La bailarina de los trescientos kilos

Un cuento de Anacleto Soriano

Sobre el camastrón de madera con tejido de cuerdas de nylon, la mujer, borracha, se despedía de la vida. Sus fuerzas habían caducado y de lo que años antes fuera una bailarina de renombre, sólo quedaba un montón de materia que de vez en cuando movía el pie izquierdo, o el dedo meñique de su mano izquierda, mientras el resto del cuerpo se mantenía impasible.

Al lado del lecho de muerte casi ya convertido en un féretro, la tía Carmela y su hija Clotilde contemplaban aquel cuerpo. A las cinco de la tarde del martes de esa semana, el tío Blas llamó por teléfono al párroco para que viniera de urgencias a aplicar los santos óleos a la agonizante, pero el ministro no contestó el teléfono, se hallaba diciendo misa en la penitenciaría municipal.

La tía Carmela y su hija Clotilde, resignadas y contritas, no daban signos de inmutación, esperaban pacientemente la muerte de la madre. Una hora más tarde el tío Blas volvió a marcar el teléfono del párroco, esta vez con un poco de suerte. A las seis y media llegó el sacerdote a la alcoba de la desahuciada.

Después de las oraciones pertinentes, aplicó los aceites y rogó a Dios por el alma de la enferma. El alma de la borracha se incorporó de inmediato, miró con sorpresa a los presentes cuyo rostro seguía petrificado, y se dispuso a bajarse del camastrón. Primero bajó el pie izquierdo, luego el derecho, buscó con los pies las sandalias y se las calzó con naturalidad y realizó el acto bípedo típico de los humanos, alzándose sobre sus pies gordos.

La tía Carmela y Clotilde no dijeron nada, la palabra se les atragantó y se quedaron patitiesas. El tío Blas, caído sobre la silla de mimbre al lado de la cabecera, miraba a ninguna parte. El cura guardó las ornamentas, conversó brevemente con los dolientes y salió por la puerta de tres metros de altura.

La Matrona salió por la puerta grande de la alcoba y se movió hacia la calle sin asfalto que conectaba al bar del pueblo. Se introdujo sin que el guardia le dijera nada y se instaló en la mesa más cercana a la barra. Había dos hombres conversando y bebiendo en aquella mesa. La mujer haló el asiento sobrante, lo colocó y se acomodó poniendo sus pies gruesos y avejentados sobre las tablas gastadas de la mesa.

Uno de los hombres que se hallaban en aquel mostrador llamó al mesero y le exigió otra botella de wisky. Cuando éste dio la vuelta para ir en busca del pedido, la recién llegada exigió también su cerveza.

“Ee, chaval, tráeme una cerveza, con espuma aparte, date prisa que llevo sed” le dijo.

El muchacho no dio muestras de entender nada, continuó su viaje hacia la barra, habló de cerca con el cajero, luego abrió el refrigerador y regresó a la mesa con una botella en la mano. La entregó al solicitante mientras éste le daba unas monedas en propina.

La mujer que recién había llegado a la mesa, medía unos 197 centímetros de altura, pesaba unos trescientos kilos y hablaba 8 idiomas, asimismo, estaba acostumbrada a que sus órdenes fueran cumplidas de inmediato, por eso la actitud del mesero le resultaba repugnante. Aquella mujer había sido bailarina toda su vida, había viajado por muchos países y cuando sucedió el auge de las bananeras, ella, con muy buena estrella, logró un contrato para irse a Nueva York durante catorce años. A su regreso ya era una alcohólica irreparable, por lo cual había pasado a “mejor vida”.

Los hombres instalados en la mesa donde se hallaba la mujer, seguían en su conversación sin interrumpirse más que para sorber el licor.

“Ee, muchacho, ¿no escuchaste que te pedí una cerveza con espuma aparte?” repitió enfadada la mujer. Pero una vez más el mesero no dio señal de entender la orden y se dirigió hacia otras mesas donde estaba siendo solicitado por otros pródigos.

La borracha, enfurecida hasta la saciedad, se levantó de su silla, la tomó por el espaldar y la lanzó hacia el dependiente. El objeto de madera impactó sobre la barra y se deslizó hasta chocar contra el refrigerador, al otro lado de donde se hallaba el cajero. Las personas que vieron la justa de la silla, se levantaron de inmediato, creyendo que era producto de una riña entre los dos hombres que se hallaban tomando desde hacía varias horas en aquella mesa. Mientras tanto, los dos hombres, sin poder levantarse por la cantidad de licor que habían consumido, se dejaron caer al piso, buscando librar los posibles golpes que vendrían consecuentemente.

La dama, anclada en medio del local, en pie de guerra, vociferaba una y otra grosería en contra del bar, de las personas y de cualquier cosa que pudiera escucharle. Tanto los consumidores como las personas que atendían en aquel sitio, no sabían que hacer o decir. No miraban ni escuchaban nada, pero sentían que una energía potente se movía entre ellos. Los trescientos kilos de materia de la matrona estaban allí. Frustrada por no ser escuchada, insistía en los reclamos, vociferaba contra todo.

Mientras tanto, en el camastrón de madera con tejido de cuerdas de nylon, el tío Blas, la tía Carmela y Clotilde rogaban a Dios para que aceptara en su reino el alma de su progenitora.

La matrona murió el dos de marzo del año 1994, en El Congo, dependencia del municipio del Alto Bosque. Sus restos se encuentran en el cementerio municipal.

Sobre su tumba, se lee:

Si alguien se acerca a mi tumba,

que sea el día de mi cumpleaños

y que rece los siguientes versos:

“aquí yace una vida,

una vertiente,

una esfera de humo que no se va,

no se fue, no se irá,

una palabra aferrada al más acá,

al hoy, al sur,

al espanto de despertar cada día con el beso

del sol:

aferrado a nacer cada vez que se lea un verso,

y luego,

si alguien se acerca a mi tumba,

que sea el día de mi cumpleaños

siguiente.”

Cada año, el tío Blas, la tía Carmela y su hija Clotilde, llevan flores y las tiran sobre la tumba sin ver las letras, rezan un poco y se van sin decir adiós. Mientras, en lo que antes fuera el bar, hoy solo quedan rastrojos, paredes despintadas y una lámina de zinc caída del techo. Han nacido pequeñas hiervas que poco a poco van consumiendo lo último que queda de la energía de la mujer, también conocida como “la bailarina de los trescientos kilos”.

Anacleto Soriano Contributor
Sobre
(1990) Estudiante de Sociología en UNAH-VS. Autor del libro de poesías ECOS, que, junto a Sinestesia de Alexandra Prudencio, conforma la primera publicación de la serie poética Viceversa. Cofundador del grupo musical Son de Pueblo, en El Progreso. Agricultor por vocación.
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