Sobre sueños y begonias

 Por Juan Diego Napky

Mamá, a nadie le cabe el mundo en la cabeza. Ni siquiera a los que nos han forzado a comprender a destiempo esta vida de adultos. Y aunque mis afirmaciones pudieran trenzarte los sentimientos, con ellas no pretendo un bombardeo, sino dedicarte una obertura inspirada en mi camino hacia la cicatrización.

Aquella mañana me despertaste más temprano de lo usual. Actuabas extraño, como si algo de muchísimo valor se te hubiera perdido. Aparte, tu voz de sirena enferma y tus ojos hinchados advertían todo lo que tenías en tu interior. Pero vos sabés que uno de cipote no hace las de psicólogo. Así que me limité a preparar mis cosas en silencio.

Agarramos las calles de siempre para llegar a la parada pública. Estando ahí, papá dijo que él me llevaría al colegio porque vos tomarías otra dirección. A los minutos llegó nuestro bus. Me abrazaste para decirme adiós, me diste un beso mocoso en la frente mientras me repetías que me amabas y te despediste, por última vez, de mi corazón de pómez.

Desde entonces no volví a saber de vos. Te lo digo, para mí fue como verte desaparecer como el conejo de un mago. Papá aguantó lo más que pudo. Primero mencionó que te habías ido de viaje con tus comadres. Después salió con que trabajarías por un buen rato en la ciudad. Mintió y mintió cada vez que le preguntaba por tu regreso. Hasta que la falta de razones lo obligaron a confesármelo todo. O bueno, pudo haber sido también el cargo de conciencia.   

En ese momento era un chigüín de once. Recuerdo que él me platicó de unos coyotes y un sueño. Yo, a esas alturas, de coyotes solo sabía lo básico: que su archirrival era el veloz correcaminos. De ese sueño no había escuchado nada, sin embargo, él encontró la manera de explicarme en español sencillo la magnitud de lo que hiciste para ofrecerme un futuro con otro tipo de oportunidades.

Pero mi corazón no lo interpretó así. Me costaba comer y me iban aplazando en todas las materias. Fue una época dura, sin muchas palabras entre nosotros, pues los dos te extrañábamos, y te juro que lo seguimos haciendo.

Papá, en su desesperación de formarme el carácter, me hincaba en maicillo. Lo hacía con tanta frecuencia que llegué a pensar que en mis rodillas fértiles se había sembrado alguno de los granos, y que de repente, mis extremidades inferiores se convertirían en dos milpas.

Por varias noches me despertaba sudando como un puerco y me revisaba las piernas para ver si seguían allí. La estaba pasando tan mal que un día, cuando el resto salió al recreo, tuve que quedarme en mi pupitre, por lo inseguro que me sentía de mí mismo.

Profe Begonia, la maestra del grado, se sorprendió al encontrarme solo en el aula de clase. Al ver que estaba llorando, corrió para socorrerme. Cuando me abrazó, me resquebrajé como un huevo que impacta el suelo. No pude evitar contarle la falta que me hacías, que tu ausencia calaba hasta en el pelo y que tenía miedo de quedar despiernado. Ella se dedicó a escucharme mientras me acariciaba las rodillas.

Terminé de hablar, limpió mi rostro con sus yemas arrugadas y me abrazó como lo hiciste vos en tu despedida, mamá. Al despegarnos me dijo que conocía mi dolor mejor que cualquiera porque ese estúpido sueño –que al parecer lo comparten muchos– condujo a su único hijo a las fauces metálicas de La Bestia. Conversamos hasta que sonó la campana, y antes de que los compañeros regresaran al aula, me prometió tres cosas: que me acompañaría en tu búsqueda, que iba a cuidarme en el recorrido y que mis piernas crecerían más largas que las de ella.

Para serte franco, costó asimilar que alguien decidiera ocupar tu vacío. Fue algo que me confundió durante mucho. Pero no mintió, mamá. La profe Begonia estuvo con nosotros en nuestros cumpleaños, en los viajes que se organizaban en las diferentes oficinas y organismos del país para darle seguimiento a tu caso, en los instantes en los que quería abandonar mis estudios porque trabajaba para apoyar a papá. Estuvo incluso las veces que te despreciaba por el hecho de hacerme sentir menos que un bulto de basura. Estuvo, mamá, y nunca dejó de estarlo.

Con el tiempo te dejamos de buscar porque las enfermedades comenzaron a mermarla sin clemencia; pendiente escarpada de la cual no quiero entrar a detalles… Y, como era de esperarse, llegó un punto en donde el cruel tic tac de su cronómetro empezó a sonar cada vez más fuerte.

La tarde antes de que emigrara hacia otros terrenos colocó una de sus manos sobre mi muslo, sonrió y me dijo que, adonde sea que estuviera, mandaría una señal al encontrarte. Poco después ya dormía bajo un manto de lodillo y zacate. Y sí, su partida dolió igual o peor que la tuya.   

En todo lo que uno rumia mientras atraviesa el duelo de un ser tan cercano inferí que sus últimas palabras salieron como consecuencia de algún episodio de delirio. ¿Acaso no era violentamente injusto que ella me pidiera que siguiera viviendo a la expectativa, mamá? ¿Aún después de tanto? ¡Y ahora a la expectativa de asuntos de fantasmas! Ante ese absurdo, opté mejor por sacarle provecho a la situación y darle fin de una vez por todas a tu capítulo. Y yo de ingenuo me la creí.  

Al cumplirse un año de no tenerla con nosotros fuimos a visitarla con un ramo de flores que le hacían honor a su nombre. Nomás llegamos, papá señaló su tumba con cierto grado de perplejidad. «Qué raro», me dijo, «de estas no crecen en los cementerios». Cuando vi que se trataba de dos milpas gigantes, caí de rodillas, contemplé el cielo y lloré tanto como para regar los susurros de la primavera que decoraban cada una de las cruces puestas en ese lugar.

En eso, mamá, cuando ya más o menos se me liberó la garganta, quedé viendo a papá y le dije con la voz entrecortada:

–Viejo, nos han mandado a decir que la hallaron en las nubes.

–¿Nos qué a quién en las nubes? –respondió mirando hacia arriba–. Mejor vámonos antes de que nos caiga un aguacero. Estás quedando loco, muchacho.

Me levanté, mamá, y mientras me sacudía los pantalones para limpiar la tierra combinada con pétalos de begonias que se habían pegado en ellos, entendí que por fin había llegado el momento de sanar y perdonarte. 

 

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* Cuento ganador del primer lugar en el concurso «Historias de Aprendizaje», organizado por el sello editorial Cimientos, Dirección de Programas Especiales de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, 2024.

Sobre
Juan Diego Napky (Tegucigalpa, 1996) es abogado, máster en economía y finanzas, escritor, atleta y amante del arte en sus diversas manifestaciones. Ha sido reconocido con el primer y segundo lugar en las XI y XIII ediciones del Concurso de Ensayo «Roberto Ramírez», convocado por el Banco Central de Honduras. También recibió una mención honorífica en la XII edición del Concurso de Cuentos Cortos Inéditos «Rafael Heliodoro Valle» organizado por Diario El Heraldo, y fue galardonado con el primer lugar en el concurso de cuentos «Cimientos», auspiciado por la Universidad Pedagógica Nacional, Francisco Morazán. Sus trabajos también han sido publicados en las plataformas digitales de El Milenio y Contracorriente.
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1 comentario en “Sobre sueños y begonias”

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