La metáfora del fútbol en un país sin mundial

¿En qué se parece el fútbol a Dios?
En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.
«Fútbol a sol y sombra», Eduardo Galeano.

Fotografía: Martín Cálix

Texto: Fernando Silva

Honduras no está en el mundial, pero en Honduras todos hablan de fútbol. Los aficionados apostándole a una selección con fronteras diferentes a las de nacimiento y llorando la propia, por su constante y casi eterna mediocridad. Los intelectuales malentendidos –sin corazón para las nobles pasiones– hablan del mundial como herramienta para idiotizar a la población mientras se aplican nuevos incrementos a la gasolina.

«Fútbol» no es una cosa ni una palabra, y sobrepasa claramente las fronteras de un simple juego, es más como un lugar, es un sitio donde las esperanzas y aflicciones se encuentran para romper las fronteras del nacionalismo, soñando con poder conquistar el universo a través de una caprichosa esfera de caucho y un grito: ¡gol!

Cerca del mundial de Rusia en las canchas –y en las calles– hondureñas se jugará con sueños importados por la hegemonía global del deporte rey que alimenta las ilusiones rotas de niños pequeños y niños ancianos que pelearán el balón con el espejismo de ser Messi, Neymar y Cristiano. Puede resultar un agravio a la moral del juego que Lionel Messi en un mes gana casi el doble (4 millones de dólares) de lo que cuesta en total, según Transfermarkt, la plantilla más cara de La Liga Nacional hondureña, la del Olimpia (2.7 millones de dólares) aunque el 10 del Barcelona juegue como si no pareciera darse cuenta de este detalle.

En Honduras –lejos del complejo deportivo de la Masía–  quienes quieren ser jugadores profesionales dejan de estudiar, intentan emular el ejemplo de Messi o CR7, que han demostrado que se puede dejar la escuela y ser un jugador exitoso económicamente.

«No voy a entrar a la universidad», me dice Armando Sevilla, un chico de 17 años que juega para los casi desconocidos Guerreros Lencas de las ligas inferiores en Tegucigalpa, quiere dedicarse a jugar profesionalmente para ayudarle a su madre, quien se hizo cargo sola de él y lo apoya completamente en esa decisión. Armando acaba de anotar un golazo en el partido que disputó su equipo contra un equipo sin otro nombre en la camiseta más que el de «Reynaldo Sánchez Presidente».

Cerca del mundial de Rusia en las canchas –y en las calles– hondureñas se jugará con sueños importados por la hegemonía global del deporte rey que alimenta las ilusiones rotas de niños pequeños y niños ancianos que pelearán el balón con el espejismo de ser Messi, Neymar y Cristiano. Puede resultar un agravio a la moral del juego que Lionel Messi en un mes gana casi el doble (4 millones de dólares) de lo que cuesta en total, según Transfermarkt, la plantilla más cara de La Liga Nacional hondureña, la del Olimpia (2.7 millones de dólares) aunque el 10 del Barcelona juegue como si no pareciera darse cuenta de este detalle.

En Honduras –lejos del complejo deportivo de la Masía–  quienes quieren ser jugadores profesionales dejan de estudiar, intentan emular el ejemplo de Messi o CR7, que han demostrado que se puede dejar la escuela y ser un jugador exitoso económicamente.

«No voy a entrar a la universidad», me dice Armando Sevilla, un chico de 17 años que juega para los casi desconocidos Guerreros Lencas de las ligas inferiores en Tegucigalpa, quiere dedicarse a jugar profesionalmente para ayudarle a su madre, quien se hizo cargo sola de él y lo apoya completamente en esa decisión. Armando acaba de anotar un golazo en el partido que disputó su equipo contra un equipo sin otro nombre en la camiseta más que el de «Reynaldo Sánchez Presidente».

Este admirador de Sergio Busquets del F.C Barcelona, se dio cuenta de que en Honduras lo único que se necesita de un futbolista es que corra mucho, no pierda el balón o lo recupere rápido, y entrene todos los días hasta los 35 o 36 años cuando se retire y caiga en el olvido para convertirse en narrador o conductor de taxi. Lo que la fama le indique al destino. Armando juega en la renovada, sintética e histórica cancha del Birichiche junto a una gran cantidad de jóvenes de su misma edad que cada vez que se les pregunta porqué van a jugar a estas ligas federadas afirman que «los grandes salen de aquí». Sin embargo, cuando se les pregunta qué grandes salieron de esas canchas apenas balbucean un nombre completamente desconocido.

Uno que salió de estas canchas es José Alvarado, quien jugó en las inferiores del Motagua desde los 12 años y por un problema de papeleo no logró llegar a la Liga Profesional. Ahora tiene 47 años, es taxista de lunes a sábado y los domingos juega en una cancha a la par del crematorio municipal de Tegucigalpa.

«Cuando vinimos del sur para aquí, mi mamá nunca fue a traer la partida de nacimiento entonces como yo quería jugar, conseguí una partida falsa» va narrando con relativa facilidad este veterano jugador que hace unos minutos, apiñado con otros dos jugadores en el taxi de Donaldo, su entrenador y compañero de equipo, recordaba el gol de Bale en la final de la Champions.

Falsificar el documento de nacimiento lapidó su destino y lo alejó de la primera división del fútbol hondureño pero no del fútbol que suele ser amoroso con quienes lo saben apreciar. Ahora «El quebrado» – como lo llaman sus compañeros–  juega en el Club América un equipo de la liga burocrática El Guanábano y supera a casi todos los jugadores por 20 años de edad y en calidad técnica para chutear el balón en una cancha de escasa grama y mucha arena, piedra y lodo, una cancha construida sobre un cerro de basura.

El partido a jugar es América contra Cruz Azul, quienes apelando a la ironía quizá por accidente, disputarán este partido con las camisetas del Atlético de Madrid y el Real Madrid respectivamente. El coloso deportivo que presencia este encuentro, cercano al crematorio municipal, no tiene nada que envidiarle a la Liga Profesional. La grama ha sido sustituida por basura circundante y hay dos árbitros cruzando la cancha: uno humano y el otro perro.El partido se disputa entre las moscas y bajo el sobrevuelo de los zopilotes que lo observan todo como buscando a quien contratar para el próximo torneo. Abajo los jugadores intentan decidir si caer en las piedras combinadas con basura o en el lodo apestoso que rodea una de las esquinas de la cancha.En ese dilema el partido no se detiene y juegan hasta que cegados por el sol, el mal olor o las moscas, o quizá todo, los goles empiecen a llegar conjurados por la rudeza de la cancha. El Quebrado vuela y supera con facilidad a sus oponentes. El medio tiempo llega y los jugadores compran carne asada mientras los árbitros se relajan fumando un cigarrillo. El partido se reanuda.

Hacia el final del juego América gana 2 a 1 sobre el Cruz Azul, el equipo de El Quebrado ha hecho la remontada y como en cualquier disputa futbolística los ánimos se empiezan a calentar y las tarjetas del árbitro (humano) salen en señal de advertencia.

Después del segundo expulsado por parte del Cruz Azul, se conjura el pandemonio, uno de los expulsados era el portero que luce una infame panza que no le estorba correr hacia el hombre del silbato y las tarjetas para reclamar con un puñetazo certero sobre el pómulo la osadía de aislar del juego a los que ya están aislados de la sociedad.

Las patadas y puñetazos sobre el árbitro caen en cascada. Se cancela el partido, el árbitro sangra, Cruz Azul pierde, la liga se cancela en una etapa decisiva, quien ganara avanzaba a semifinales. Del árbitro sólo se escucha una sentencia: «esta chamba es así», y luego lo meten en un auto que lo llevará al Hospital Escuela.

El otro árbitro (el perro) sale ileso de ésta. 

El fútbol parece ser tan importante que fue usado de propaganda para reforzar un nacionalismo que llevó a Honduras y El Salvador a un conato de guerra ocultado las verdaderas razones de este conflicto y ensuciando la honra del juego. En 2009 generó el olvido, al menos por unas horas, del Golpe de Estado más cínico de su historia. Sin embargo, también es el reflejo de las carencias de sus millones de jugadores. Debido a esas mismas carencias, la selección de Honduras ha tenido que apelar más a los milagros que a la calidad en la búsqueda de sus recientes clasificaciones al Mundial.

En ese sentido Don Rolando me dice que «Honduras no tiene buenos equipos, todos no sirven» mientras observa un partido desde el puente que todos los domingos se convierte en el palco del famoso Campo Motagua ubicado en los límites entre Tegucigalpa  y Comayagüela, justo a la par corre el Río Choluteca, donde cada tanto un hombre se lanza arriesgando su vida para rescatar el balón.

La razón para la inutilidad de los jugadores y equipos de fútbol, es simple, para este zapatero y desconocido historiador de las canchas: «no hay escuelas de fútbol» por lo que la falta de educación en la teoría y la técnica genera jugadores empíricos que si llegan a subir en las escalas desiguales de la Liga Profesional terminan inequívocamente en el olvido.

«Los hondureños no llegan al mundial porque están desnutridos» dice como si se refiriera a un pueblo desconocido y recuerda sus tiempos de juventud cuando un tal Rompe Redes Bruseses lo metió con todo y pelota a la portería de esa misma cancha que hoy observa casi desde el cielo. «Esos sí eran jugadores», dice.

El mundial quedó donde quedan las cosas extraviadas por la infancia, a pesar de que el Estado se ha encargado de apoyar considerablemente al desarrollo de una selección cada vez más profesional. Según datos oficiales, el gobierno destinó 15 millones de lempiras para la organización del partido que Honduras jugó contra México en octubre de 2017, y que le valió el pase al repechaje que luego se perdió contra Australia. Sin embargo, en este país sin mundial todavía hay futbolistas que juegan como se debe jugar: con una sonrisa. Estos Messi, Neymar y Cristiano no juegan con camisetas que llevan el patrocinio de las grandes marcas, ni celebran sus goles junto a miles de personas que van a verlos para cantar y quizá armar algún alboroto fruto no del deporte, sino de la inequidad.

Estos jugadores anotan a ras de suelo y esquivan defensas como Maradona lo hizo en 1986 en el Mundial de México, dejando a su paso a los representantes de Isabel II. Se pueden encontrar en las plazas de Tegucigalpa practicando una «palomita» junto o entre el lodo de un cancha en medio del Aguán driblando defensas como quien esquiva las balas de la represión que han sufrido los campesinos desde el auge de los campos bananeros en esa región del norte del país.

Alejado de las desigualdades económicas, el fútbol es aquello que también transcurre en el terreno de lo mitológico en canchas donde un profesional jugaría sólo en medio de una pesadilla en mitad de la noche. Canchas rudas atravesadas por calles polvorientas donde conviven vacas, perros, y quienes han decidido engancharse al deporte como los antiguos fumadores de opio a los que nada parecía importarles con tal de hacer el viaje. Se juegan la vida, se llaman por apodos que en realidad son los nombres de jugadores famosos.

En la Moskitia hondureña, niñas miskitas que no saben expresar en español o en miskito lo que el fútbol significa para ellas, practican un deporte que concentra la atención del mundo entero, pero ellas apenas y tienen un balón que perseguir, juegan descalzas y sin uniforme, juegan con lo que traen puesto, en su mayoría lo único que poseen es el deseo de ganar el partido de turno en un lugar desconocido para la mayoría de hondureños, y cuando juegan también pierden su identidad porque el público que ha llegado a verles jugar les llama por los nombres de los héroes que quizá les gustaría estar viendo. Cada tanto en esta cancha en Usupum los hombres gritan «¡dale Ronaldhino, dale, dale!» y levantan los brazos ante el driblin de la mejor futbolista del equipo del barrio Bella Vista que termina empatando  a cero contra las del barrio Israel de Puerto Lempira.

Los hinchas, nos preparamos para ver el mundial de Rusia con las camisetas de nuestros otros países, con la paz redentora de no tener que ver un partido de «la H» con el corazón en la mano y el alma atravesada entre la boca del estómago y la garganta.

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