Seguir jugando, del libro «Marca de nacimiento» de Laura Díaz

Mañana cumpliré diez años, es verano y estoy jugando en el patio trasero de mi casa. Estoy sola, no hay ruido a mi alrededor. Me concentro en la culebra que se esconde entre la hierba; ya la había visto antes y me daba mucho miedo, pero hoy decidí que la cogería por la cola y luego, con todas mis fuerzas, le arrancaría la cabeza. Tengo muchas ganas y ella lo sabe, sabe que ya no le tengo miedo, sabe que yo estoy aquí acechándola, porque ella me ha acechado a mí. Es más pequeña de lo que me imaginé, es gris y saca su fina lengua constantemente. Estoy lista para cogerla, pero los fuertes pasos de mi madre espantan a mi presa, que se fuga despavo­rida, perdiéndose ante mis ojos. Mi madre corre a mi alrededor, huyendo de los insultos de mi padre; insultos que, como siempre, se convertirán en golpes… eso tampoco me asusta, lo he visto muchas veces.

Me desilusiono y oriento mi atención a la persecución, tan común para mí. Sin embargo, puedo notar que esta vez es diferente: los ojos de mi padre están nublados por la ira, que percibo con facilidad y que me causa mucha inquietud, ya que pocas veces lo he visto así. Mi madre entra a casa apresuradamente, ya sabe lo que le espera. De repente, sin pensarlo, salto la valla del patio de mi casa, y corro hacia la estación de policía, que queda a dos calles, justo a 504 de mis pequeños pasos. Ya lo he hecho tantas veces que sé exactamente en dónde debo poner los pies para hacerlo lo más rápido posible; antes corría gritando «auxilio», pero ahora corro sin respirar, el tiempo pasa más lento cuando no respiro y así mi madre tendrá unos segundos más de vida antes de que él le meta una paliza.

Llego a la comisaría; afuera, donde siempre están los oficiales, no hay nadie: es la hora del almuerzo. Me entra el miedo. Ingreso a las oficinas muy rápido, pero en silencio. Soy una niña pequeña, por lo que los adultos no notan mi presencia. Grito con todas mis fuerzas: «¡Mi padre matará a mi madre!», pero nadie me escucha, nadie me responde, mis esfuerzos no sirven de nada, nadie me contesta; grito nuevamente, nada sucede.

Soy una niña que no se rinde fácilmente, pero esta vez empiezo a creer que no podré hacer nada. Así, voy perdiendo la esperanza, hasta que veo, a la altura de mis ojos, en la esquina del escritorio de uno de los oficia­les, un arma, sí, es una pistola, estoy segura de eso, aunque nunca había tocado una, ni siquiera había visto una tan cerca. Miro a mi alrededor y sigo estando sola. A la hora de la comida todo este pueblo se detiene, y eso no resuelve mi problema. Tomo el arma, salgo de la oficina y deshago los 504 pasos. Los voy haciendo lo más rápido que puedo, esta vez no pude lograrlo sin respirar, tuve que tomar aire en el 112, y luego seguir con la marcha. Nadie me ve, nadie me sigue, nadie me detiene… y yo sola no puedo detenerme.

Llego a mi casa. La puerta de enfrente está abierta, como es costumbre. Entro y veo que el escenario que se repite semanalmente está peor que nunca, sabía que esta vez iba a ser diferente: mi padre empuña el machete, ensangrentado, con el que ha cortado las piernas a mi madre, que se retuerce de dolor en el suelo intentando escapar, pero el charco de sangre no le permite avanzar. Mi padre grita y grita cosas incoherentes, absurdas, palabras vacías sin contenido, que no se entienden; con todas mis fuerzas empuño el arma pesada, y planto mis pies sobre el suelo, a sus espaldas. 

Tengo mucho miedo, como la culebra del patio, pero no tengo opción, mi madre tampoco la tiene, no sé si saldremos de esta.

Apunto, usando mi vista perfecta, y disparo; el ¡bam! es tan fuerte que me quedo sorda por unos segundos, bajo mis brazos pesados, abro la puerta de enfrente y salgo corriendo, sudando y jadeando, cada uno de los 504 pasos, esta vez no pude aguantar la respiración. La estación de policía sigue vacía, entro y me dirijo al escritorio para devolver el arma, no soy una ladrona. Regreso a casa caminando, respirando y sin contar los pasos, ya que me siento más tranquila. Me salto la valla del patio y busco la culebra, pero sin éxito, supongo que ha huido. Así que juego con mis muñecas y mi casa de barro, los oídos me dejan de zumbar, las piernas me dejan de doler y me doy cuenta que me muero de la sed. Voy al grifo a tomar mucha, pero mucha agua; aprovecho a lavar mis manos, negras de la pólvora quemada. Lavo mi cara sudada y noto la sangre que se escurre en el desagüe, siento alivio cuando me doy cuenta que no es la mía. Escucho con toda claridad las sirenas de la ambulancia y veo los carros de la policía que se aproximan a mi casa; al fin han dejado de comer, me imagino que les interrumpí la siesta eterna que se toman cotidianamente ante mis problemas y los de mi madre. Estoy agotada, pero debo continuar jugando.

Este es un fragmento del libro «Marca de nacimiento», escrito por la hondureña Laura Díaz y  publicado por Íbero Ediciones en 2025.

Sobre la autora
Ama de casa y madre de dos, intentando encontrarme o desahogarme por medio de la escritura. Hondureña de corazón, lectora de lo que me gusta y amante de los deportes. Actualmente vivo en Riyadh cuestionando diariamente el feminismo, la democracia y el amor monógamo occidental.
Comparte este artículo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

    Recibe el boletín sin anuncios. Ingresá aquí para concer planes y membresías

    This form is powered by: Sticky Floating Forms Lite