Por Josué Álvarez
Ese viernes fue el primero en por lo menos tres años en que el man del sombrero no llegó a la cancha. Yo no lo había notado, hasta que Toro preguntó:
—¿Ya vieron?
—Sí —dijo Káiser.
—¿Qué cosa? —pregunté, solo un segundo después.
—No me digás que no lo has visto —soltó Platero con voz irónica.
—No, no… No sé.
—Bueno… Que el maje del sombrero no ha venido.
—¡Qué paja! —reaccioné, incrédulo.
—Sí, chequeate y vas a ver.
Primero verifiqué que no estuviera en la grada de siempre. Luego repasé con la vista los lugares que había ido ocupando a lo largo de los años, cada vez más cerca de nosotros, hasta llegar a nuestra grada.
—Neta… —asentí, y chasqueé la lengua.
La verdad es que no sabíamos nada el man del sombrero. Solo que un día había aparecido en la cancha y que desde entonces no faltó. Las primeras veces que lo vimos estaba sentado muy cerca de la entrada. Creímos, como con otras caras frecuentes, que trabajaba en el lugar, o que era pariente del dueño de las canchas. Luego los empleados nos aclararon que no. También nos informaron, casi a modo de advertencia, que no jugaba al fútbol nunca y que solo llegaba los viernes por la tarde, al menos una hora antes de nuestro juego, y se iba un rato después que nosotros.
Al principio creo que a todos nos dio un poco de miedo, y estuvimos a punto de pedirle a Pelé, el administrador, que no lo dejara entrar. Pero desistimos: ni siquiera nos había dirigido la palabra, tampoco nos había seguido, decidimos que era inofensivo. Era más el ridículo que íbamos a hacer. Además, creo que ya nos habíamos acostumbrado a él.
Aunque quizá no tanto. Porque, a pesar de que a veces faltaba alguno de nosotros para completar el cuadro, nunca lo invitamos a jugar. Preferíamos echar la potra cuatro contra cinco, nos era indiferente que el otro equipo nos goleara. Lo importante era matar el rijio, no romper la tradición, decíamos.
La novia de Platero, que solía venir a vernos y estaba alertada sobre él, nos contó que en los partidos el man del sombrero seguía con la vista al Cuervo. Por eso siempre bromeábamos con que estaba obsesionado con él.
—Alto —advirtió Káiser—. ¿Por qué no ha venido el Cuervo?
—Falta media hora, vos —dije yo, para tranquilizarlo y tranquilizarme—. Calmate.
Platero intervino:
—Me escribió hace poco, dice que ya viene.
Respiramos tranquilos: no había de qué preocuparse.
Aunque no era algo que admitiéramos, desde que a Platero le habían matado al hermano tratábamos de que él supiera dónde estábamos. A nosotros también nos dejó nerviosos su muerte, los conocíamos a los dos desde el kínder.
Pensé que solo esperábamos a Cuervo. Pero aun cuando Cuervo llegó, seguimos viendo el portón, que recién lo habían pintado de rojo.
—¿Dónde dejaste al del sombrero? —bromeó Toro.
—¿Ya viste que no ha llegado? —le dije yo.
—¡Qué casaca! —dijo, sin dejar de revisar su mochila, buscaba los tacos, las medias y la camiseta—. ¿Dónde has visto que ese man no va a llegar?
—Fijate que no está —repuso Toro, y Káiser lo secundó.
Cuervo hizo el mismo procedimiento que yo, tratando de encontrar al man. Al pasar la vista por la última grada, se alzó de hombros:
—Y qué sé yo…, por ahí va a aparecer.
—Pardo, ¿hoy contra quien vamos a jugar? —me preguntó Káiser.
—Contra los del Banco.
—¿Qué Banco?
—BFH.
—Yo creo que esta vez les ganamos —se animó a decir Toro.
Reímos.
—Así dijimos la vez pasada… —Me burlé: aquella vez nos habían goleado por una docena—. Bueno, las últimas diez veces. Tal vez más.
—Solo tenemos que parar en seco al Flaco y al Colocho.
—Me contaron algo… —anuncié, e hice énfasis en lo que seguía—. Que no vienen.
—UY, UY, UY… —reaccionaron en coro.
—¡Entonces es hoy, papá! —voceó Platero.
—Ya si no les ganamos sin esos dos, no les ganamos nunca —concluí.
Los de BFH llegaron diez minutos antes, y, efectivamente, no venían sus jugadores buenos.
—¿Entonces? —preguntó Káiser—. Y el man del sombrero, ¿qué ondas?
—¿Creen que no llegue?
—No sé, la verdad —respondí por todos. Y luego advertí a título propio—: Hasta me preocupa que le haya pasado algo.
—Fijo está enfermo o algo así —apuntó Platero.
—Puede ser, a cualquiera le pasa.
—Miren. —Llamó la atención Cuervo. —Yo al man a veces lo veo por Plaza Cuba, y hoy estaba allí.
Era la primera vez que nos comentaba haberlo visto afuera. Como si hasta ese momento creyéramos que el man del sombrero solo existía en las dimensiones de la cancha.
—Ay, perra, o sea que se ven fuera de aquí —bromeó Káiser.
—No, para nada: al man lo veo ahí, de lejos, cuando voy en el bus para la U —reparó Cuervo, incómodo.
—¿Vieron lo del chavo del Carrizal? —pregunté para cambiar de tema. Luego me di cuenta de que había elegido mal la conversación.
Sin embargo, Toro no tuvo empacho en reaccionar:
—Oíme… ¡Cómo lo dejaron al loco ese! —Y se llevó las manos a la cabeza, como si sintiera el impacto de los veintisiete balazos que, según la policía, le habían dado al chavo.
—Sí, pobrecito —respondí arrepentido.
—Ahorita en la tarde hallaron otro —añadió Káiser.
—¿Otro? —cuestioné—, ¿no será el mismo?
Káiser negó:
—Ese fue en la San Miguel.
Cuando salía el tema, yo siempre recordaba lo que le había dicho a mi mamá un día, hacía unos ocho años: «Esto va a terminar, no pueden estar matando gente todos los días».
—No —dijo Platero, que se había quedado pensativo—. Yo digo que hay que ir a buscar al man.
—¡Como exploradores! —canturreé con voz infantil, y caminé unos pasos como cargando una mochila.
—No, no, yo digo en serio, qué tal y le pasó algo.
—N’ombre… —repliqué.
—Y no sos vos el que está diciendo que le pudo haber pasado algo —me recriminó—. Ese man nunca falta.
Entre risas nerviosas, hablamos de pasar por la esquina de las hamburguesas, entrar a la U y recorrer todo el bulevar. Por qué no.
En unos minutos —no sé cuántos, quizá cinco—, la sugerencia, que al principio creímos que era una broma, se fue tornando en nuestro ánimo en un proyecto serio.
—¿Y vamos a dejar a estos manes sin jugar? —cuestionó Káiser.
—Van a decir que nos cagamos —aseguré, y Toro me secundó.
—Sí, mejor quedémonos —pidió Cuervo—. Además, al man casi ni lo conocemos. Es un raro: ¿no se acuerdan que al principio nos daba miedo?
—Bueno… —insistió Platero—. Pero a mí me da pesar que al man le haya pasado algo. Qué tal y lo asaltaron o algo así.
Todos sabíamos que no era un asalto lo que temíamos.
—Eso sí —replicó Káiser.
—¡Hey! —gritó uno de los de BFH—. ¿Qué ondas? ¿Empezamos o no? Ya van veinte bolas de la cancha.
—Ya va —les grité también, haciendo señas de espera.
—¡Vamos, pue! —mandó animosamente Káiser.
Cuervo y yo nos impulsamos hacia la cancha, pero la voz de Platero nos detuvo:
—No sean majes, hombre, a la cancha no. A buscarlo al man.
Indecisos, nos miramos todos.
—No sé ustedes, pero yo me voy a buscarlo —decidió Platero.
—Pucha, man, pero mirá: ya está oscureciendo…
—No importa…
—Bueno —dijo por fin Toro—, yo te acompaño.
Los de BFH nos volvieron a llamar la atención.
—¿Y estos majes? —reclamó Cuervo.
—Que ahí se queden, de todas maneras —gruñí.
—Sí, vamos todos —nos exhortó Platero, entre animado y nervioso.
Perico, de los de BFH, se nos acercó. Primero se hizo el amable y preguntó si todo estaba bien. Después se quejó por el retraso, casi nos rogó que jugáramos. Pero cuando le explicamos brevemente lo que sucedía, no nos creyó, y de la rabia terminó tirando el balón afuera.
—Se cagaron —escuchamos que dijo.
—Que basuras estos majes —escupió otro.
Nos vimos de nuevo, en silencio, y por un momento quisimos bajarnos la mochila y jugar. Pero alguien —no recuerdo quién, quizá fue más de uno— rompió el silencio con un «algo le pudo haber pasado».