Eran las 5:45 a.m. y yo todavía no terminaba de alistarme. No tengo reloj en mi cuarto pero sabía que esa era la hora exacta por la transmisión en la televisión: el “noticiero del pueblo” comienza – con oraciones y todo – a esa hora exacta todos los días. Con el cepillo en una mano y las llaves en la otra, pasé frente al televisor y pude ver cómo sangraba la pantalla, hablaban sobre alguien que encontraron muerto en un costal frente al aeropuerto y mi hastío contestó con un gesto inconfundible.
Salí corriendo a toda prisa porque me quedaban exactamente tres minutos para alcanzar el autobús que me llevaría a Tegucigalpa; el lodo en mis zapatos hacía más lento mi andar y más difícil cumplir con mi hora de llegada. A las 5:50 escuché la bocina de mi transporte, todos me miraban reprochándome el retraso. Subí, agradecí la espera, me puse audífonos y me perdí entre el vidrio de mi ventana y los pinos afuera. El momento me duró poco; cada vez que el autobús hacía una parada, no podía evitar fijarme en todas y cada una de las personas que subían: niños, ancianos, mujeres y hombres jóvenes, algunos con uniforme de esos que denotan trabajo en oficina y otros también con uniforme, pero de esos que denotan trabajo en el campo.
Uno de los ancianos que se subió, cargaba un costal, inmediatamente se me vino la imagen de la noticia del encostalado y una paranoia me recorrió entera. Sabía muy bien que el anciano no podía ser el responsable de aquella muerte y aun así me sentía nerviosa. Maldije al noticiero aquel. Tomé mi teléfono y entré a Twitter, después de todo ¿qué mejor noticiero que los comentarios de la gente que vive día a día los altibajos de este país? Leí que nuestro presidente era otra vez tendencia nacional, que el aborto seguía penalizado y que el combustible iba a subir 30 centavos más ese lunes, que se había abierto discusión sobre el femicidio en el nuevo Código Penal, que el partido de gobierno llevaría los votos a casas y hospitales, pero la noticia que necesitaba no estaba: la cuenta de la UNAH no había publicado nada sobre la situación actual de las clases. Me pregunté cómo nada de eso había salido en el noticiero madrugador.
Eran las 6:30 cuando llegué al Parque Central; tuve que correr una vez más porque los lunes, parecía que la población que iba a la universidad aumentaba y la fila para tomar taxi rodeaba toda la cuadra. De nada sirvió la carrera, llegué y al hacer un conteo rápido, pude ver alrededor de cincuenta personas antes que yo. Me armé de paciencia y me integré a la fila; todos teníamos la misma cara, todos observábamos adelante y calculábamos cuántos taxis eran necesarios para que nuestro turno llegara. Con mucha cautela, saqué mi teléfono para ver la hora. Eran ya las 6:50. Mi clase comenzaba a las 7:00 y si volvía a llegar tarde, era muy seguro que no me dejarían entrar y perdería derecho a examen así que tuve que tomar una decisión que solo es peligrosa en ciudades como Tegucigalpa: tomar un taxi de la calle.
En cuanto me salí de la fila, se acercó una de las tantas unidades callejeras. Tres personas más siguieron mi ejemplo; volteé a ver para conocer a mis acompañantes y todos parecían ser estudiantes, menos uno. Pude ver en el retrovisor como los colores desaparecían de mi cara, un escalofrío me delató con el conductor quien solo me lanzó una mirada como quien platica con pensamientos. Volví a pensar en la noticia del encostalado y mi mente traviesa me gritaba que el tipo sentado al lado izquierdo del asiento trasero del taxi, era el responsable de aquella muerte. Como consecuencia de mi nerviosismo, hice los comentarios obligados sobre el calor, la lluvia, el tráfico y lo cara que está la vida. Solo el conductor me siguió el coloquio. Luego, silencio.
Más que su apariencia, no había nada en el muchacho que me diera un motivo para pensar que era ladrón o peor aún, asesino. Maldije otra vez al noticiero, lo maldije por predisponerme a tan tempranas horas.
Escuché una voz desde ese asiento atrás y mi corazón se saltó un latido. Ya tenía mi teléfono y mi dinero listo para entregárselo a mi agresor, cuando él repitió su petición: me deja en Emisoras Unidas, por favor.