Atravesamos una pequeña calle de tierra amarilla y de pronto desaparece lo distinto. Un paredón verde de unos dos metros de alto, muy tupido, crea una especie de túnel a los dos lados. Todo lo que nos rodea es caña de azúcar. Durante el entierro de Gems Joacin la melodía del viento en los cañaverales me parecía bondadosa, ahora siento que es una música más melancólica, como de otro tiempo. Pastor Wilson me dice que si se “navegara” por esta especie de mar verde sería posible cruzar los cerca de 200 kilómetros que separan Punta Cana de Santo Domingo. Es nuestro penúltimo encuentro y salimos por la mañana con la promesa de encontrar a Mikelson. Me sorprende que lo busquemos aquí porque una de las pocas cosas claras del vídeo borroso que me obsesiona hace casi un mes es que el policía lanza a Mikelson desde un tejado de un barrio urbano. Pero no le digo nada al pastor. Creo que mi guía me quiere mostrar algo más, el origen de todos los males de la comunidad haitiana, que tiene que ver con endulzar el mundo para los otros.
En 2024 el corte de la caña y su procesamiento se hace todavía a machete y fuerza de brazos, como en la colonia, cuando franceses y españoles eran los amos de la isla. La caña aún representa una de las actividades económicas que más requiere de haitianos en República Dominicana y una de sus principales actividades agrícolas.
En la época de la colonia los esclavos vivían en bateyes, guetos de barracones donde no se juntaban nunca con los dominicanos (batey es una palabra del idioma taíno, que hacía alusión al juego de pelota, pero cuando los europeos exterminaron a estos indígenas pasó a denominar este hogar de trabajadores agrícolas). Las plantaciones pasaron de manos de los colonos, al Estado Dominicano y después llegaron las grandes transnacionales, como Central la Romana, la mayor de todas, propiedad de los hermanos Fanjul, una familia de origen cubano que ha creado un imperio del azúcar desde Florida. Las condiciones para los haitianos, sin embargo, han cambiado poco.
El Gobierno de Estados Unidos a través de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP por sus siglas en inglés) emitió en septiembre de 2022 una orden de retención de liberación para impedir la llegada a ese país a todos los barcos con azúcar o sus derivados provenientes de Central la Romana. Investigaciones de diversas entidades internacionales encontraron 5 de los 11 indicadores que establece la Organización Internacional del Trabajo para establecer que en un lugar hay condiciones inaceptables y abusivas para los trabajadores. Central la Romana negó las acusaciones de los investigadores norteamericanos, que detectaron en su exploración desde trabajo infantil hasta trabajo forzado, palabras modernas para nombrar algo muy parecido a esa gran maldición del pueblo haitiano: la esclavitud.
Llegamos al Batey la Romanita, una especie de isla de árboles que rompe la monotonía del mar verde. Un grupo de niños juega fútbol en un pedazo de tierra. “Mira, Juan, ahí está el Real Madrid”, me dice Pastor Wilson, y suelta una gran carcajada.
El batey está bajo un letargo. Varios hombres en cuclillas nos miran fijamente y algunas mujeres salen de los 14 barracones despintados. Un anciano nos llama con la mano, habla suave y en una mezcla de español y francés. Nos cuenta, mientras mueve la boca en un masticar fantasma, que luego de 53 años de trabajar en el batey no le han pagado su pensión. Oficialmente los trabajadores de la caña ganan 15 mil pesos al mes, equivalente a 283 dólares americanos. Sin embargo, no hay trabajo todo el año y en muchas ocasiones se les paga según el peso de la caña cortada. Con esta paga es muy difícil ahorrar para la vejez, sin pensión estas personas quedan a expensas de la bondad del batey y sus bateyanos, y a merced de la empresa y el apartheid.
Un grupo de ancianos que vegetan a la sombra de un antiguo barracón me cuentan que luego de perder la fuerza para blandir el machete en la zafra (temporada de corte) por décadas, Central La Romana los despidió y se niega a pagar indemnizaciones. Una mujer muy mayor me pide que le dé algo de dinero para comida y me muestra con una sonrisa lastimera que ya hace ratos perdió su dentadura. Otra mujer suplica al Pastor Wilson por ayuda. Le dice que su marido murió luego de trabajar más de 40 años en los cañaverales. Dice que delegados de la empresa le han visitado y le han dicho que posiblemente tenga que irse, ya que la casa que ha habitado toda su vida podrían necesitarla para nuevos trabajadores.
La escena tiene un aire espectral, pero todo indica que aquí tampoco encontraré a Mikelson, el fantasma que llevo buscando un mes. De pronto veo una especie de aparición.
Un autobús nuevísimo pasa muy rápido por la calle frente al batey dejando una estela de polvo amarillento tras de sí. Cuando pregunto a quienes lleva ese bus, y a dónde van o de dónde vienen, a los haitianos parece habérseles olvidado el español. En creole le dicen al pastor Wilson que son los norteamericanos. Le pido que insista y solo logra sacarles dos palabras: “Norteamericanos” y “vudú”.
***
Una noche de agosto de 1791, mientras tronaba en el cielo una tormenta eléctrica, una mambo o sacerdotisa vudú de nombre Fatiman lanzó un llamado hacia el cielo, a los loas africanos, y hacia abajo, a los guede, los muertos ancestrales. Las manos de hombres y mujeres negros hacían sonar los tambores como truenos en un lugar cerca de Cabo Francés, ahora Cabo Haitiano, en la parte francesa de la Hispaniola. Fue en esa noche que el sistema esclavista empezó a agonizar.
Cientos de esclavos negros huyeron de las plantaciones y se juntaron en un lugar perdido entre los montes, un lugar donde los extintos taínos, asesinados por los españoles y por las plagas que ellos traían consigo, veneraban a esos dioses que murieron con ellos. El lugar se llamaba Bwa Kayiman, o Bois Caimán, cuya posible traducción sería “bosque de los caimanes”.
La ceremonia la dirigía, además de la mambo Fatiman, Dutty Bokman, uno de los próceres de la independencia haitiana, un esclavo liberto que había llegado desde Jamaica y que, empapado de esas ideas francesas de libertad y igualdad entre las personas, pronto lideró a esa gran masa encolerizada de africanos raptados y sus descendientes.
Esa noche la mambo Fatiman sacrificó a un cerdo negro y los presentes bebieron su sangre y juraron acabar con los amos blancos. La tradición histórica dice que los loas bajaron por un gran árbol. Papa Legba, con todo y sus perros, abrió el panteón y luego bajaron Shangó, Debehlla, Achun; también el señor de la guerra y de los fierros Ogun, y el señor de los bosques y de los árboles Loko. Los loas venían acompañados de un ejército de guedes, los muertos ancestros. Aquella multitud, sintiendo la fuerza de esos dioses ofendidos que viajaron con ellos desde África, en los barcos europeos, se lanzaron machetes y punzones en mano sobre las plantaciones de caña.
No todos los esclavos venían de los mismos lugares, ni hablaban las mismas lenguas, pero sus prácticas rituales eran similares y sus dioses referenciaban a un mismo universo religioso. Así se entendieron. A golpe de tambor. Esa noche de agosto de 1791, en una de las grandes Antillas del Caribe, miles de esclavos pasaron por fierro a aquellos que les robaron la libertad, a los que trataron de convertirlos en animales.
Regreso a las plantaciones de caña para desentrañar el misterio del autobús blanco. Esta vez viajo solo. El interminable mar verde y los cascarones de viejos camiones juegan con la mente y me parece que he viajado al pasado, a un pasado etéreo, como desolado.
Pregunto por los norteamericanos y por el vudú, las dos palabras que le dijeron a Pastor Wilson el otro día. Pregunto con seguridad, como si supiera de lo que hablo, aunque en realidad no tengo idea.
Las respuestas de los extrañados haitianos me llevan hasta la parte trasera de un nuevo batey. Camino un poco y me encuentro con una vieja duela para peleas de gallos que parece abandonada y donde ahora juegan a las luchas cuatro niños casi esqueléticos. Hay algunas casas de madera con tejados macilentos de lata. Varios hombres jóvenes se me acercan, les digo las mismas dos palabras y uno mira un reloj en su muñeca. “Ya casi, a las 3 vienen”, me dice uno de ellos, y me señala una de las chabolas de madera con pinturas rojas y negras. Toco esa puerta y aparece un hombre viejo. Adentro hay tambores rituales, candelas, botes de talco para bebés, machetes y botellas de licor. Es un altar vudú, o parece serlo.
El anciano me dice que debo esperar a la dueña, que no pude dejarme pasar. Mientras esperamos se reúne un pequeño grupo de curiosos a ver de cerca al extraño que ha llegado haciendo preguntas. Me dicen que salir del batey es muy peligroso ahora que han arreciado las deportaciones. Varias personas han salido a comprar comida y no han vuelto jamás. Les pregunto por su comida diaria, me dicen que la dieta en el batey se reduce a yuca, arroz y plátano. Nunca juntos los tres. Le pregunto a una mujer mayor si comen de esa forma monótona los tres tiempos y me mira desde la frontera de la indignación y el enojo: “¿Tres tiempos? ¡Comemos una vez al día!”.
En ese momento aparece una camioneta. Desentona como desentonaría un refrigerador en un desierto. De ella se baja la bruja Margarita, así se presenta. Es una mujer dominicana, pequeña, de unos 50 años. Al principio me increpa, pero se calma cuando le digo que soy un periodista interesado en el vudú. Luego de charla y algunas preguntas suspicaces me invita a pasar al cuarto rojinegro.
La bruja Margarita me cuenta que esta casa es de ella y que organiza todos los días un show de vudú para turistas extranjeros. Me dice que cobra 150 dólares al día por organizar aquello y que ella le da algunos pesos a un grupo de bateyanos para que toquen tambores y monten el show. Me dice que el verdadero negocio no es de ella, a ella la subcontrata un alemán de nombre Norbert. Él organiza tours para europeos y norteamericanos. Les lleva a playas, a restaurantes y a un río. A las tres de la tarde los trae acá con la promesa que les mostrará algo único, muy pocas veces visto por blancos: un ritual vudú auténtico que justo se está llevando a cabo ese día.
Poco antes de esa ahora aparece un jeep. Es la hija de la bruja Margarita, una morena hermosa de labios carnosos que viste con jeans y una blusa ombliguera. En las caderas y el cuello luce tatuajes muy vistosos. Conversamos sobre cómo elige ella las indumentarias que va a usar en el show, me dice que las escoge ella misma según su criterio. Su madre la regaña y le dice que debe cambiarse rápido porque los turistas están por llegar. Regresa disfrazada, parece una miscelánea de símbolos con un puñado de collares, pulseras y pañuelos. Su madre enciende candelas y pone sillas. Tres ancianos bateyanos se ubican en sus posiciones, frente a grandes tambores, y uno de ellos se disfraza de bokó con la misma tónica que la muchacha. “Vamos a decir que eres mi sobrino porque Norbert me va a preguntar. Acuérdate que este es su negocio”, me dice la bruja Margarita, y me ubica a su lado, atrás de los hombres y los tambores.
El autobús blanco llega puntual. Son unos 50 turistas. Son todos blancos y visten de playa. Norbert es un hombre de unos 70 años. Es calvo y va vestido de camisa roja, shorts marrones y sandalias playeras.
Los cinco hombres comienzan a tocar los tambores para poner ambiente y los turistas se van sentando en las bancas mientras toman fotos y vídeos de aquel montaje. Los oficiantes son cinco bateyanos. Tres son ancianos que la empresa cañera desechó sin indemnización y los otros son hombres jóvenes y corpulentos que tocan un ritmo monótono en el tambor. Norbert comienza a explicar en alemán y francés y los turistas asienten y abren la boca, sorprendidos. Dirige el evento como si él mismo fuera un bokó y arrebata de las manos de un anciano unas maracas y las toca para su clientes. En medio arde un fuego y la hija de la bruja Margarita se mueve en una danza caótica, como si estuviera en trance, simulando ser montada por algún loa. Norbert invita a los turistas a tocar ellos mismos los tambores y las maracas. Entonces aquella gente blanca, aun con arena de playa en la sandalias, bailan, sin ningún atisbo de ritmo, bailan y tocan los tambores.
Al observar la escena recuerdo al bokó Winston Pierre, el sacerdote vudú que me dio casi una cátedra de historia haitiana y quien me explicara con gran paciencia la “biografía” de más de diez loas africanos. Ni siquiera me dejó tomarles fotos a sus fetiches por miedo a ofender a esos loas. Recuerdo también los más de diez bokós y ungans que Moisés, mi primer guía del ferrocarril subterráneo haitiano, me llevó a visitar, que traen sus fetiches desde Haití metidos en ataúdes, escondidos de la policía dominicana entre mercadería y a los cuales no dejan acercarse ni a sus propios familiares.
En ese momento, a inicios de esta investigación, tenía la esperanza de que esta parte del ferrocarril, quizás la más oculta de todas, me llevara hasta Mikelson. El vudú, al igual que gran parte de las religiones de origen africano, han sido prácticas de resistencia, una forma de llevar su hogar allá donde llegaron, y una forma de ser fuertes en algo que las cadenas no pueden atrapar, y sigue siéndolo en este nuevo apartheid. Según la Constitución de República Dominicana, existe libertad de culto, pero en la práctica el Estado persigue al vudú como parte de la persecución de todo lo haitiano.
“Policía desmantela choza utilizada por nacionales haitianos para hacer trabajos de hechicería y brujería en Cabarete, Puerto Plata”, publicó la página oficial de la policía nacional el 12 de septiembre del 2023. Según esa misma publicación “el brujo” Papallo mantenía en constante zozobra a los habitantes del barrio con sus ritos. En marzo de este año la policía subió un vídeo a Instagram y X donde desmantelan un altar. Quien graba el vídeo se escandaliza al sacar dos ataúdes usados con fines rituales. “Esto parece un cementerio”, dice. Luego de destrozar la choza y sacar todo a la calle, los agentes le prenden fuego. “A la casa no le prendemos fuego porque ahí dentro están los hijos del brujo”, dice uno de los policías mientras al fondo una piña de niños negros observan, temerosos, la hoguera con el ajuar sagrado de su padre.
Según me comentó en una entrevista el periodista venezolano radicado en República Dominicana, Simón Rodríguez , perseguir el vudú haitiano es uno de los pilares de la identidad dominicana y una forma más de generar una distancia entre “nosotros y los otros”. En la dictadura de Leónidas Trujillo se dictó una ley que prohibía expresamente la práctica del vudú en territorio dominicano. Esta ley —a pesar de ser una gran contradicción ya que en la constitución está consignada la libertad de culto— sigue en vigencia y los intentos por derogarla han sufrido ataques tanto desde la comunidad evangélica como desde varias trincheras políticas.
Luego de una hora de un calor asfixiante, los exhaustos ancianos del batey paran de tocar los tambores y los alegres veraneantes europeos paran, por fin, esos movimientos frenéticos y sin ritmo que llaman bailar.
Por un momento me dan deseos de tomar la palabra y decirles que tienen mucha suerte de que esta gente necesite tanto esos centavos, decirles que hace 233 años, en esta misma isla, miles de personas parecidas a estos ancianos, despedazaron a machete y palos a gente muy parecida a ellos. Quisiera decirles que las razones son similares: quisieron matarles su cultura y su libertad. Aquellos con látigo y cadenas; estos a fuerza de billetes.
Pero no lo hago, mejor salgo a toda prisa en mi camioneta. El misterio del autobús blanco está resuelto: todo parece indicar que el problema no es el vudú si no quién lo practica, quién lo baila.
Yo estoy aquí buscando otra cosa.
Pastor Wilson conduce su camioneta chueca la mañana del 26 de octubre de 2024. Parece alegre, aunque este hombre debe lidiar todos los días con las denuncias y los llamados de auxilio de la población haitiana en esta punta bonita de la isla. Yo apenas he estado poco más de un mes en esta investigación y ya se siente el peso abrumador de las decenas de mensajes y llamadas de personas desesperadas. Llaman contando siempre algún horror, pidiendo una ayuda que muchas veces es imposible darles. Mandan vídeos terribles en donde hombres y mujeres negros están en el suelo, siendo vapuleados, enjaulados o gritando enardecidos en el escalofriante Centro Vacacional de Haina. Siempre sufriendo, siempre perdiendo. Estos vídeos y estas quejas seguirán llegando a mi teléfono aún después que me vaya de esta isla, cada vez más crudos.
El propio Pastor Wilson será arrestado por la policía dentro de dos días. Un grupo de uniformados llegará a su casa a las 11 de la noche del 28 de octubre y lo sacarán esposado, a empujones, frente a sus hijos. Pasará la noche en la incertidumbre de la celda y saldrá libre por la mañana pues, según contará luego, lo acusaron de estafa pero sin especificar a quién ni bajo qué mecanismo. Ese día de su liberación recibirá amenazas de muerte, y pensará en huir de Punta Cana. No lo hará, el ferrocarril subterráneo que protege hasta donde puede a los haitianos debe seguir operando, siempre en las sombras, siempre perdiendo todo, siempre ganando poquito.
Este es mi último día de reporteo en República Dominicana, y ya he dejado de insistir al pastor que me lleve donde Mikelson, ese hombre lanzado desde un tejado por un policía. Su tragedia llegó a mí en forma de vídeo unos días antes de venir a este país. En ese momento se volvió una obsesión, pensé que sería tan escandaloso como aquel donde se ve cómo casi matan a Rodney King, o aquel otro donde un policía asfixia a George Floyd. “I can’t breathe» (“No puedo respirar”), decía. Ardió Los Ángeles por Rodney King en 1992 y tembló Estados Unidos por Floyd en 2020. Por Mikelson no, por Mikelson no habrá calles tomadas, ni carros incendiados, ni titulares. Quizá, ante los ojos del mundo, no todas las personas valen lo mismo. Quizá mi obsesión por hallar a este hombre resultará fútil en un país donde cientos de miles son Mikelson. Busqué una gota, luego me di cuenta que la buscaba en el mar.
Hoy, de nuevo, me dejo llevar. Hoy Pastor Wilson sonríe y su sonrisa es contagiosa. Está contento porque consiguió que un hospital le diera una faja ortopédica para un hombre con las costillas rotas. Entre tanta tragedia, este hombre rudísimo ha aprendido a alegarse con las pequeñas victorias de esos que siempre pierden: salvar a una niña de la muerte luego que su madre fuera deportada, conseguir medicina para curar una cesárea infectada, lograr cupo en el hospital para un hombre desollado, lograr sepultar en un cementerio a un hombre asesinado por la policía.
En el camino, me dice que no entiende por qué su gente es tan odiada en este país, siendo ellos quienes históricamente les han producido la riqueza, ya sea en los cañales, los cafetales, los campos de tabaco, las fábricas textiles o construyendo hoteles en Punta Cana. Hace varios días, mientras buscábamos el cadáver de Gems Joacin en el barrio Matamosquito, un colaborador suyo me dijo: “Es como que hubiésemos criado un cachorro de león, dándole la mejor leche, y ahora viene sobre nosotros, a comernos”.
Entramos por los callejones de tierra de un barrio cercano a Matamosquitos. En una de las casas de madera y lámina a los costados nos espera el hombre al que Pastor Wilson va a entregar la faja ortopédica para sus costillas rotas.
—¡Juan, te presento a Mikelson! —me dice entusiasmado mientras pone su mano gruesa sobre el hombro del muchacho.
Mikelson tiene en la cara una expresión asustadiza y aún no se desprende de ese brillo en los ojos que tienen los niños. Apenas tiene 19 años. En una mano, carga el mismo chaleco que tenía cuando los primeros días de octubre del 2024 unos policías dominicanos lo lanzaron desde un tejado. No habla español y el pastor Wilson debe traducir.
Ese día Mikelson se preparaba para ir a la construcción de un hotel en la zona turística de Punta Cana y se había puesto ya su chaleco reflectante cuando escuchó gritos. Varias camionetas estaban cazando haitianos en el barrio. Escuchó cómo le daban patadas a la puerta de su cuarto de lata. La puerta todavía está destrozada. El cuarto entero se estremecía y abrió una ventana de madera contigua a su cama para escapar. Salió por ella, como otros haitianos de la cuartería salieron también por sus ventanas, y comenzaron a trepar. Lograron subir al techo, pero detrás de ellos un policía subió también. “¡Cógelo, cógelo!”, recuerda Mikelson que gritaban los agentes de abajo.
El policía cogió a su vecino pero este se le escapó de entre las manos y corrió buscando saltar a otro techo. Mikelson no pudo, quedó atrapado entre el borde del tejado y el policía. “¡Tiralo, tira acá al haitiano!”, gritaron los policías de abajo, así que el uniformado lo tomó del cuello y del cinturón y lo lanzó. Mientras esto pasaba una mujer lo grababa todo y lloraba y exclamaba: “¡Baba, Baba, lo mataron!”.
Lo que no grabó es que entre el techo y el suelo había una maraña de cables eléctricos medio sueltos. Mikelson cayó sobre ella y ralentizó la caída. Luego el golpe contra el suelo. Quedó inconsciente. Los policías lo dejaron ahí y se fueron.
Sus vecinos lo recogieron, le lavaron el rostro y le inmovilizaron la espalda. Se comunicaron con un pastor de nombre Wilson que es parte de una gran red de haitianos en este país y él logró llevarlo a un hospital y salvarle la vida. La mujer del vídeo se lo pasó a un conocido, que se lo pasó a otro y este a otro hasta llegar ante los ojos de quien esto escribe.
Mikelson nació en un pueblo cerca del río Artibonito, en el sur de Haití. Se vino sólo, sin su familia y sin conocer a nadie, a trabajar a este país hace un año. Otros compatriotas suyos le dijeron que en la zona de Punta Cana los dominicanos contratan haitianos sin importar el estatus migratorio. Mikelson se vino, pues, igual que otros miles de mikelsons, a trabajar en Dominicana mientras la policía los caza.
Mikelson camina doblado, tiene varias costillas rotas y un montón de lesiones menos graves pero igual de dolorosas. De aquí en adelante será todavía más difícil para él construir hoteles en esta parte sureña de la isla la Española, donde el último sistema de segregación racial de las antillas aprieta sus tuercas sobre una población pobre y desesperada. El policía que lo lanzó de un tejado le jodió la única herramienta con la que cuenta en su vida: su cuerpo. Las tuercas se siguen apretando. El ferrocarril sigue caminando. Haití continúa agonizando. Mikelson duerme cada noche con la ventana abierta.
FIN.
* Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).