Los silencios del duelo supuran

Por Vale Ramos

¿Qué hacemos cuando sentimos tristeza y no hablamos de ella? ¿Qué se hace cuando el duelo se va cargando en los hombros en medio de las rutinas? Duele tanto que intentamos evitarlo en todos los sentidos: lo escondemos, lo enterramos, lo olvidamos, lo ignoramos, pero llega un momento en que el dolor nos mira de frente, y tenemos que hacernos cargo de este sentimiento.

El duelo no es precisamente un tema placentero y cotidiano y, hasta cierto punto, resulta incómodo de hablar, a pesar de ser un proceso que todo ser humano enfrenta y seguirá enfrentando. Es una experiencia universal de la que, seas quien seas, no puedes escapar ni de vivirla ni de sentirla a flor de piel.

El duelo no ocurre solo por la muerte o el luto, también surge ante cualquier final significativo en nuestras vidas. Puede ser una ruptura amorosa, la pérdida de una amistad, un trabajo, un estilo de vida, metas no cumplidas, proyectos inconclusos o tratamientos fallidos. Nos enfrenta a preguntas para las que quizá no estamos listos, dispuestos ni felices de responder:

¿Quiénes somos cuando atravesamos el duelo?
¿Qué será de nuestra vida?

¿Será este dolor para siempre?
¿Qué pude haber hecho diferente?
¿Por qué me pasa a mí?
¿Por qué duele tanto?

A pesar de ser una experiencia universal, cada persona lo atraviesa de manera distinta. En mi caso, tuve que enfrentar el duelo por una muerte. Durante 27 años, fui solo una observadora distante de las pérdidas; me había enfrentado a muertes, pero nunca había vivido una tan cercana como la de mi prima Marcela. 

Nadie nos prepara para experimentar las partidas, nadie nos enseña qué sentir ni cómo hacerlo cuando un ser querido muere. No existen palabras que puedan expresar la tristeza que nos invade, especialmente cuando la familia sufre en silencio, y esta habla poco de la muerte; es un tema que todos pensamos, pero que nadie se atreve a expresar.

La muerte llega sin ser llamada, entra cuando nadie la imagina y se siente de golpe.

Ninguno de nosotros pensó que terminaríamos pasando el 24 de diciembre llevándole flores, en un cementerio, en lugar de celebrarlo juntos. Nadie imaginó que aquella sería la última vez que la veríamos con vida y que este suceso cambiaría toda la dinámica familiar y de vida.

Porque, ¿cómo iba a morir en vísperas navideñas? ¿Cómo iba a morir ella, la persona que marcó mi infancia y adolescencia? Tenía mi misma edad. Muchos de mis rasgos y gustos actuales existen gracias a ella. ¿Cómo podía ser que, teniendo toda una vida por delante, el cáncer se la arrebatara sin pensarlo dos veces?

Los primos en un resort. Tela, Atlántida. Septiembre de 1999.

A este duelo no le había dedicado muchas palabras y, para ser honesta, tampoco había querido pensarlo. Pero, cuando la vida de alguien acaba, la de quienes quedamos sigue, y ese es uno de los motivos por los cuales he sufrido en silencio y en soledad. Aun así, sabía que, en algún momento, tendría que explorarlo y sobrellevarlo.

Pensé que, al no hablar de ella ni enfrentar su muerte, de alguna manera podría resguardar cada rastro de su existencia. Como si reprimir el dolor y esconderme en rutinas diarias la mantuvieran guardada, presente, viva, conmigo y con nadie más. Por eso hacía todo, menos enfrentarla.

Rutinas programadas,
penas no expresadas.
La muerte se esconde
en sombras calladas.

Rutinas impuestas,
pensamientos pospuestos,
trabajos pragmáticos,
suspiros tragados.

Rutinas pesadas,
pesar de la ausencia,
dolor postergado,
silencio y dolor.

Por no querer enfrentarme a la muerte ni saber cómo sobrellevar el luto, me he dado cuenta de que he manejado mi proceso de duelo de manera desordenada y cíclica. Ha sido un duelo extraño, un vaivén de avances y retrocesos. He saltado de la negación a la aceptación, luego a la ira y el enojo, para después negociar conmigo misma y encontrar algo de tranquilidad. Finalmente, caigo en la depresión, salgo de ella y, al final, llego a aceptarlo… solo para volver al ciclo. Es tan difícil no querer estar consciente de nuestro sentir, no querer enfrentar el duelo, no saber cómo manejarlo y, además, no tener una red de apoyo, precisamente por la misma razón: evitarlo.

¿Esto es sentir dolor?

¿Sentirlo de forma desordenada y desbordada?

¿Sentir caos y calma, amor y dolor, sentirlo todo?

Pensé que estaba haciendo mi duelo de manera consciente. Pero, a medida que pasaba el tiempo, comencé a darme cuenta de que me sentía cada vez más perdida, estancada, frustrada, llena de cosas por hacer y sin terminar, con responsabilidades del trabajo y actividades sociales forzadas, porque no quería enfrentar el dolor y el silencio, ni ver las cosas como eran.

Hasta que un día de octubre, como era de esperarse, por su cumpleaños, la herida empezó a supurar.

Me di cuenta de que no pude cerrar esa herida. Todo comenzó a recordarme a ella: lugares por donde pasaba, cada floristería, cada girasol, canciones, los animes, los doramas, el ramen, los girasoles, el color morado, las Polly Pockets, las tazas chinas de porcelana… Mi mente  redireccionaba todo hacia ella, y sabía que el mes de octubre guardaba su nombre. No íbamos a celebrar su vida; en cambio, íbamos a recordar su ausencia.

Mi cuerpo ya no podía seguir batallando para no sentir la herida, la crudeza de no querer sentir tanto. Perdí la batalla que yo misma me autoimpuse y tuve que enfrentarme a reconocer que todos los recuerdos compartidos con ella y mi familia necesitaban emerger para poder sanar.

Guardar el dolor cansa. Me siento agotada, no duermo bien, mi atención está dispersa, tengo frío todo el tiempo.

Las vivencias me acompañan. Tu recuerdo, Marcela.

Valeria Ramos y Marcela Arita. Tela, Atlántida. Septiembre de 1999.

El recuerdo, por mucho tiempo, lo sentí como mi propio enemigo ante el duelo, porque me hizo aferrarme al dolor de manera negativa. Se vuelve tan latente y adictivo el no querer olvidar. Tenía la desesperación de recuperar todos los momentos donde conviví con ella, de memorizar todos los lugares que compartimos, de buscar todas las razones por las cuales me marcó la vida. Y este mismo recordar me hizo sentirme tan culpable por no aprovechar más el tiempo juntas, sabiendo que, en tus últimos años, no fuimos tan cercanas. El verdadero enemigo fue el tiempo, limitándonos de compartir más y mejor.

¿Cuántas lágrimas le he dedicado a tu ausencia?
¿Cuántos lamentos ocultos sostengo?
¿Cuántos llantos silenciosos llevan tu nombre?
¿Cuántos recuerdos surgen sin previo aviso?

¿Cuántas flores me recuerdan de tu esencia?

Sí, afrontar el duelo es uno de los procesos más dolorosos que me ha tocado vivir, especialmente porque con mi familia lo hemos enfrentado de manera silenciosa e individual. No tocamos mucho el tema, a veces se escuchan fragmentos de historias con tu nombre, se te menciona con delicadeza y lo hacemos de forma superficial porque nos duele. Pero ese es el proceso del duelo: hacer que todas las fibras de tu nombre se toquen, aunque incomode, y que tu ausencia nos haga sentir todas las tristezas acumuladas, tan intensas que no podemos ignorarlas. que tu recuerdo no nos permita quedarnos estancados en el pasado, en los «hubiera» y las culpas, para que, en algún momento cercano o lejano, podamos transformarlas y soltar el miedo a tu pérdida, para poder apreciar lo inolvidable que fue ser parte de su vida.

Al duelo le he dado el sinónimo de batalla, pero creo que simboliza todo lo contrario. Gracias al duelo, nos hacemos amigos de la muerte de un ser querido. Hablamos con ella, lloramos por ella, nos enojamos con ella, negociamos términos y condiciones, y finalmente llegamos a aceptarla. No hay tiempo suficiente para que la muerte nos enseñe a superar aquello que jamás dejaremos de amar, pero algo que debemos aprender de ella es valorar, en vida, todo lo que existe: valorar a nuestra familia, amigos, conocidos, y el tiempo que les brindamos.

Tengo que soltar tu muerte
para abrazar tu vida.

Tengo que enfrentar tu ausencia
para crear cercanía.

Tengo que llorar fuerte

para guardarte en mi memoria,
Marcela.

El luto y el duelo vienen con una recompensa: apreciar la vida, con todo y su muerte; conocernos de nuevo sin su presencia; valorar la memoria cuando la presencia ya no sea la misma; honrar la resiliencia y abrazar la tristeza. Ser capaces de enfrentarnos a los días malos, sabiendo que, en algún momento, el tiempo acomodará todo y lo hará digerible. Apreciando la vida a través de los que no están, por medio del recuerdo y la memoria.

No puedo escapar más de esto: el duelo es, y seguirá siendo, parte de mi paleta emocional. Me acompañará el resto de mi vida, y aunque preferiría que no fuera así, elegiré recordar lo bonito que fue quererla y compartir con ella. Reconozco y aprecio que, como yo, hay muchas personas que la encuentran diariamente en los lugares y objetos más cotidianos. Ese es el poder de la vida, porque detrás del duelo está el amor. Afortunadamente, si hoy sigo en duelo, es también porque la amé y la amaré siempre, porque conocí la felicidad a través de ella. Tengo una vida por delante, y siempre estará en ella.

¿Cómo mantenemos la memoria?
¿Cómo la conservamos?
¿Cómo la recordamos?
¿Cómo la transformamos?
¿Cómo la sostenemos?
¿Cómo la anhelamos?

Tu universo está lleno de flores, Marcela

Acerca de
Valeria Ramos Rodezno (Tegucigalpa, 1995) es psicóloga con experiencia en proyectos de impacto social, colaborando con la RDS, la OIM y el Grupo de Sociedad Civil. Apasionada por la escritura, el arte y la cultura, ha publicado artículos en El Milenio y gestionó su propia página titulada Té Cognitivo. Actualmente, se especializa en recursos humanos, con un enfoque en reclutamiento y asesoría en adquisición de talento.
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3 comentarios en “Los silencios del duelo supuran”

  1. Arlette Moncada

    Hay no Valería que Bello!!! Me hiciste llorar y recordar a mi Hermano Fredal y sabes una cosa el Duelo pasa, pero el Amor hacia las Personas que ya no están eso Crece Día a Día y Dios se encarga de enviar a Nuestras Vidas Personas que a través de Ellos vemos a los que ya no están, Te Quiero Mucho Valería!!!

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