Faltaban diez minutos para las cuatro y septiembre nos hacía saber en qué mes estábamos con uno de sus aguaceros característicos. Nuestro fin de semana había sido bastante agitado, lo que nos había dejado sin cigarros para ese lunes. Recién habíamos dejado dos tazas de café preparándose en la percoladora y ver la lluvia al fondo de la terraza nos obligaba a acompañar la aromática bebida con un cigarro. Mi amiga padecía un incipiente catarro y yo no podía ser cruel como para dejar que ella saliera a comprar, además, me había estado reclamando incidentes del día anterior y sentía la obligación de compensarla.
Me levanté de la silla, me puse zapatos, tomé las llaves y me dispuse a salir. Después de todo, solo tenía que caminar media cuadra para llegar a la pulpería. Me asomé a la puerta y pude ver las gotas de lluvia aumentar su volumen, pero el vicio me pudo más, así que comencé mi camino. Más allá de la humedad en mi camisa y de lo resbaloso de la calle, nada había perturbado mi mandado. Apenas dos casas me separaban de mi destino cuando – para evitar resbalar en una acera cubierta con cerámica – decidí desviarme hacia la orilla de la calle. Y allí lo vi: detrás de un frondoso árbol centinela de la cuadra, se encontraba un tipo con una camisa azul y pantalones del mismo color llevando a cabo su proceso de micción (como le llamaría mi amiga estudiante de medicina), yo prefiero decir orinar.
La reacción normal hubiera sido que el tipo se tapara o se volteara, como quien demuestra un poco de vergüenza ante un evento inesperado. Pero no, lo vi dirigir su miembro hacia mí con la desfachatez que solo algunos hombres pueden entrañar. Me detendría en detalles para ilustrar de mejor manera su existencia, pero en cuanto lo vi, mi primer impulso fue bajar la cabeza y caminar lo más rápido posible con tal de no pasar más tiempo cerca de él. No me atrevo a acusarlo de haberme dicho algo porque en cuanto lo vi, mis oídos parecieron cerrarse y solo escuchaba ruidos que no pude definir. Sentía como mi vista se nublaba y un mareo comenzaba a invadirme, mis manos se enfriaron y un temblor me abrazó por completo. Cerré los ojos y mientras caminaba a ciegas, en medio de la oscuridad aparecía su miembro blanquecino no sé si por suciedad o por su color natural.
Llegué a la pulpería sintiéndome humillada por haber bajado la cabeza en lugar de gritarle un par de palabras que lo pusieran en su lugar. Me sentí víctima de mi supuesto sexo débil. Aun nerviosa compré lo que necesitaba; cuando pagué tuve el impulso de pedirle a una de las tantas personas que allí aguardaban el paso de la lluvia que me acompañaran en mi camino de regreso, porque a pesar de que no era extenso, sentía miedo de recorrerlo sola y a merced del tipo desvergonzado que no tuvo tiempo de llegar al baño. No pude decir nada.
Llena de determinación, me di la vuelta y comencé a andar. Justo al llegar a la esquina, un tipo sentado en una banca me gritó algo que imagino él considera un halago. Lo volteé a ver solo para asegurarme que no vistiera la camisa azul. No era él, lo que, en lugar de tranquilizarme, me puso aún más aprehensiva; ahora ya no me enfrentaba a uno, sino a dos tipos que no parecían tener ningún tipo de respeto al hecho de que yo fuera una simple mujer haciendo un mandado en plena tarde. Al doblar por completo la esquina, llegó el alivio porque el tipo detrás del árbol se había ido. Apresuré el paso.
Las gotas de lluvia mojaban mi espalda, pero no me importaba, lo único que quería era llegar a la casa y resguardarme en la seguridad de sus paredes y candados. Ya casi frente al portón, saqué las llaves de mi bolsillo y tuve que comenzar a juguetear con ellas en la mano porque escuché el sonido de una motocicleta detrás de mí. No tuve tiempo de girar mi cabeza, el tipo ya estaba a mi lado, vestido de negro en su totalidad y con un casco también oscuro. En micro segundos planeé seguir caminando y no entrar a la casa para no poner en riesgo a mi amiga que me esperaba con ansias, a mí y a los cigarros, por supuesto. Dos pasos más y el tipo se dirigió a mí para ofrecerme “jalón”; mis nervios aliviados le contestaron que no y le agradecí el gesto. Comprendí que solo me ofrecía ayuda al verme bajo la lluvia.
Regresé mis pasos, abrí el portón, puse doble llave y me quedé un par de minutos aferrada al candado que me salvaguardaba de ese mundo de hombres.