El silencio en Tegucigalpa augura unas presidenciales distintas

Reproducido con autorización de El Faro

Desconfianza quizá sea la palabra clave en los días y horas previas a las elecciones en Honduras, de las que surgirá quién asumirá en enero la Presidencia de la República. Los dos principales partidos de oposición desconfían del Tribunal Supremo Electoral porque creen que tiene los dados cargados a favor del presidente Juan Orlando Hernández, que se postula a la reelección avalado por una Corte Suprema, pero contra la prohibición expresa recogida en el artículo 239 de la Constitución.

A pesar de los afiches, las banderas y los colores, a la vista en toda ciudad latinoamericana en vísperas electorales, apenas hay movimiento en los locales de las tres principales fuerzas políticas que este domingo 26 de noviembre se disputan la presidencia de Honduras. Ni candidatos ni seguidores, ni siquiera alguien que entregue propaganda o consignas. Apenas deambulan unos cuantos administrativos de la campaña.

Los capitalinos andan tensos, inseguros. Esta tarde, en el supermercado, una señora compraba comida enlatada y botellas de agua “por si se pone fea la cosa”. Le pregunté qué creía que iba a pasar.

—Si gana Juan Orlando, los opositores no van a aceptar el resultado y puede ponerse violenta la situación.
—¿Y si ganan los opositores?
—¿Usted cree que Juan Orlando va a dejar que ganen? Eso no va a pasar.

Esta elección no se trata de votos, sino de quién los cuenta y cómo los cuenta. Y quién va a creer o no los resultados.

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Los hondureños no han visto aún las papeletas y la Alianza Opositora ya está cantando fraude. Desconoce a los miembros Tribunal Supremo Electoral (TSE) y adelanta que no aceptará los resultados de las elecciones generales si dan por ganador a Juan Orlando Hernández.

Seis millones de ciudadanos han sido convocados para elegir al presidente, a los 298 alcaldes y a 128 diputados, pero dos millones de hondureños no votarán porque o están muertos o porque abandonaron el país hace varios años, lustros. El censo electoral no ha sido depurado a pesar de que ya en la anterior elección, en 2013, se advirtió que los “fantasmas” componían la tercera parte del censo. Con ese mismo censo, que data de 2004, se han convocado estas elecciones, cuatro años después.

La Alianza Opositora, compuesta por el derechista movimiento Anticorrupción de Salvador Nasralla y el izquierdista Libre, del depuesto presidente Manuel Zelaya, no tiene representantes en el TSE, al que la Alianza acusa, además de haber inscrito a seis partidos “bonsái” afines al oficialista Partido Nacional y de actuar a favor del presidente Hernández.

“Jugamos con sus reglas, con su árbitro, su pelota y en su cancha”, dice Rodolfo Pastor, el encargado de plan de gobierno de la Alianza, que lleva como candidato presidencial a Nasralla, un popular exlocutor deportivo. ¿Por qué entonces aceptan jugar en esas condiciones? “Porque tenemos suficiente ventaja como para sobrepasar cualquier posibilidad de fraude”, dice.

La mayoría de las encuestas realizadas por los grandes medios de comunicación –que apoyan la reelección del presidente Hernández– colocan a Nasralla en segundo lugar, más o menos diez puntos por debajo del mandatario (depende de la encuesta), y muy por encima de Luis Zelaya, el candidato del Partido Liberal, la formación que tradicionalmente disputó el poder con el Partido Nacional.

“Vamos a una victoria total”, dijo el presidente Hernández en uno de sus últimos mítines de campaña. Según los números de su Partido Nacional, el presidente ganaría en 16 de los 18 departamentos que conforman el país.

Pero según las encuestas internas de la Alianza Opositora, Nasralla se encuentra entre 15 y 20 puntos por encima del presidente Hernández.

En otras palabras, los dos principales candidatos se dan por ganadores antes de la elección. Esto no es extraño en la previa de una presidencial. Lo grave es que, en Honduras, ni la Alianza Opositora ni el Partido Liberal reconocen la legitimidad del árbitro, el TSE, ni siquiera reconocen la legitimidad del proceso.

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Juan Orlando Hernández es candidato a algo prohibido de forma expresa por la Constitución hondureña: la reelección. Lo hace gracias al control férreo sobre toda la institucionalidad del Estado, incluida la Corte Suprema de Justicia, y el apoyo de todas las fuerzas que hace ocho años y medio respaldaron el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya, argumentando que la consulta popular que estaba por emprender tenía por objeto abrir la puerta a la reelección. Aquel golpe, que los golpistas llamaban una “sucesión constitucional” y que hoy los grandes medios llaman “la crisis política de 2009”, contó con el empuje del entonces diputado Juan Orlando Hernández. Fue perpetrado por el Ejército y acuerpado por la Corte Suprema, el gran empresariado, los medios de comunicación y las fuerzas de seguridad. Y Estados Unidos. Los mismos actores que hoy impulsan la reelección del presidente.

“No compare el 2009 con el 2017”, advierte el diputado nacionalista Antonio Rivera Callejas. “La Corte Suprema advirtió a Zelaya que la cuarta urna era inconstitucional. En cambio, a Juan Orlando la Corte resolvió que negarle la posibilidad de reelegirse sería negarle sus derechos”. Es cierto, pero eso sólo pasó después de que, en una sesión de medianoche, el Legislativo destituyó a cuatro de los cinco magistrados de la Corte Suprema que se oponían a la reelección y también a las Zedes. El presidente Hernández presidía entonces el Congreso. La destitución de los magistrados terminaría abriendo el camino por el que hoy circula el primer candidato a la reelección presidencial en la historia democrática del país.

El presidente Hernández ha desmontado los equilibrios del sistema democrático para ajustarlos a su favor. Es un populista de derecha que controla los tres poderes y que ha amarrado su modelo económico a entregar al sector privado las infraestructuras y la estructura productiva del Estado. Ha impulsado políticas de manodurismo que han reducido considerablemente las tasas de homicidios pero que han multiplicado la impunidad, la corrupción y los asesinatos de opositores a los proyectos extractivos impulsados agresivamente por la administración. Ha promovido el regreso de los militares a la administración de muchas instituciones. Y también ha entregado subsidios a los más pobres a manera de canastas básicas en bolsas que llevan impresas su firma y su rostro.

En algunas poblaciones rurales, campesinos y pescadores han recibido casas de concreto construidas por el Estado, que incluyen, junto a la puerta, la firma del presidente estampada en cemento y enmarcada.

El presidente Hernández se ha beneficiado de un decidido y abierto apoyo de Estados Unidos gracias a su autorización para extraditar a narcotraficantes y criminales organizados; para ampliar las bases militares estadounidenses y los patrullajes de agentes de la DEA en suelo hondureño. Además, representa mejor que ningún otro candidato los intereses comerciales de Washington, mediante el impulso de proyectos y concesiones especiales atractivas para el capital norteamericano. Nasralla, en cambio, es el candidato de una alianza dominada por el partido Libre, cuyo líder, Mel Zelaya, es un izquierdista cercano a Caracas. Una persona non grata para Estados Unidos. Una amenaza para los grandes empresarios hondureños.

De ellos es esta elección. No es una fiesta del pueblo, sino de los poderosos. Por eso cuentan los votos como si fuera dinero y no personas y hacen cálculos por municipios, por departamentos y no por pobladores. Por eso la gente en Tegucigalpa no parece andar de fiesta sino precavida, acaparando víveres quien puede hacerlo, sin hablar mucho de la elección.

Foto: Martín Cálix

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En la sede de Libre, tres empleados se entretenían el jueves mirando televisión frente a una enorme pancarta de propaganda que incluía una fotografía gigantesca de Berta Cáceres, la líder indígena ambientalista asesinada el año pasado. Frente a ella, aquellas tres personas parecían diminutas. La recepcionista llevaba apenas dos días trabajando en el partido, por lo que no supo de quién le hablaba cuando le dije que venía a reunirme con el señor Pastor, que despacha al lado de recepción y que es el principal arquitecto del plan de gobierno.

Un hombre llamado Héctor, que asegura ser amigo personal del expresidente Zelaya desde que eran jóvenes en su departamento natal de Olancho, intentó explicarme por qué aquello estaba tan vacío tres días antes de las elecciones: “Es que como es una alianza, cada partido tiene su propia oficina, y este año no ha habido mucha movilización. El candidato casi no viene por aquí. La gente viene a ver a Mel, pero Mel ahora pasa arriba y sale por otra puerta. Nadie lo ve”.

Por supuesto, cualquier imagen de los mitines de campaña desafía esa observación, pero las fotos de esos encuentros raras veces incluyen los cientos de buses en que hay que transportar a gente en su mayoría pobre que no puede darse el lujo de participar en política. Raras veces esas fotos incluyen la bolsita con un sándwich, la botella de agua y un jugo que dan a cada uno de los asistentes.

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Los grandes medios, en manos de grandes grupos económicos, también se han convertido en agentes de campaña directa. El periódico La Prensa, uno de los más tradicionales, publicó el viernes este tuit: “Con un país en crecimiento, hondureños van a elecciones”. Incluía una foto del presidente pasando revista al Ejército. Lo que no decía el periódico –ni dijo ningún noticiero nacional– es que el día anterior la excomisionada policial María Luisa Borjas reveló que las investigaciones de la Policía Nacional sobre el asesinato de Berta Cáceres, mantenidas en secreto, señalan como autores intelectuales del crimen a la actual vicepresidenta del Congreso y expresidenta del Partido Nacional, Gladys Aurora López; y a su esposo, Arnold Castro, un empresario de empresas hidroeléctricas con contratos exclusivos con el Estado.

Gladys Aurora López ha sido aliada clave del presidente Hernández en su afianzamiento del poder, pero es apenas una de muchos funcionarios estatales investigados por corrupción o crimen organizado. El expresidente Porfirio Lobo es investigado en Estados Unidos por vínculos con el narcotráfico. Su hijo guarda prisión en Nueva York tras confesar tráfico de drogas para el cartel de Los Cachiros, y en ese mismo país esperan sentencia policías y militares hondureños por el mismo delito.

Los Cachiros también han confesado negocios con el hermano de Juan Orlando Hernández, Tony Hernández. La semana pasada, un reportaje de Univisión lo vinculó a un helicóptero utilizado para el narcotráfico, pero en Honduras ninguno de los principales medios publicó la noticia. “Vivimos un cerco mediático propio de una dictadura”, dice Olivia Zúñiga, la hija de Berta Cáceres. “Nos informamos por lo que sale afuera”.

De afuera de la capital llegan reportes de un país militarizado. El gobierno lanzó en los últimos días un operativo especial “para encontrar a desestabilizadores”, en una campaña de miedo para que la población no salga a votar. “Si vota el 50 % de la población, lo más seguro es que gane Juan Orlando, pero entre más gente vote, más se reducen sus posibilidades”, dice Hugo Noé Pino, analista político hondureño.

En un noticiero local, la presentadora leía el viernes quejas de trabajadores de varias maquilas que denunciaban que sus patronos no les dieron el domingo libre para ir a votar; que la jornada laboral terminará a las 3 de la tarde y que a muchos de ellos no les dará tiempo de viajar a sus centros de votación.

La semana anterior, militares y policías anunciaron haber encontrado en una casa destroyer bombas caseras y propaganda a favor de Libre. Circularon fotos con el material incautado, pero no mostraron nunca a los pandilleros detenidos.

Del interior también proceden informaciones que hablan de un país militarizado, con aviones que surcan los cielos en busca de malhechores y grandes despliegues de uniformados, que además son los responsables de transportar el material electoral. Pero en Tegucigalpa no se ve presencia militar; apenas un helicóptero que atraviesa la ciudad de vez en cuando. No, aquí no parece que se avecine ninguna fiesta. Tampoco ninguna tragedia. Pero todos, a favor o en contra del presidente Hernández, advierten de los riesgos de jornadas violentas a partir de la noche del domingo.

Consciente de la posibilidad de que su triunfo no sea reconocido, el pidió a sus aliados evangélicos llamar a la calma, pero no se quedó ahí: hace algunas semanas, el Congreso que controla aprobó una ley que criminaliza la protesta y permite en algunos casos detenciones por varios años.

El viernes por la mañana, en la víspera electoral, pastores miembros de la cofraternidad evangélica fueron a la televisión nacional a hablar a los votantes. “Hacemos un llamado a respetar el resultado de las elecciones. Dios decidirá quién será nuestro próximo presidente”, dijeron. En uno de sus últimos mitines de campaña, Nasralla pareció responder al discurso de los grupos evangélicos con sus mismas armas: “Un fraude no puede ser considerado la voluntad de Dios”.

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