«Yo a veces he querido como ya no seguir», dijo el pastor Carlos Rovelo, quien es el líder espiritual de la Iglesia en las Calles y la figura de autoridad en el albergue del mismo nombre, propiedad de la iglesia, con capacidad para albergar diariamente a unos 200 migrantes, entre venezolanos, haitianos, cubanos, chinos y todos los migrantes en condición de vulnerabilidad que cruzan por Honduras. La iglesia funciona en la colonia Villa Nueva de Tegucigalpa, frontera con la colonia Honduras, en el Anillo Periférico en la misma ciudad.
Fotografía y texto: Fernando Destephen
Según los cálculos de la Iglesia en las Calles, al albergue están llegando unos dos mil migrantes cada mes. Desde hace tres meses, el pastor Rovelo presta las instalaciones de la iglesia para que funcione ahí el albergue de migrantes. En este tiempo han registrado unas siete mil personas, algunas de ellas ya están en tránsito en México, otras están estancadas en procesos en México y otras, dijo Rovelo, le han llamado por teléfono desde Nueva York.
La iglesia es aún un edificio en construcción, la reserva de agua es una piscina desmontable colocada en el lugar en el que algún día estará la cocina; una malla ciclón recubre la alacena y una vieja estufa eléctrica de dos hornillas y una cafetera son los únicos electrodomésticos. Ahí cocina el desayuno (huevos revueltos, mantequilla crema y pan blanco) Jorgeli Baldosa, una venezolana que viaja con su hija y su hermana. En su grupo hay ocho personas, de las cuales dos son niñas menores de 5 años. En el albergue solo se les ofrece la cena; el desayuno y el almuerzo depende de los migrantes, sostuvo Rovelo, quien explicó que esto es así porque los migrantes salen durante el día a vender dulces o a pedir dinero para continuar su ruta. En la planta baja del albergue, que pudo haber sido el parqueo, hay ropa de segunda mano, como una venta sin rótulo, ya que se le regala a los migrantes que no tienen nada o, si alguien pregunta, se vende.
En un cartel que cuelga del cuello de Josué Brito, un venezolano que se unió al grupo en el camino, hay una bandera de Venezuela y, debajo de ella, una leyenda que dice «La meta es Estados Unidos».
El grupo terminó el desayuno, dejó limpia el área común del segundo piso de la iglesia que se convirtió en el comedor y que luego será el área de descanso o entretenimiento, según se necesite. Cargaron sus mochilas, discutieron si la ruta debe ser hacia El Centro de Tegucigalpa, a 8.2 km, — lo que significa aproximadamente una con 40 min o 19 min en bus — o tomar una ruta al azar. El grupo escogió la segunda opción y comenzaron el camino.
Un bus estaba estacionado en la salida de las colonias Villa Nueva y Honduras. Junior Galindez y Josué Brito se acercaron a las personas que esperaban abordarlo y les pidieron una «colaboración para ajustar el pasaje». Según sus cálculos, necesitan mil dólares (unos 24 mil Lempiras) para salir de Honduras. Galindez migró de Venezuela hace ocho años y se fue a Chile de donde también migró «porque ya la vaina también se estaba poniendo ruda allá» contó Junior.
Caminamos por el anillo periférico y pasamos por la colonia Víctor F. Ardón. En una esquina, una joven esperaba transporte, Junior y Josué se le acercaron y le pidieron dinero. Al oír su acento, la jóven abrió su cartera y les entregó un billete de veinte lempiras. Los dos sonrieron agradecidos y continuaron su camino. Nos desviamos a uno de los pasos a desnivel construidos por Nasry Asfura, «Papi a la Orden», el exalcalde del Distrito Central. Son varios los pasos a desnivel que dividen las entradas a la colonia Honduras y al anillo periférico y a otros retornos hacia la colonia Kennedy. Pasamos la residencial Jacaleapa.
Adalay Sánchez y Luciana, de dos y un año y nueve meses respectivamente, y sus madres, Dayana Sánchez y Jorgeli Barbosa, se cubren las cabezas con mantas porque el sol revienta el pavimento, pero no impide que Joiner Miguel pierda el sentido del humor cuando se acerca con sonrisas a quien sea que pase para pedirle una colaboración.
Ya en el bulevar Kennedy, frente a una gasolinera, un vendedor de fruta les entregó dos racimos de bananos. Los repartieron, Joiner guardó los que quedaron en un compartimento de su mochila negra y siguieron el camino. Más adelante, alguien apareció con bolsas de agua y se las entregó. Joiner, Dayana, Alejandra, John, Jorgeli, Josué, Derguinson y Junior la bebieron sonriendo y continuaron pidiendo la colaboración para seguir el camino.
Tres personas comían en la terraza de un local de comida rápida. Josué se les acercó saludando con un buenos días, las personas indicaron que no, con un gesto que no necesita interpretación. El grupo se reunió en esta esquina para decidir el próximo paso en una agenda que se va haciendo según la resistencia física y el calor. De repente, alguien se acercó y les entregó 50 lempiras.
Seguir hasta El Centro o quedarse en La Kennedy, esa es la pregunta. Después de hablar no logran llegar a un acuerdo y seguimos la ruta en el bulevar Kennedy. El grupo, ya más cansado, se va distanciando en una fila con espacios cada vez más grandes entre ellos; algunos se quedan atrás, los de adelante esperan.
Llegamos a la primer entrada de la colonia Kennedy, unos empleados de la alcaldía, que utilizan el eslogan «Buen Corazón» en los chalecos que usan, pintan las líneas blancas de un paso de cebra – aunque ninguno de los conductores en los tres carriles lo respeten, es como si no reconocieran su existencia. Un empleado de la alcaldía que trabaja con el grupo se refugia del calor en la sombra de un poste. Joiner, mientras tanto, observa en silencio a los trabajadores.
Seguimos caminando, pasamos la terminal de los buses que van hacia Danlí. Parece una broma del destino, un recuerdo de su paso por la frontera en Trojes, cuando entraron al país. El grupo intentó resistir los golpes del sol y el cansancio de días caminando. «¿No me colaboran para seguir?», dijo Josué Brito a una pareja. El hombre sacó su billetera y le entregó un poco de dinero. Continuamos caminando. En este punto, todo lugar con sombra es una parada obligada. El agua se acabó hace un rato.
Otra vez la plática sobre detenerse en El Centro de Tegucigalpa o seguir caminando. Decidieron avanzar hacia el Centro Comercial Plaza Miraflores. Los migrantes van solicitando ayuda por donde pasan. Algunos capitalinos les ayudan, otros prometen «para cuando tengan», otros sólo los ignoran cerrando las ventanas de sus carros.
A las doce del día, la gente hacía fila en las ventas de comida, las polleras estaban llenas. En uno de los parques de la «Vida Mejor» – obras realizadas durante la administración de 12 años del Partido Nacional – compartimos un pollo, cuatro refrescos y casi 30 lempiras de tortillas.
Es aproximadamente la una de la tarde. El almuerzo transcurrió en silencio. Joiner Miguel se unió al partido de fútbol de dos niños; las niñas Adaday y Luciana jugaban en los deslizadores y los columpios con otros niños de la colonia, que a su vez jugaban con sus padres que los cuidaban.
La sombra de los árboles de mango refresca. Uno de los dos policías militares que cuidaban el parque observaba el movimiento del grupo de venezolanos que disfrutaba de las sombras y los juegos en el parque mientras intentaban conseguir el dinero suficiente para salir del país y seguir en esa ruta migratoria por el agujero negro de Centroamérica.
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