrica.

Esta maquila operó 35 años en Soyapango, un municipio industrial del área metropolitana de San Salvador. La empresa no resistió el cierre temporal obligatorio y el 8 de julio una gerente anunció a las más de doscientas empleadas que Florenzi estaba en quiebra. Hasta entonces, contaba con clientes como la marca de uniformes sanitarios Grey’s Anatomy by Barco y la de ropa de diseño Pierre Cardin. También subarrendaba a otras empresas. 

Industrias Florenzi es parte de un complejo extenso compuesto por tres naves. En Soyapango, en el área metropolitana de El Salvador. En la primera, la más grande, trabajaban las 210 empleadas durante ocho horas diarias en corte y confección, carga y empaquetado de blusas formales. 

En el nacimiento de Florenzi se vieron involucradas personas importantes en la vida social y política salvadoreña. Durante su primer año de funcionamiento, Carlos Humberto Henríquez,  fue el apoderado judicial de la maquila. Durante 2014-2017, fue director de la junta directiva de la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa (CEL). La CEL es una empresa estatal que genera energía eléctrica a través de la explotación del Río Lempa, el río más grande de El Salvador y la geotermia.  

El dueño y representante legal de Florenzi fue Roberto Pineda, quien murió el 12 junio de 2020, en medio de la pandemia. Años atrás, también fue director del Club Campestre Cuscatlán, el club social más exclusivo de El Salvador, donde la élite se reúne a jugar golf. 

Desde de la muerte de Letona, Florenzi quedó en manos de su hijo Sergio Pineda, quien hasta la fecha no se ha presentado a conciliar con las trabajadoras.

Después de múltiples correos y llamadas a Sergio Pineda, actual representante legal de Florenzi, se visitó la residencia de los Pineda Letona para pedirle una entrevista. La vivienda está en las Lomas de San Francisco, una de las zonas más lujosas de El Salvador. El personal doméstico se negó a recibir la solicitud impresa. Hasta el cierre de este reportaje no se ha obtenido respuesta de Pineda.

La familia Pineda, dueña de la maquila, no pagó los cuatro meses de los salarios que le debían a las más de doscientas empleadas por la pandemia, ni la indemnización por los años trabajados. Para compensar, les ofreció una máquina de coser marca Singer o Brother. De ser nuevas su costo rondaría los US$200. Pero las máquinas tenían más de 10 años funcionando. Casi la mitad aceptó. A otras las cuentas no les salían. Las que hicieron cálculos fueron 113 mujeres. Ellas ganaban $300 al mes, el salario mínimo en El Salvador. Según sumas de ese grupo de empleadas, Industrias Florenzi les debe, solo en salarios, más de US$500,000, por los últimos cuatro meses de trabajo. 

Durante el mes de agosto hombres vestidos de policías trataron de sacar las máquinas e insumos guardados en la fábrica.

El 8 de julio, esas 113 mujeres empezaron no solo una lucha legal. También se apropiaron del plan estatal del partido Arena en los noventa. La clave del grupo político de derecha fue utilizar a las maquilas como uno de los  grandes proyectos tras la guerra civil (1980-1992). La clave del entonces partido de gobierno fue reproducir el formato al que le apostaron todos los gobiernos centroamericanos: fábricas textiles con incentivos fiscales como generadoras de empleo, a cambio de mano de obra barata. El negocio funcionó y hoy hay 17 zonas francas con exoneración de impuestos, que generan más de 56,000 empleos. La mayor parte de la ropa producida por estas maquilas es importada a Estados Unidos.

La historia de Florenzi es la de unas mujeres que pelearon contra ese sistema neoliberal en donde los pobres cosen lo que los ricos visten. Sus exigencias conllevaron primero denuncias en el ministerio de Trabajo, la Fiscalía y la Procuraduria de Derechos Humanos. Pero el cambio frente al modelo de protesta laboral heredado de los movimientos sociales salvadoreños del siglo XX, fue el enfoque de género que las 113 le dieron a la toma al aliarse para recibir talleres con asociaciones feministas locales. 

La primera de las 113

Nery Ramírez, de 40 años, dedicó 7 años a Florenzi. Cosía el cuello de las blusas Pierre Cardin. Como no le alcanzaba, en los almuerzos vendía dulces para tener un ingreso extra.  Ahora es la lideresa de las 113 mujeres. Su casa la usa para bañarse, lavar ropa o cambiarse. Por las noches, duerme con el resto de mujeres sobre colchonetas en los pasillos de Florenzi. El resto de su tiempo es una inversión política.

Habitar la maquila no es cómodo. No tienen muebles y se organizan en bancas o sillas de plástico. Consigue platos de comida para los grupos de cinco mujeres que hacen guardia. El menú es casi invariable: café, huevos, frijoles, arroz y tortillas que preparan ellas en cocinas pequeñas y fogatas en la acera. 

La toma de Florenzi empezó por los derechos laborales de 113 mujeres y se convirtió en una lucha que las trabajadoras definen como feminista. Reciben charlas semanales gestionadas por colectivas feministas, como la organización Ormusa, que se adhirieron para darle enfoque de género a su causa.  “Como hemos aprendido a romper patrones de violencia, muchas mujeres ahora entienden que no son objetos ni esclavas en el hogar y ahora los esposos ya no quieren que vengan”,  dice Nery Ramírez. 

Cuando fueron despedidas, el dueño de la maquila les ofreció como indemnización una máquina de coser.

Nery Ramírez pasa los días en la acera de la entrada a la fábrica: habla con abogados, periodistas o activistas y coordina víveres y ayuda. No supera el metro y medio de estatura, morena y de cuerpo grueso. Siempre usa una camisa gris de manga larga bajo una camiseta dos tallas más grande. Es para evitar que la queme el sol. Usa gorras que esconden un pelo corto y un cubrebocas negro de tela. Cuida a las mayores y se preocupa por las que están más enfermas. También es la encargada de la disciplina, las regaña si no cumplen sus tareas, como sacar el toldo bajo el que se sientan. 

Aún cuando hace chistes, la voz de la lideresa de las 113 nunca pierde un tono formal. Como si permanentemente estuviera dando declaraciones. Ese tono de voz lo ha entrenado desde 2006, cuando inició como líder sindical en otra maquila, de la cuál también la despidieron sin compensación salarial. Tres años después, la despidieron de otra fábrica textil. Y, en 2020, de Florenzi. 

Conoce de memoria cada detalle de las trabajadoras y los recita cuando cuando hace una denuncia pública. Habla de todas menos de ella. Esta ex sindicalista ve el cambio en sus compañeras: “La vez pasada me contó una que por primera vez le dijo a su familia que ya no era su cholera (empleada doméstica); el esposo le dijo que le planchara la ropa y ella se negó”. Cuando cuenta la historia se ríe con orgullo. Ramírez no solo dirige los turnos de guardia, la cocina y la limpieza, también  las batallas legales de unas trabajadoras que afrontan la situación decididas a marcar un precedente. 

Las trabajadoras intentan no acercarse a las naves. Han hecho su espacio en la acera, frente a la calle y el pasillo de la entrada pero entran solo cuando es necesario. Las 113 son cuidadosas de no tocar nada. Las naves se mantienen cerradas e intactas desde el día que se tomaron el lugar: cualquier daño a los materiales puede traerles peores consecuencias. 

 

Maquileras y empoderadas

 

En El Salvador, la movilización feminista contemporánea ha estado más enfocada en la lucha por derechos reproductivos. Pero cuando Kayla Cáceres, de la asociación Colectiva Amorales, se enteró de la situación de Florenzi, se sintió reflejada: su mamá y su hermana trabajaron en la misma maquilas años atrás. Su hermana aún era menor de edad mientras trabajaba en la maquila. 

Cáceres llevó la historia a la Colectiva Amorales y el caso se empezó a mover entre agrupaciones feministas. Organizaciones como Ormusa y la Red de defensoras de derechos humanos se comenzaron a presentar de manera regular en la maquila hasta convertirse en sus mayores aliadas. Así las 113 se aprendieron a organizar en las protestas, a dar a conocer su caso y a entender la importancia del acompañamiento político.  La mayoría de las ex empleadas de Florenzi apenas habían oído hablar de feminismo hasta que se cruzaron con Kayla Cáceres. 

El 17 de agosto, alrededor de 40 exempleadas protestaron en contra del ministro de Trabajo, Rolando Castro. Alegaban que el ministro ha protegido al dueño de la maquila y no a los intereses de las trabajadoras. Detuvieron el tráfico en el centro de gobierno, una zona de oficinas de gobierno que aglutina a la mayoría de ministerios, Procuraduría General de la República y Asamblea Legislativa. Se encuentra a pocos kilómetros del centro histórico de El Salvador, uno de los boulevards más transitados del país.

Con micrófonos y pancartas, exigían la renuncia del ministro y justicia en el caso. Sabían dónde protestar. Ahí la prensa conoció a las trabajadoras de Florenzi. En medio de la división de la carretera, bajo los 30 grados de San Salvador, Nery Ramírez tomó el micrófono y con voz alta dijo: “Más violaciones a los derechos y al ministro Castro no lo ven. Nada ha cambiado, ¿Dónde están nuestros derechos? ¿Solamente plasmados en los libros? Solo para gente pudiente y a nosotros no nos atienden. Mientras no alcemos nuestras voces, no nos vamos a dar a conocer”. 

Las compañeras movían las pancartas, otras tomaban el micrófono para también exigir las respuesta del ministro. Grupos feministas radicales encapuchadas, como la colectiva Majes Emputadas, gritaban consignas. Cáceres también las acompañaba y las trabajadoras coreaban con ellas. A su alrededor los carros les pitaron por el tráfico que generaron, pero en dos horas de protesta, a una calle del ministerio de Trabajo, el ministro no salió a recibirlas.

Con mantas y pancartas en rechazo al ministro de trabajo, las mujeres instalaron una carpa para pasar en guardia en la entrada de la fábrica.

“El valor que uno tiene para tomar este tipo de acciones no es de cualquiera […] Algo que me ha motivado y me ha dado coraje es la injusticia, porque es bastante indignante las condiciones en las que estamos viviendo. Esto no es nuevo y las autoridades lo callan”, respondió Ramírez sobre por qué decidió organizar la protesta. 

El ministro Castro las acusó en su cuenta de Twitter de manipuladas y mentirosas. El político alegó en la red social que nunca las ignoró. Dijo que las recibió más de 15 veces. Las trabajadoras aseguran que solo fue una vez. Semanas después, aclaró a Gato Encerrado que él no las recibió, que fueron varios integrantes de su equipo. Se desentendió del caso. 

Castro adujo que el Ministerio de Trabajo no tenía “las suficientes herramientas legales” para ayudarlas y que el proceso ya estaba en los tribunales. Si el ministro hubiera atendido antes las exigencias de las 113, su protesta no habría llegado a etapa judicial. 

El 28 de agosto, sucedió un hito para el grupo de trabajadoras. Cáceres —la hija y hermana de ex maquileras— se sentó junto a Ramírez en la comisión de trabajo de la Asamblea Legislativa para denunciar el caso ante un grupo de diputados. Gracias a las protestas en el centro de gobierno, diputados de distintas fracciones se acercaron a ella para escuchar sus exigencias y las invitaron a la comisión. El dictamen fue unánime: recomendaban  al ministro de Trabajo defender los derechos laborales de las trabajadoras.

Las trabajadoras aprenden a decir No

 

El jueves 22 de septiembre, la ministra de Vivienda, Michelle Sol —a raíz de la presión de las colectivas y la presión en redes sociales— se comprometió a reunirse con las 113 trabajadoras, llevarles alimento y escucharlas. No llegó. Envió 90 bolsas junto con su equipo de video, que tomó las fotografías para mostrar en redes sociales que su ministerio dio el donativo. 

Mientras Nery Ramírez observaba a sus compañeras hacer fila para recoger el alimento, reflexionaba en voz alta sobre el taller. La palabra sororidad es la que más le había hecho eco por trabajar tan de la mano con tantas mujeres. Pero el feminismo es una palabra que todavía le producía incomodidad. “Para ser feminista, hay que prepararse antes de tomarse el derecho de llamarse así. Debe de haber preparación. Las compañeras cada vez están más empoderadas, luchando y defendiendo. Yo puedo decir que estoy 50% y 50%, porque me hace falta, pero esto es una lucha feminista porque las que llevamos la batuta acá somos mujeres”.

Un mes después, en una casa comunal, a unos metros de Florenzi, una trabajadora anotaba como una estudiante todo lo que el instructor dicta sobre accidentes laborales. Se llama Elsa Chávez , tiene 49 años y laboró en Florenzi desde 1995. Hasta ahora, nunca había escuchado sobre derechos laborales. Tras más de veinte años en Industrias Florenzi, ahora asiste al taller. No lo dijo en la reunión, pero todas sus compañeras lo saben: cuando su hija menor tenía 12 años, fue violada por su padre. Ella lo denunció y la niña parió un bebé con síndrome de down. Elsa se hizo madre por cuarta vez con el bebé de su hija. 

Cuando su nieto nació, en 2012, Industrias Florenzi le dio un adelanto de su indemnización. El niño de 13 años es hoy su hijo menor. Industrias Florenzi le debe ocho años de indemnización que se traducen en USD$2,400, sin contar sueldos restantes, fondo de pensiones y seguro social. Con ese dinero quiere cuidar a su nieto antes de jubilarse.

Algunas de las mujeres han emprendido sus propios negocios y así apoyan a las compañeras más necesitadas.

Por personas como Elsa Chávez, Industrias Florenzi ha pasado de ser una maquila a un espacio de aprendizaje de derechos. Las asociaciones imparten a las exempleadas talleres de derechos laborales,  género, educación y salud sexual, en los que se les insiste la importancia de chequeos médicos y ginecológicos. Algunas dicen que las ha ayudado a empoderarse a nivel personal y en su causa laboral. La mayoría son mujeres que superan los 40 años y aún dudan en llamarse a sí mismas feministas. 

En las concentraciones y protestas algunas bailan y corean a todo pulmón: “El patriarcado se va a caer”. Otras lo hacen, pero con mucha pena. Muchas no gritan, pero dicen que, aunque ellas no se identifiquen como feministas, la toma de la maquila es una lucha feminista. 

El entorno de Florenzi es principalmente femenino, la mayoría son mujeres casadas, madres y abuelas. Los talleres han permitido crear espacios seguros para que muchas se identifiquen por primera vez como mujeres lesbianas o bisexuales en espacios cómodos. A pesar de que la mayoría son mujeres adultas que provienen de hogares religiosos, muchas de las trabajadoras han encontrado espacios más cómodos y amorosos en la maquila que en sus casas. A Kayla Cáceres,  de Colectiva Amorales, le impresiona es ese proceso de reconocimiento de la diversidad sexual. 

Otras mujeres han aprendido a reconocer situaciones de violencia y sobre el consentimiento sexual.  En estos talleres descubrieron que pueden negarse cuando no quieren tener relaciones sexuales con sus maridos. Algunas no sabían que negarse era una posibilidad.

En cuatro meses, las 113 pusieron denuncias ante la Fiscalía, ante el Ministerio de Trabajo, hicieron visitas a oficinas de gobierno y protestaron. Para las trabajadoras de Florenzi la toma es una lucha, aún si eso significa pelear legalmente la maquila y quedarse con ella. Mientras resisten en los vestigios de lo que meses atrás fue su lugar de trabajo, las máquinas de coser retenidas ahora acumulan polvo entre el equipo y la ropa que protegen como su única garantía de justicia.

Todas las trabajadoras se apoyan en Nery Ramírez. A ella esa carga le comienza a pesar. En su casa, necesitan que comience a trabajar para pagar la luz y el agua. Esto sumado al silencio del dueño de Florenzi, le estresa y desalienta. Algunas ya se comenzaron a rendir. Abandonaron la toma porque necesitaban apoyar en sus casas. Ellas pasan de vez en cuando y les llevan frutas, pollo o carne para ayudarles con el dinero que ahora ganan. 

De las 113, ahora quedan 106.

 

 

Coordinación editorial: Elsa Cabria/El Intercambio

Edición de foto: Oliver de Ros/El Intercambio

Diseño: Pablo J. Alvárez/El Intercambio

Coordinación y datos: Ximena Villagrán/El Intercambio

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