En Centroamérica, los liderazgos individuales, autoritarios y tóxicos como Ortega en Nicaragua o Bukele en El Salvador perpetúan ciclos de exclusión y abuso y cierran las puertas a alternativas más inclusivas y transformadoras.
Juliana Martínez Franzoni
En Cien Años de Soledad, la inolvidable Úrsula, matriarca de los Buendía, advierte: “Los hombres se acostumbran a la guerra, después no saben cómo salir de ella.” Su reflexión resuena hoy más que nunca, invitándonos a cuestionar los caminos que nos han llevado a un liderazgo basado en la confrontación y el abuso de poder. Pero, ¿es este el único modelo posible? ¿Podemos aprender algo de las experiencias y prácticas que históricamente han construido tantas mujeres en sus luchas por la justicia y la igualdad?
En esta Centroamérica nuestra, plagada de desafíos sociales y políticos, hemos visto cómo las sociedades depositan su confianza en liderazgos individuales, autoritarios y tóxicos. Bukele en El Salvador y Ortega en Nicaragua son dos buenos ejemplos que han contagiado a personas como Rodrigo Cháves, presidente de Costa Rica, quien en su investidura de “hombre fuerte” ha devenido en el “me como la bronca” como lema de gestión, reforzando un estilo que atropella diferencias y descalifica el diálogo. Este tipo de liderazgo no solo perpetúa ciclos de exclusión y abuso, sino que cierra las puertas a alternativas más inclusivas y transformadoras.
Estos pseudo héroes creen en el individualismo, el control, las verdades absolutas y la dominación como claves para mantenerse relevantes y populares, creando burbujas que aíslan toda disidencia. Si bien estas características han sido socialmente atribuidas a los hombres y entendidas como masculinas, las mujeres también pueden exhibirlas. Xiomara Castro en Honduras es un ejemplo de ello.
Del otro lado tenemos el liderazgo posheroico, uno guiado por la empatía, la construcción de comunidad, la aceptación sin vergüenza de la vulnerabilidad y la construcción de puentes para encontrar salidas. El poder de decisión, por tanto, es compartido y distribuido, basándose en la colaboración y la acción colectiva más que en el control individual. Este tipo de liderazgo surge del convivir e interactuar y su gasolina es la conexión y la influencia, no la imposición ni la fuerza. Además, asume la necesidad del aprendizaje colectivo: no todo está claro ni es siempre evidente cuál es el mejor camino a tomar.
A lo largo de la historia, han sido las mujeres quienes han convertido la adversidad en una fuerza transformadora, usando la empatía, la creatividad y la resiliencia como motores de cambio. Lejos de caer en esencialismos –es decir, de la idea de que las mujeres son genéticamente buenas–, ha sido la falta de poder individual el que a lo largo de la historia ha llevado a las mujeres – como también a la población afrodescendiente o indígena – a sumar esfuerzos.
Centroamérica está llena de ejemplos contemporáneos de liderazgo colectivo femenino.
En El Salvador, el Movimiento de Víctimas de la Represión (MOVIR), liderado por mujeres que han perdido familiares bajo el régimen de medidas de excepción, transforma el dolor en organización y lucha por la justicia. En Guatemala, el Movimiento de Mujeres Indígenas Tz’ununija’ empodera a mujeres indígenas, promoviendo su participación política y sus derechos sociales, económicos y culturales, demostrando cómo incluir voces diversas fortalece el tejido social. Y en Honduras, el Movimiento Amplio de Mujeres (MAM) aborda simultáneamente la violencia de género, los derechos laborales y la defensa ambiental, proponiendo soluciones que abarcan las múltiples opresiones que enfrentan las mujeres.
En resumen, la experiencia histórica de mujeres organizadas ofrece una riqueza de lecciones prácticas. Su liderazgo colectivo, construido en contextos de múltiples opresiones, no surge de privilegios individuales, sino de redes de apoyo y acción solidaria, demostrando que la opresión, cuando no fragmenta, une.
El liderazgo colectivo de las mujeres no solo inspira, sino que demuestra que hay alternativas al autoritarismo. Su capacidad para unir, construir y transformar ofrece maneras de hacer viables y deseables para enfrentar las crisis de nuestra región mucho más allá de los propios colectivos mencionados
Hoy las lecciones de esas mujeres y otros grupos oprimidos son fundamentales para imaginar y construir un mejor presente. No necesitamos comernos más broncas ni pulverizar a quienes piensan diferente, ni tildarles de todo lo feo que hay en este mundo. Necesitamos una idea amplia de “nosotros”, deshacernos de la idea de eliminar física o emocionalmente a quien piensa diferente… necesitamos más sentido de interdependencias y de comunidad.
Solo reconociendo que nuestras vidas están entrelazadas podremos avanzar hacia un mejor presente.
Es poco probable que quienes hoy acumulan poder y popularidad apelando a la violencia física y verbal, soñando con “likes” y aplausos efímeros, abandonen ese camino por iniciativa propia. Pero, ¿y los y las demás? Desde las experiencias ya existentes, podemos imaginar, exigir y construir un liderazgo diferente, uno que no dependa del atropello, sino que florezca y que gane en el diálogo, la empatía y el respeto por la diversidad. Se trata de escalar este tipo de liderazgos transformadores más allá de comunidades y agendas específicas. Es un camino largo y posiblemente lento… pero ¿qué otra alternativa hay?
Este artículo forma parte de Redactorxs Regionales, un proyecto de opinión de la Redacción Regional, del cual Contracorriente forma parte, para rescatar el debate y analizar los desafíos, retos y oportunidad de las mujeres y la población LGBTIQ+ en Mesoamérica.