Por Eva María Castillo
Portada: Persy Cabrera
Apenas cabían tres cuerpos delgados en el reducido espacio de 2 X 2 metros. Aquellos pequeños cuartos pintados de amarillo curtido conservaban el polvo de cuatro generaciones de expertos domadores de leones. Sus paredes, como testigos silenciosos e indiferentes, exhibían los oxidados clavos donde un día colgaron galardones en todas las ciencias habidas, cuadros enmarcados, estatuillas, diplomas, medallas, condecoraciones por desempeño, y fotografías de algún experto domador que con su partida no dejó más que pequeños aportes en polvo, recibos de luz, solicitudes de permisos y escasas pertenencias innecesarias para su vida de jubilado. En los travesaños de las puertas, donde el rodo de pintar no alcanza, el azul, amarillo, blanco hueso de pinturas pasadas se hacía visible únicamente al ojo contemplativo de un nuevo joven ocupante, advirtiéndole de la infame condena de su trabajo.
Es en los fríos inviernos de fin de año cuando los 2 X 2 se transforman en minúsculas morgues donde entre pláticas se cuentan terroríficas historias de domadores convertidos en almuerzo; mutilaciones de manos, piernas y brazos en su iniciación; sangrientas escenas de leones en celo atacando a otros leones, pero es el relato de Goliat el que siempre coronaba las pláticas. Goliat fue un joven león que terminó siendo asesinado y descuartizado por su domador, por no obedecer en medio de una función la orden de saltar. Goliat y todos sus descendientes fueron asesinados frente a los demás leones en una especie de fusilamiento colectivo. Su cabeza fue expuesta como galardón en el único pasillo que conecta seis oficinas 2 X 2. Desde las alturas finge ser un recordatorio para que nunca más un león vuelva a rebelarse.
En una de esas tardes invernales, cuando el silencio reina, dos jóvenes domadores de leones cruzaron sus miradas al salir cada uno de sus 2 X 2. Sus cuerpos perfectamente moldeados en sus trajes ajustados sugerían todo tipo de acto lascivo, dotados de sexualidad, cada una de sus cinceladas partes producían embeleso y más de un codazo ante la imprudente mirada fija en sus protuberantes formas masculinas. Eran un manjar para el pensamiento.
Al conectar sus miradas un resplandor impúdico reflejado en cada uno de ellos les delató. El encuentro era casual, pero su amor no. Era un amor dispuesto a la fidelidad, el respeto, la entrega plena y el trillado «hasta que la muerte los separe», dicho una y otra vez en esta sociedad acostumbrada a los finales predecibles. Fue la espontaneidad del encuentro, en el que temblorosos lograron la calma con un fuerte, estrecho e íntimo abrazo lleno de ternura y sinceridad. Conteniendo sus pulsiones sexuales y sin decir una palabra, cada uno recordó que no puede ser, que por muchas banderas que se desplieguen, se firmen tratados y se grite en las calles, ellos son y serán domadores de leones. El ojo de Goliat se quedó expectante desde las alturas, mientras en los pequeños cuartos 2 X 2 reinó de nuevo el silencio.