Me gustan los días lluviosos, sin embargo sé que para los grupos más vulnerables dentro de la sociedad se vuelven días muy difíciles. Esto se debe a la situación de abandono e indigencia a la que históricamente han sido sometidos, además de vivir dentro de un sistema dirigido por gobernantes corruptos sin escrúpulos.
Lo siguiente tiene estrecha relación con algo que se sucedió con mi abuelo hace unos días. Debido a la pandemia por COVID-19 se nos ha impuesto salir según el último dígito de nuestra identidad y si es en vehículo se nos permite un acompañante. Ese día nos tocó transitar a los dos, y llovía, aquello era una tormenta de los mil demonios (como dice mi abuelo) y a pesar de eso, lo que decidimos entonces —debido a la situación— fue tomar el carro de casa y salir a abastecernos.
Era más o menos las siete de la mañana, llegamos al centro de la ciudad y por el congestionamiento no podíamos avanzar muy rápido. Debido a la lluvia la gente iba corriendo de un lado a otro. Más de una persona presionaba para que la dejaran entrar al banco y no mojarse, los guardias trataban de contener a las personas por aquello de evitar las aglomeraciones. Los motociclistas aceleraban hasta el fondo, y los conductores de vehículos presionaban sus bocinas para que el tránsito avanzara —aún y cuando el semáforo estaba en rojo—, esa es una práctica fastidiosa y repugnante con la que tristemente tenemos que vivir en nuestro país.
Después de unos minutos por fin pudimos avanzar y decidimos dar un giro a la izquierda para librarnos del tráfico y salir más rápido. En la calle que tomamos, la situación no estaba tan distante de la que veníamos: un tráfico más o menos moderado, el semáforo en rojo, y la lluvia —que esta vez había empezado a caer con aire y golpeaba de izquierda a derecha—. Decidí entonces ver el panorama con un poco más de minuciosidad y observé hacia el otro lado de la ventana: la lluvia azotaba con más ira, pero pude notar a un niño de no menos de siete años de edad que estaba tratando de protegerse a la orilla de la acera, no tenía la suficiente protección. Llevaba puesta una camisa de mangas cortas, un short bastante desgastado, sus pies descalzos que besaban el frío del pavimento; en sus manos sostenía un poco de alimento —que supongo — le dieron o encontró en algún basurero.
Debo reconocer que cada vez que recuerdo esa imagen, algo se rompe dentro de mí. No pude esperar más y lo siguiente que hice fue tocar el hombro de mi abuelo y señalar hacia donde estaba el niño. Mi abuelo me devolvió la mirada y tragué saliva (hondo). Reconozco que ambos nos miramos un par de segundos más antes de tomar una decisión, mi abuelo suele decir que en estos tiempos tan difíciles se puede desconfiar hasta de la familia. Pero yo había visto los ojos de aquel niño y lo único que noté fue el reflejo del dolor por tanta indiferencia de esta sociedad.
Decidí entonces bajarme del vehículo para recoger al niño y llevarlo con nosotros. Yo traía puesta una sudadera que entregué al pequeño para que pudiera secarse un poco, no faltó quien nos mirara raro, o uno que otro conductor que me insultó por retrasar más el tráfico. Reconozco que estábamos en medio de la calle y que no pudimos estacionar correctamente el auto. Decidimos partir hacia la casa de una amiga a quien llamaré Andrea y que trabaja con organizaciones que se encargan de apoyar a niños desprotegidos. El chico estaba totalmente desconcertado, pude notarlo porque en varias ocasiones le pregunté su nombre, sobre su familia, amigos o conocidos, y se quedó completamente callado, dejé de insistir pues supuse por su silencio, que su casa y su cama eran la vil y lapidaria calle de nuestra ciudad.
Llegamos a casa de Andrea y como ella ya estaba enterada de la situación salimos nuevamente sin pensarlo dos veces. Iba preguntándome si Dios estaba ahí o si solo estaba —como yo— tragándose toda la saliva. Andrea nos llevó al lugar donde podrían ayudar al niño, realmente soy poco para aseverar cosas como esta, pero por algún momento sentí más fé y esperanza, esperaba que el desenlace de esto fuera positivo, y sucedió así gracias al enorme corazón de Andrea, ella hizo toda la gestión y en el hogar de una oenegé decidieron recibirlo, claro está, después de tomar algunos datos y de hacer una que otra pregunta para obtener más información sobre el chico (que nosotros poco podíamos aportar, pero decidimos en la brevedad hacer el intento de ayudar).
Después de un par de horas, había llegado el momento de regresarnos. No tuve el valor suficiente para despedirme de aquel niño, supongo que se me haría dos pedazos el alma, mi abuelo y Andrea sí lo hicieron. Decidí salir del hogar, entrar al vehículo y quedarme ahí, pensando sobre tanta injusticia, corrupción y desigualdad que diariamente ataca a la niñez de nuestro país. Mi abuelo y Andrea volvieron al vehículo y decidimos partir, la hora de compras y demás cosas ya se nos había agotado. Andrea me dijo: «me preguntó si volverás», sin explicación alguna supe que había sido una pregunta del niño y cuando arrancó el vehículo me dije: ¿cómo se puede salir adelante si son miles los que están en situaciones igual o peor que la de él? ¿cómo se puede pasar adelante en un vehículo y no detenerse?