Mañana cumpliré diez años, es verano y estoy jugando en el patio trasero de mi casa. Estoy sola, no hay ruido a mi alrededor. Me concentro en la culebra que se esconde entre la hierba; ya la había visto antes y me daba mucho miedo, pero hoy decidí que la cogería por la cola y luego, con todas mis fuerzas, le arrancaría la cabeza. Tengo muchas ganas y ella lo sabe, sabe que ya no le tengo miedo, sabe que yo estoy aquí acechándola, porque ella me ha acechado a mí. Es más pequeña de lo que me imaginé, es gris y saca su fina lengua constantemente. Estoy lista para cogerla, pero los fuertes pasos de mi madre espantan a mi presa, que se fuga despavorida, perdiéndose ante mis ojos. Mi madre corre a mi alrededor, huyendo de los insultos de mi padre; insultos que, como siempre, se convertirán en golpes… eso tampoco me asusta, lo he visto muchas veces.
Me desilusiono y oriento mi atención a la persecución, tan común para mí. Sin embargo, puedo notar que esta vez es diferente: los ojos de mi padre están nublados por la ira, que percibo con facilidad y que me causa mucha inquietud, ya que pocas veces lo he visto así. Mi madre entra a casa apresuradamente, ya sabe lo que le espera. De repente, sin pensarlo, salto la valla del patio de mi casa, y corro hacia la estación de policía, que queda a dos calles, justo a 504 de mis pequeños pasos. Ya lo he hecho tantas veces que sé exactamente en dónde debo poner los pies para hacerlo lo más rápido posible; antes corría gritando «auxilio», pero ahora corro sin respirar, el tiempo pasa más lento cuando no respiro y así mi madre tendrá unos segundos más de vida antes de que él le meta una paliza.
Llego a la comisaría; afuera, donde siempre están los oficiales, no hay nadie: es la hora del almuerzo. Me entra el miedo. Ingreso a las oficinas muy rápido, pero en silencio. Soy una niña pequeña, por lo que los adultos no notan mi presencia. Grito con todas mis fuerzas: «¡Mi padre matará a mi madre!», pero nadie me escucha, nadie me responde, mis esfuerzos no sirven de nada, nadie me contesta; grito nuevamente, nada sucede.
Soy una niña que no se rinde fácilmente, pero esta vez empiezo a creer que no podré hacer nada. Así, voy perdiendo la esperanza, hasta que veo, a la altura de mis ojos, en la esquina del escritorio de uno de los oficiales, un arma, sí, es una pistola, estoy segura de eso, aunque nunca había tocado una, ni siquiera había visto una tan cerca. Miro a mi alrededor y sigo estando sola. A la hora de la comida todo este pueblo se detiene, y eso no resuelve mi problema. Tomo el arma, salgo de la oficina y deshago los 504 pasos. Los voy haciendo lo más rápido que puedo, esta vez no pude lograrlo sin respirar, tuve que tomar aire en el 112, y luego seguir con la marcha. Nadie me ve, nadie me sigue, nadie me detiene… y yo sola no puedo detenerme.
Llego a mi casa. La puerta de enfrente está abierta, como es costumbre. Entro y veo que el escenario que se repite semanalmente está peor que nunca, sabía que esta vez iba a ser diferente: mi padre empuña el machete, ensangrentado, con el que ha cortado las piernas a mi madre, que se retuerce de dolor en el suelo intentando escapar, pero el charco de sangre no le permite avanzar. Mi padre grita y grita cosas incoherentes, absurdas, palabras vacías sin contenido, que no se entienden; con todas mis fuerzas empuño el arma pesada, y planto mis pies sobre el suelo, a sus espaldas.
Tengo mucho miedo, como la culebra del patio, pero no tengo opción, mi madre tampoco la tiene, no sé si saldremos de esta.
Apunto, usando mi vista perfecta, y disparo; el ¡bam! es tan fuerte que me quedo sorda por unos segundos, bajo mis brazos pesados, abro la puerta de enfrente y salgo corriendo, sudando y jadeando, cada uno de los 504 pasos, esta vez no pude aguantar la respiración. La estación de policía sigue vacía, entro y me dirijo al escritorio para devolver el arma, no soy una ladrona. Regreso a casa caminando, respirando y sin contar los pasos, ya que me siento más tranquila. Me salto la valla del patio y busco la culebra, pero sin éxito, supongo que ha huido. Así que juego con mis muñecas y mi casa de barro, los oídos me dejan de zumbar, las piernas me dejan de doler y me doy cuenta que me muero de la sed. Voy al grifo a tomar mucha, pero mucha agua; aprovecho a lavar mis manos, negras de la pólvora quemada. Lavo mi cara sudada y noto la sangre que se escurre en el desagüe, siento alivio cuando me doy cuenta que no es la mía. Escucho con toda claridad las sirenas de la ambulancia y veo los carros de la policía que se aproximan a mi casa; al fin han dejado de comer, me imagino que les interrumpí la siesta eterna que se toman cotidianamente ante mis problemas y los de mi madre. Estoy agotada, pero debo continuar jugando.
Este es un fragmento del libro «Marca de nacimiento», escrito por la hondureña Laura Díaz y publicado por Íbero Ediciones en 2025.