PARTE I
Texto: Jennifer Avila
Dibujo: German Andino
Antes de que estallaran los cohetes, Vey Ordóñez recibió la noticia de que su amiga Niki Strong había sido asesinada y que la navidad de 2017 se había convertido en funeral.
Vey vive en una ciudad pequeña cerca de San Pedro Sula donde el territorio en gran parte está bajo el control de las pandillas. Ahí las trabajadoras sexuales -como mucha más gente- tienen que pagar «la renta» o «impuesto de guerra», como se le llama en Honduras a la extorsión que
las pandillas hacen a las personas que trabajan en las calles a cambio de no matarlas: una cuota a cambio de protección, le han dicho a Vey muchas veces.
Nikki, antes de que la asesinaran, también era trabajadora sexual en uno de esos barrios y llevaba dos meses sin pagar.
***
Vey comenzó a ejercer trabajo sexual en las calles con otras chicas trans pero su familia la apoyó para salir de Honduras y vivir en los Estados Unidos. En Honduras cada día emigran 300 personas, la mayoría huyendo de la pobreza y violencia, pero para Vey significaba más: en el norte los tratamientos hormonales y cosméticos son más accesibles, eso le permitió verse como la mujer que siempre se sintió. Cuando regresó a Honduras 8 años después, la prostitución callejera ya no era igual.
«Es bastante peligroso, tú no sabes con qué hombre te vas a montar a un carro, no sabes si es un psicópata, si anda drogado, alcoholizado, te puede matar, estrangular, descuartizar… Hoy hay muchas organizaciones del crimen que cobran renta a cambio de protección, pero nadie te protege,
el marero no te va a proteger. A Nikki Strong, yo en octubre le había conseguido un trabajo, pero en diciembre ella regresó a las calles», cuenta Vey.
Vey dice haber enterrado a diez de sus compañeras: La señora Watson, Nikki, Bárbara Palacios, Francesca, Sol… Otras como Kiara Joaquina, activista por los derechos de las mujeres trans, sobrevivieron a varios atentados y tuvieron que huir del país; Otras, como Zelaya, huyeron a España porque sufrieron abusos por parte de personas transfóbicas, en su mayoría hombres empresarios, reconocidos en la ciudad, prominentes padres de familia. A otras dos amigas las enterró porque el sistema de salud pública las mató, el VIH las devoró rápidamente.
En Honduras, la situación de violencia contra la población LGTBI se ha ido agravando desde el año 2009. El único observatorio especializado en estos temas es el de la organización Cattrachas que establece que entre 1994 y 2008 fueron registrados 235 asesinatos de personas LGBT, de los cuales sólo 48 pasaron a disposición judicial pero a partir del 2009 a lo que va del 2018, 292 personas de esta población fueron asesinadas: 92 mujeres trans. De todos estos casos apenas el 22% ha sido judicializado y ésta es una incidencia alta de agilidad judicial comparada al resto de homicidios en el país.
En febrero de 2018, apenas dos meses después de que Vey enterrara a Nikki, otra de sus amigas, Jorgina, una trabajadora sexual en San Pedro Sula, fue agredida por un cliente quien le estrelló una botella de vidrio en la frente e intentó apuñalarla.
«Sigo viendo la violencia y la exclusión contra mis amigas de la comunidad trans y ya no quiero eso». Dice Vey.
Vey ahora se dedica a actividades menos peligrosas: trabaja en una microempresa que produce dulces de coco, brinda consejos astrales y lee las cartas a personas viviendo en el extranjero a través de video llamadas y, sólo a veces, se prostituye con gente de su confianza.
Jorgina dice que tiene miedo de ser noticia, de que un día salga en la televisión que mataron a «una travesti» y que su familia se entere de que ella murió de esa manera.
«Las calles no son como antes, ahora tienen dueños que también se han convertido en los que controlan el comercio sexual». Dice Jorgina.
El cuerpo de Jorgina tiene múltiples dueños; los cuerpos de la mayoría de las trabajadoras sexuales trans en las calles hondureñas tienen múltiples dueños.
***
Jorgina espera sus clientes en un bar pequeñito, salpicado de estrellas fluorescentes del suelo al techo, con paredes negras que parecen proteger de la luz del día a sus clientes. La rocola del local distorsiona todo lo que puede sonando una bachata y desde afuera, en la acera de uno de los bulevares más concurridos de San Pedro Sula, sólo hay una puerta y una bombilla verde que ilumina la entrada. Aquí las trabajadoras sexuales trans citan a sus clientes de manera menos riesgosa.
Gabriela Redondo, directora del Colectivo Unidad Color Rosa, baila y sonríe, sobresale por encima de todas las chicas del bar y nos invita a la parte de atrás del local para que la estridente música no nos moleste.
«Después de librarme de la muerte varias veces en las calles acepté el puesto de directora en el colectivo UCR. Ahora me cuido más, soy selectiva con mis clientes». Trabajadora sexual cautiva o en cautiverio, los encuentros no se dan más en la calle.
Gabriela y Jorgina coinciden con Vey en la calle, su segundo espacio de trabajo. Ellas insisten en que ya nada es como antes: Gabriela dice que ahora hay quienes las administran, el control de las pandillas es casi total en ciudades como San Pedro Sula, El Progreso y La Ceiba.
«Una mujer trans en San Pedro Sula se para en una esquina y a los cinco minutos tiene a un muchacho preguntándole quién es, de dónde viene, quién la mandó y si es oreja del rival. Nos cobran. Un día normal de trabajo cuesta al menos Lps.100.00 (unos cinco dólares) y los sábados Lps. 200.00. También las obligan a vender droga», cuenta Gabriela, con preocupación.
En una oficina que pasa por clandestina, el oficial Saúl Morales, el vocero de la Fuerza Nacional Antiextorsión, asegura que antes nunca han recibido denuncias de extorsión en el rubro del comercio sexual, pero sí es cierto que las llamadas «zonas rojas» donde se ejerce la prostitución son puntos de narcomenudeo. La FNA llegó a San Pedro Sula desde 2014, una fuerza creada directamente por el presidente Juan Orlando Hernández, con fondos y órdenes directas de la presidencia. La FNA tiene una línea antiextorsión, las mujeres trans no la han usado para denunciar esto.
En el pasillo oscuro que lleva a los cuartos que el dueño del mismo bar también alquila para que las chicas «hagan sus trances», Jorgina dice que no quiere hablar de esos temas, que de eso no se habla porque es muy peligroso.
«Hace poco salí de emergencia a Estados Unidos porque cuando personas antisociales matan a nuestras compañeras nos ponemos todas en peligro, ellos no quieren que digamos nada, nosotras necesitamos que se esclarezcan estos asesinatos en la población y cuando mi cara sale en medios de
comunicación me reconocen». Cuenta Gabriela.
– ¿Cómo se protegen vos y tus compañeras?
– Si viste qué pasó, cállate. El silencio es lo que nos protege.
Gabriela, al igual que Jorgina, casi siempre prefiere no hablar de lo que ella llama “los dueños del comercio sexual callejero”…
– Muchas mujeres trans están migrando del país, por la problemática que hay de –voy a decirlo y espero que esto no vaya a salir mucho a la luz– son obligadas a vender drogas por los grupos antisociales y no tienen pago justo de lo que las obligan a hacer, es una extorsión disfrazada que les ponen a ellas, es difícil y por eso ellas migran porque son golpeadas, son amenazadas», aclara Gabriela con miedo.
«Antes, en mi tiempo -hoy Gabriela tiene 36 años-, cuando yo trabajaba como trabajadora sexual no se veía eso, todas trabajábamos y ganábamos nuestro dinero. Hoy si te ganas 100 lempiras(5 USD) tienes que irte porque si se dan cuenta, te los quitan», cuenta Gabriela, quien ahora en su papel de defensora de derechos humanos escucha todas las historias de la calle que hace cinco años dejó y estudia los expedientes de los casos para los que busca justicia.
Gabriela no quiere irse, dice que si se va ya no será la misma persona. Dice que tiene una misión, por algo ha sobrevivido y siente que ha tenido el privilegio de vivir más de lo que se espera de una mujer trans en un país violento.
«La calle nos ha enseñado a defendernos. A veces les va mal porque podemos ser más violentas que ellos, nos defendemos», asegura Jorgina.
“Ellos”. Casi siempre la violencia, especialmente de género, viene de “ellos” en Honduras.
Vey cree que en las calles las estigmatizan y que cuando las mujeres trans se defienden se dice que son violentas y peligrosas, pero la realidad es que ellas sufren violencia por parte de sus clientes, por el crimen organizado y también por las mismas autoridades policiales o militares que cuando ven que las están agrediendo terminan deteniéndolas a ellas y a los agresores no.
«Esto lo hacemos por la falta de empleo porque el primer requisito en una empresa es verse como hombre, solo miran el físico y si es «gay o culero» como nos dicen vulgarmente, no nos dan trabajo. Si yo me prostituyo es mi forma de vivir, es la forma que el gobierno me ha obligado a trabajar.
Este gobierno mediocre me tiene en esta esquina», dice Jorgina. A lo que Vey agrega: La vida es costosa para las chicas trans.
Muchas chicas trans deben costear su tratamiento de hormonización, operaciones de busto y glúteos y, además, deben sostener sus familias. Pero verse como mujer, cuando legalmente son hombres no sólo les impide el acceso al trabajo sino también a la educación. Vey ha visto a muchas de sus amigas intentando estudiar pero en los colegios no las aceptan, ha ido a los centros hospitalarios donde la llaman por su nombre de hombre y no respetan su identidad. Vey también ha visto morir a sus amigas que han ido donde cirujanos «carniceros» a inyectarse aceite mineral para dar volumen a los labios, los glúteos o busto, esto muchas veces acaba causándoles cáncer o enfermedades de la piel.
La prostitución para las chicas trans es costosa y mortal de muchas maneras.
Gabriela, que tiene más experiencia en el trabajo sexual dice que la emoción de su trabajo es el dinero, no tiene nada que ver con el placer o con la apariencia o el status de sus clientes. Necesita el dinero su tratamiento de hormonización, para «sus gustos» -como le dice ella a la ropa bonita y el maquillaje costoso-, y sobre todo para mantener a su familia. Aunque le da pudor decir que su cuerpo es su herramienta de trabajo, al final lo asume. Ha trabajado desde los 13 años, ha sido independiente económicamente, por eso cuando comenzó a hormonizarse y a verse cada vez más como mujer su familia la aceptó. Ella se convirtió en el sustento de su familia.
Para ellos, su imagen de mujer vino ligada a su valiente lucha personal.
Jorgina hizo su transición a los 14 años y sufrió discriminación en todo el proceso. Se ha acostumbrado a la violencia en todos lados: en casa, en el barrio, en su trabajo. Por eso en la organización, el Colectivo Unidad Color Rosa encontró un espacio para empoderarse. Así varias organizaciones sirven de refugio y hasta suplantan el papel del estado en la búsqueda de justicia: AFET, Arcoiris, Violeta… En Honduras las organizaciones trans han intentado incidir en las instituciones del Estado brindando formaciones a las autoridades policiales, a las fiscalías, a quienes reciben a esta población cuando ponen sus denuncias. También han impulsado una ley de identidad de género para que se les reconozca legalmente con su nombre auto concebido. Pero no, el Estado también tiene presiones de la iglesia tanto evangélica como católica.
A pesar de esa situación, las mujeres trans se hacen más públicas y más políticas. El año pasado cuatro mujeres trans optaron a cargos de elección pública y Honduras pegó el grito al cielo: no las dejaron usar sus nombres sociales y fueron víctimas de amenazas y campañas de odio. Su agenda política tenía como punto principal la justicia para los asesinatos de la población LGTBI. Ninguna fue electa.
Gabriela agrega que las chicas trans en las esquinas son las más vulnerables, están más expuestas, pero que las defensoras de los derechos de la comunidad LGTBI también corren un riesgo enorme.
«Cuando yo era trabajadora sexual muchas murieron a mis pies. Una vez yo corrí cuando las balas llovían, a la que buscaban iba delante de mí, yo iba atrás y gracias a dios los tiros nunca me alcanzaron, las balas llovían y nunca me pegaron, yo decía “me quiere dios, de seguro es porque iba
a tener esta lucha de defender mis compañeras.
Mi herramienta de trabajo ya no sólo es mi cuerpo, ahora también lo es mi lucha para defender a mis compañeras».
***
Vey se rasura la barba que empieza a asomar, tarda al menos una hora en maquillarse y peinarse para verse con un cliente con el que quedó para esta noche. Se encuentran, no en el pequeño bar de paredes negras bañado de estrellas, sino en un barrio controlado por la Mara Salvatrucha, en una cuartería donde se dan estas citas.
Vey se ve al espejo y sonríe, su sueño es sobrevivir hasta el día en que ella sea reconocida totalmente como una mujer, el día en que su tarjeta de identidad la muestre a ella como es, con la letra F de Femenino y que las mujeres trans no sean sometidas en las calles.
«En Honduras vale más un perro que una chica trans. Y la situación es más agresiva en el norte del país. A los culpables de las muertes de mis amigas nunca los van a agarrar pero ahora hay más mujeres trans involucradas en política. Por algo se empieza». Concluye Vey.
Parte II
Ser trans en un país binario
Texto: Ariel Torres
Dibujo: German Andino
Cuando nació, su abuela materna eligió su nombre de pila. A Victoria la inscribieron en el registro civil como José Herrera. Su progenitora, una madre soltera de Apacilagua, un municipio al sur de Honduras −donde el 79% de su población es pobre y el 23% es analfabeta−, esperaba que el niño creciera aprisa para que le ayudara con la economía del hogar. En la finca de sus abuelos, José aprendió las faenas de la agricultura y de la ganadería, pero sentía que no encajaba con los roles asignados, «yo sentía que el campo no era lo mío».
Antes de la adolescencia se hizo las primeras preguntas sobre su orientación e identidad sexual, ¿qué significa ser hombre y ser mujer? ¿Qué pasaría si me gustan los hombres? Su entorno intuyó las interrogantes y respondió con agresiones. Desde pequeño recibió mofas y golpizas, con el pretexto «de volverlo un macho». Confundido, se defendía, «pero al llegar a mi cuarto, lloraba, me preguntaba qué me estaba pasando, ¿por qué me golpeaban?».
En la iglesia a la que asistía, el pastor propuso exorcizarlo y los pobladores recomendaron llevarlo al hospital. Él sentía ser la vergüenza de su familia, la burla del pueblo, «todo porque no me ajustaba a los roles normativos y tradicionales de género».
En medio del rechazo encontró un refugio. Una vecina le ofreció su casa, que sirvió como espacio para el reconocimiento de su transexualidad, «ahí yo me vestía de mujer y me maquillaba. Ella no tenía ningún problema con eso, lo que quería es que me sintiera bien. Fue como mi segunda madre. Nunca hubo ninguna discriminación en ese hogar».
Sus familiares indagaban y él temía responder, «recuerdo cuando mi tía me dijo frente a todos: “Joshito, ¿verdad que usted va a ser mujer?”. Yo me sonrojé, me dio pena, no supe qué contestarle. No le pude decir “sí tía, me gustan los hombres”. Pero poco a poco salí del clóset, creo que la misma homofobia de la sociedad se encargó de sacarme».
En el pueblo otros hombres vivían situaciones similares a la suya, «pero allá la comunidad permanece oculta, pueden tener una vida sexual activa y llevar una identidad de género, pero todo dentro de las cuatro paredes de sus casas».
A pesar del temor que le generaba la discriminación, empezó a expresar su identidad. Su familia no tardó en oponerse, «empecé a usar delineador, lápiz labial y brillo en el rostro; al verme, mis abuelos me dijeron “a nosotros nos das pena”. Ellos no me corrieron en ningún momento, pero me sentí expulsada. Para que no se sintieran mal ni tuvieran vergüenza, una vez graduada de la secundaria decidí independizarme y venirme a vivir a Tegucigalpa».
En Tegucigalpa, conoció a Rubí y a Sacha, dos chicas transexuales que fueron sus guías y espejo tras su llegada a la capital, antes de conocerlas no sabía nada sobre la diversidad sexual, tampoco que existían los colectivos LGTBI (lesbianas, gays, trans, bisexuales e intersexuales), ni siquiera había escuchado del VIH y del SIDA.
Con sus amigas el concepto de la transexualidad trascendió la vestimenta y el maquillaje, y lo entendió como un proceso autodeterminativo y transformatorio para asumir el género que deseaba ser y con el cual exige ser reconocida legal y socialmente. Con ellas supo que ya no
quería seguir siendo gay, sino una chica transexual.
Rubí y Sasha le explicaron los ataques que sufriría como transexual. Le advirtieron que para muchos religiosos sería considerada un «pecador», para la medicina un «enfermo» y para el Estado «una persona con derechos… pero no con todos».
Sabida de los obstáculos, nació Victoria, un nombre que eligió para estimular su coraje, «sentí que aparte de sufrir mucho, he sido fuerte, entonces cada vez que alguien me dice Victoria, me anima a seguir adelante, me indica que quiero ser alguien en la vida».
Su primera experiencia sexual fue violenta e involuntaria, la menciona pero decide no hablar más al respecto; prefiere evocar los detalles de su primer día como transexual, «salí hecha un asco, fue horrible −y sonríe−, bajamos al Parque Central, iba con mi pelo corto, con polvos, un poco de lápiz labial y sombras en el rostro. Yo deseaba verme como mujer, pero mi caminado, mi forma de comportarme, de mover las manos, de platicar, de ver, no eran las indicadas… Todavía no le agarraba a la forma de ser de las mujeres, eso lo fui perfeccionando día a día».
A medida que se asumía como mujer, los espacios y las oportunidades laborales empezaron a cerrarse, «renuncié al empleo que tenía en una microempresa, sabía que me despedirían si de un día para el otro llegaba expresando mi feminidad. Después metí papeles en supermer-
cados, en tiendas, pero cuando llegaba a las entrevistas, nadie me contrató. Era evidente el rechazo. La única alternativa fue el trabajo sexual. Yo sabía que arriesgaría mi vida, que me expondría a enfermedades, pero no tuve otra opción».
Por las noches la vulnerabilidad aumenta y la transfobia no es una excepción, sino la regla en contra de las chicas trans que ejercen el trabajo sexual en Honduras, «es arriesgado posar, en algunas ocasiones me dispararon con pistolas de balines, lo más frecuente es que hombres se bajaban de sus carros para pegarte. Algunos policías me acosaron, una vez me agarraron a toletazos y me llevaron a una posta, ahí en la celda me tiraron un gas lacrimógeno. Ese año otras compañeras aparecieron muertas».
Entre octubre y diciembre de 2017, Expediente Abierto encuestó a 50 mujeres transexuales. El 60% respondió haber sufrido violencia física y el 39% identificó a los integrantes de las fuerzas públicas de seguridad, como sus principales agresores.
Según la organización internacional Human Rigths Watch (HRW), el poder y la discrecionalidad que goza la policía gracias a las disposiciones de la Ley de Policía y de Convivencia Social, facilitan sus abusos y las detenciones arbitrarias a personas transexuales. Violaciones con altos niveles de impunidad, en el caso de los abusos policiales, se estima que aproximadamente el 90% no son investigados.
En su informe sobre la situación de las personas trans en Honduras, HRW señala con preocupación el artículo 99 del reglamento policial, el cual permite la detención a las «prostitutas ambulantes», por ser consideradas como «vagas». Por su parte, el artículo 142 le confiere a la policía la autoridad de arrestar a quien «atente contra el pudor, las buenas costumbres y la moral pública» o al que «por su conducta inmoral perturbe la tranquilidad de los vecinos».
La organización señala que las legislaciones basadas en conceptos de «buenas costumbres», fomentan la discriminación estatal hacia esta comunidad.
Para escapar del contexto, Victoria intentó en tres ocasiones llegar a Estados Unidos. Pero las agresiones no cesaron durante el trayecto, «cuando iba para el norte, me quedé unas semanas en San Pedro Sula, allá me intentaron matar, no sé por qué, tal vez por repudio. Yo caminaba por la calle cuando se acercaron tres hombres, quienes sin decirme nada, desenvainaron sus machetes. Uno de ellos me rajó la cabeza. Como yo tengo fuerza, me defendí y logré escapar. No quise ir al hospital, así que me curé la herida con aguardiente. Un mes después, otros tipos me atacaron, me quebraron la nariz enfrente de mucha gente, pero nadie hizo nada por defenderme. ¿Por qué la sociedad nos quiere ver muertas?».
En Honduras no ser heterosexual se paga caro. De acuerdo al Observatorio de Personas Trans Asesinadas (TMM, por sus siglas en inglés) y el reporte de la ONG Transgender Europe, del 2008 al 2015, el país alcanzó el promedio más alto de asesinatos a transgéneros y transexuales en el mundo. Según sus reportes, durante esos siete años, se cometieron 82 homicidios transfóbicos, alcanzando una tasa de 9.9 crímenes por cada millón de habitantes. Para dimensionar estas cifras, durante ese período, en Nicaragua apenas fueron asesinadas cinco personas trans.
A nivel nacional los registros carecen de precisión, ya que las organizaciones que monitorean estas muertes violentas, no cuentan con los recursos y las metodologías especializadas para verificar los datos. Por su parte, el Observatorio Nacional de la Violencia (ONV), no le da un seguimiento diferenciado a estos crímenes.
Los testimonios de las mujeres transexuales evidencian la situación, «el derecho a la vida es el principal derecho que se nos violenta. Recuerdo casos como el de la compañera Angie, como el de Britanny, como el de Michelle, el de Angie, el de Sherly, el de Débora… y así podría seguir mencionándolas. Otras han tenido que refugiarse en el extranjero, debido a la persecución que sufren por su identidad de género, donde los victimarios son grupos transfóbicos», comentó Michelle Díaz, oficial de monitoreo y evaluación de Cozumel Trans, una organización
que trabaja desde el 2011 por la defensa y la promoción de los derechos de esta comunidad.
Díaz explica que el desplazamiento forzado es cada vez más frecuente en las personas trans. De acuerdo a los registros de su organización, en los últimos ocho años, aproximadamente unas 250 personas LGTBI recibieron asilo en otros países para salvaguardar sus vidas.
«En un país donde la pobreza y la violencia son endémicas, la comunidad trans se encuentra en riesgo permanente de sufrir maltrato y acoso. La arraigada cultura patriarcal y el conservadurismo religioso contribuyen a crear una atmósfera de intolerancia que muchas veces engendra violencia. Las leyes que existen no son suficientes para proteger a las personas trans y, en algunas ocasiones, sirven de excusa para abusar de ellas», señala el informe realizado por HRW.
La homosexualidad en Honduras se despenalizó desde la constitución liberal de 1899, pero para las organizaciones de la comunidad LGTBI, después de 119 años, se ha avanzado poco en el establecimiento de un marco jurídico que adopte medidas necesarias para prevenir, impedir y penalizar la violencia, segregación, explotación y discriminación ejercida contra los grupos de la diversidad sexual.
«De hecho, hemos retrocedido en algunas cuestiones, por ejemplo se ha fortalecido el conservadurismo religioso y su influencia en un Estado que poco o nada defiende su laicismo; por otra parte, no vemos avances en el acceso a la justicia frente a los crímenes de odio, y tampoco nos reconocen legalmente nuestras identidades asumidas», comentó Rihanna Ferrera, coordinadora de la Red Cozumel Trans y excandidata al Congreso Nacional (CN) en las pasadas elecciones generales.
Actualmente las organizaciones trabajan conjuntamente en la discusión de una Ley Antidiscriminación, y en mayo del presente año presentarán al CN el anteproyecto de la Ley de Identidad de Género, la cual les permitiría el cambio del nombre y sexo en sus documentos identificatorios.
Con el respaldo de la Defensoría de las Personas de la Diversidad Sexual del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Conadeh), se estima que esa ley beneficiaría a unas 1,600 personas trans en Honduras. No obstante, las organizaciones LGTBI están conscientes que iniciativas de esta índole generalmente enfrentan oposiciones conservadoras que no solo obstaculizan las propuestas, sino que aprovechan las coyunturas para anular o derogar otros derechos de la comunidad.
Así ocurrió en 2004, cuando el Estado otorgó las primeras personerías jurídicas a tres organizaciones LGTBI, lo cual desató la reacción de grupos religiosos que lograron reformar los artículos 112 y 116 de la Constitución. Los cambios legislativos dejaron en firme la prohibición del matrimonio igualitario, la adopción de menores por parte de parejas homosexuales y la invalidez del reconocimiento de matrimonios o uniones de hecho entre personas del mismo sexo, celebrados bajo las leyes de otros países.
El entonces titular del CN y posterior presidente de la República (2010-2014), Porfirio Lobo Sosa, argumentó que la medida se adoptó para proteger a la familia hondureña, en vista de los privilegios concedidos anteriormente por el Ejecutivo a los grupos de la diversidad sexual.
«Lamentablemente en nuestro país todavía no podemos hablar de matrimonio igualitario, porque ni siquiera se ha garantizado el derecho a la vida», dijo Dennis Castillo, de la organización Casabierta, quien actualmente se encuentra refugiado en Costa Rica, tras recibir amenazas debido a su trabajo por la defensa de los derechos de las personas LGTBI en Honduras .
Pero no todos los pasos son hacia atrás. En 2013 la comunidad LGTBI logró la reforma de los artículos 27 y 321 del Código Penal, los cuales sancionan la discriminación y los crímenes de odio por motivo de orientación sexual e identidad de género.
También hay grupos religiosos que les apoyan, como la Iglesia Unida de Cristo, dirigida en Carolina del Norte por el pastor hondureño David Mateo, quien les asiste con obras y donaciones sociales. «Cualquiera otra iglesia se horrorizaría con este apoyo, ya que nos regalan hasta condones y lubricantes. En Honduras también encontramos espacios espirituales, nosotras vamos a una iglesia incluyente que predica la biblia para volver más evolutiva a la sociedad.
La pastora hace una deconstrucción de los textos religiosos, con lecturas menos patriarcales, donde la diversidad es la normalidad. En nuestro culto las personas son aceptadas sin distinción alguna», explicó Abraham Banegas, administrador de Cozumel Trans.
«A pesar de todas las adversidades, siento que la homofobia y la transfobia se reducen paulatinamente, antes yo pasaba por el mercado y me tiraban tomates podridos, ahora lo más frecuente son los piropos», comentó Rihanna Ferrera, quien recibió 15,600 votos como candidata legislativa en las elecciones de 2017.
Victoria actualmente cursa la carrera de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), además es la encargada de la defensoría de derechos humanos de la Red Cozumel Trans. Desde 2014 dejó las calles y el deseo de emigrar hacia Estados Unidos. Con-
fiesa que su sueño es cambiar de sexo. En Honduras, país binario para la diversidad sexual, se prohíbe esa cirugía. Pero ella repite con convicción que ese es otro reto por superar.
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