La caravana migrante desde los ojos de un migrante

Portada: Pixabay


En el último trimestre de 2018 me encontraba atravesando una situación muy difícil. Yo era un joven estudiante, recién salía de Nicaragua, mi país. Huía para salvaguardar mi integridad física de las fuerzas estatales y paraestatales que el gobierno dictatorial de Daniel Ortega organizó, para reprimir a cualquiera que se levantara en su contra. 

Arribé a Honduras en septiembre de 2018. Desde mi llegada al país, se sentía un ambiente de tensión: se estaba gestando la realización de una caravana de migrantes que emprendería un viaje hacia Estados Unidos, en busca de mejor vida para sus familiares (que dejaban atrás). Muchas personas comulgaban con la opinión de que era una movida política de la oposición hondureña para «desestabilizar» al país. Otros expresaban que era algo que se esperaba, debido a la falta de empleo y la estratificación social en el territorio nacional. Pero un buen grupo comentaba que se trataba de una situación que requería completa atención —era una cantidad significativa de personas al mismo tiempo—, debido a que los movimientos migratorios han ido in crescendo en los últimos años y eso representa, en su máxima expresión, lo difícil que es vivir en Centroamérica.

Para el tiempo en que tuve que salir de Honduras, la caravana migrante ya había iniciado su rumbo hacia la frontera con Guatemala. Muchas personas decidieron emprender su camino de forma independiente, en algunos casos porque no habían conseguido dinero para el viaje y en otros porque no tomaron la decisión en el momento preciso. Por la razón que fuere, el contexto me ubicó —en tres sitios diferentes— con personajes que eran parte de la caravana migrante. Cada experiencia fue más conmovedora que la anterior.

La primera vez fue en la estación de buses de San Pedro Sula. Eran las cuatro de la mañana y esperaba un bus que me llevara a la frontera de Corinto. De repente en los asientos que se encontraban en frente de las boleterías, escuché a un grupo de personas hablar de las expectativas sobre su viaje. Entre tantas voces, se escuchaba la de una niña que no quería despedirse de su papá, mientras se sostenía fuertemente en un abrazo —que parecía eterno—, le gritaba: «no te vayas papito, prometo que me voy a portar bien y no le voy a pegar a mi hermanito». De la forma más ruda que pudo e intentando ocultar las lágrimas que corrían por sus mejillas, ese caballero tomó su mochila, abrazó a su hijo más pequeño, le dio un beso a su esposa y empezó a caminar hacia el bus, sin mirar atrás. Es una de las despedidas más fuertes que he visto en mi corta vida.

El segundo episodio fue en el bus que me llevaba a la frontera de Corinto. Se trataba del joven que llevaba a mi lado, un caballero de unos veintitantos años que en todo el camino me hacía preguntas de cómo era mi país y si alguna vez había estado en Estados Unidos. Cuando nos hallábamos cerca de la frontera, y nuestro viaje en común estaba a punto de acabar, Juan (es un seudónimo) me miró y en un arrebato de sinceridad y desahogo me comentó que se dirigía a la frontera de Guatemala con México para incorporarse a la caravana, que en su país ya no quedaba nada porque habían asesinado a su hermano por problemas con pandillas. Su Madre había fallecido de una enfermedad y su padre murió cuando él era muy pequeño. Así que este movimiento migratorio representaba su oportunidad para iniciar de cero y mejorar su vida, aunque confesó que su intención siempre sería regresar a su pueblo.

El tercer episodio fue en el puesto fronterizo, esta es la situación más triste que he podido presenciar en mis veintidós años de vida: un niño, que a lo sumo tenía trece años, de tez morena, cabello negro y ojos entristecidos, cargaba una mochila y un bolso. Tenía a una niña de unos siete años tomada de la mano. Hacían fila en el puesto para sellar su salida de Honduras y entrada al país vecino de Guatemala. Una señora no pudo contener su duda y le preguntó si viajaban con algún adulto, a lo que el niño —con mucho ímpetu— respondió: «no, madrecita. Solo somos mi hermanita y yo, mi mamá murió y mi papá se fue a los Estados hace dos años. Además que vivíamos con una tía que no nos quería. Yo soy papá y mamá para mi hermanita y vamos al norte para buscar mejor vida». Seguido de esa respuesta, se desencadenó un silencio ensordecedor en el resto del tiempo que estuvimos en fila y muchas personas no pudieron contener sus lágrimas.

No puedo afirmar si los niños pudieron salir del puesto fronterizo, pues yo sellé mi salida e ingresé caminando a Guatemala. Cualquiera que haya sido la conclusión de ese episodio, continuará en mi mente durante el pasar de los años. Recién había presenciado esos tristes escenarios e iniciaba mi propio viaje hacia otro destino, pero guardo en mi mente los rostros de esas personas que, por la razón que haya sido, se vieron obligadas a dejar su tierra, a arriesgarse para caminar hacia un sitio donde solo tenían asegurada una cosa: la incertidumbre.

Sobre
Joel Herrera Vasconcelo, 1997. Estudiante nicaragüense en el exilio.
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Escritora, no labora en Contracorriente desde 2022.
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