“¡La policía ha matado haitiano! ¡Corre!”
Dice el pastor Wilson por teléfono.
20 minutos después hago mi mejor esfuerzo para seguirle por las carreteras oscuras del Punta Cana profundo. El pastor maneja un pick up Nissan Frontier del 2005, o lo que queda de él. Parece que el carro renquea porque le han acomodado llantas más grandes de un lado, pero de todos modos lo pone a 120 kilómetros por hora. Son casi las 12 de la noche de un jueves y la ciudad está poseída por la fiesta como casi todas las noches. Cerca de los paraísos de playa festejan los turistas europeos, estadounidenses y algún que otro latinoamericano de dinero. En los colmados (tiendas) de los barrios festejan los dominicanos tomando cerveza fría y escuchando música a altísimos decibeles. Pero en el barrio de Matamosquitos, del sector de Fiusa, los haitianos se han convertido en una masa inconforme, colérica, porque la policía subió al cerro y mató.
Nos recibe una turba de hombres jóvenes que forman casi una pared humana topando uno de los callejones de Matamosquitos, la parte más austral y pobre del barrio. El pastor Wilson ha hecho para él y sus colaboradores gorras con un bordado dorado que dice “Derechos Humanos”. Lo que me habían contado de él en Santo Domingo se parece bastante a la realidad. Wilson es un hombre robusto, de hablar fuerte y de tono grave. Tiene 46 años. Nació en República Dominicana de padres haitianos que vinieron en los años 50 a trabajar la caña de azúcar. Es dueño de un pequeño negocio de pollo frito, y se dedica además a hacer investigaciones particulares como investigador privado y machaca con denuncias a fiscalía, policía y migración. Aunque no tiene ningún cargo oficial, los haitianos le reconocen como un líder.
Soy el único acá que no soy negro, y los haitianos se ponen agresivos al verme bajar del carro. Creen que soy dominicano. Pero el pastor les habla fuerte, en una mezcla de creole y español. “Journalista internacional, es el journalist internacional calme, calme”, les dice casi a modo de regaño. Me pego a él, lo más cerca que puedo, y avanzamos.
Un túnel humano se abre hasta dejarnos frente a Gems Joacin. No lleva ni dos horas de haber sido asesinado por agentes de la policía dominicana. Tiene al menos tres tiros en el pecho, posiblemente uno en el cuello y aún tiene los ojos abiertos. “Mire, acá están los hoyos de los tiros, si es que se los pegaron desde cerca”, dice Fifa, una líder comunitaria haitiana, quien con su vozarrón logra poner cierta calma sobre un mar agitado de hombres jóvenes. Fifa hace a un lado la sábana blanca que le ha puesto a Gems para salvaguardar la intimidad de su muerte, y casi mete el dedo por los agujeros para mostrarme que efectivamente por ahí pasó una bala.
Ella cuenta, y su relato es corroborado por al menos 150 personas que afirman con la cabeza y muestran vídeos, que la policía subió a capturar haitianos para deportarlos, que lo han hecho varias veces esta semana, y que eso generó una especie de pequeña revuelta en la cual Gems Joacin se llevó la peor parte. Me explican que hace pocos días han pagado en la mayoría de obras de construcción de Punta Cana, donde trabajan la mayoría de migrantes haitianos. Dicen que en estos días las indeseables visitas policiales son más frecuentes y más voraces. Aseguran que les piden dinero a cambio de no ser llevados y entregados a migración.
Esta noche, alrededor de las 23:00, al ver la patrulla policial, la gran mayoría corrió, otros se encerraron en sus chabolas de lata a esperar que la oscuridad y el silencio los escondiera, otros cogieron esas armas que usan los pobres cuando se encabronan: piedras. Gems Joacin no hizo ninguna de estas. Cuando la policía lo mató tenía las dos manos ocupadas. Venía de comprar diez pesos de hielo, dos jugos de sabor y tres panes para cenar en el colmado de la esquina a unos 60 metros del cuarto de lata que alquilaba para vivir solo. Cuando llegamos su última compra todavía está a centímetros del charco de sangre que salió de su boca, pero los panes y los jugos pronto desaparecen. No solo la policía azota al barrio, también la pobreza, también el hambre.
Fifa y los demás aún se refieren a él por su nombre, aún es él, no eso. Fifa, el pastor Wilson, los otros cuatro líderes que le acompañan, y la masa indescifrable de gente del barrio, creen que la policía subirá a llevarse el cuerpo. Dicen que es lo común, que ha pasado otras veces. El pastor Wilson, que aceleró su carro patojo porque tenía la esperanza de encontrar vivo a Gems Joacin, ahora se concentra en salvar sus restos, y con esto, dice, su identidad. “No vamos a dejar que lo boten en una vereda, como si fuera basura”, me dice con la cólera en la cara, con el gesto del guerrero. Aquel mar de hombres jóvenes insiste en que la policía quiere el cuerpo, me dicen en el mejor español que pueden conjurar que van a subir por Gems. Todavía le llaman por su nombre. Un grupo coge piedras y palas y se prepara. Van a defender a Gems. Están decididos a que no lo vuelvan cosa.
La voz de megáfono de Fifa logra controlar esta marea de testosterona iracunda. Parece una madre regañando a su hijos. En esta zona del país, donde es la construcción lo que más ocupa a la comunidad haitiana, hay muchos más hombres que mujeres; en su mayoría jóvenes. Obedecen a esa madre postiza pero esa sangre es sangre joven, y eso mezclado con la muerte y la indignación son tormentas que no amainan fácil. Un grupo comienza a soltar patadas a una puerta de lata y hay un conato de violencia caótica. No saben a quién pegar, así que se pegan entre ellos. Pero Fifa y su voz profunda de fierros viejos, nuevamente logra que el mar amaine. Entre ella y el pastor Wilson hacen un ejercicio de escuela primaria. “Si viene la policía, la medicina legal, vamos a estar tranquilos ¿verdad?”, y la multitud responde un “seee” que transmite más violencia que paz.
Un pick up pequeño y viejo se asoma por los callejones. Lo manejan dos haitianos jóvenes y musculosos. “Venimos a traer un cuerpo, nos manda la policía”, dicen. Aquello suena como dos groserías, dos malas palabras en el barrio Matamosquitos. Entonces empieza, es un sonido extraño, como el que hace un león justo antes de rugir. Sale del pecho, justo arriba del estómago de aquella gran criatura que forman los haitianos. Los dos hombres se congelan. Fifa y Pastor Wilson les dicen que se vayan, que se vayan rápido. Antes que el sonido se convierta en otra cosa y en el barrio haya dos cuerpos más. Los dos muchachos se van con su pick up, pero el barrio entero ahora confirma su temor: la policía quiere el cuerpo.
El pastor hace llamadas sin parar y en menos de una hora está acá una pequeña minivan con el logo de una funeraria. Dos hombres montan bruscamente a Gems, que ya se va poniendo rígido.
El pick up patojo del pastor y mi carro rentado escoltan el cuerpo de Gems a toda velocidad por calles de tierra y charcos con una premura que nada tienen que ver con la solemnidad de la muerte.
Al salir del barrio nos detiene un retén policial. Son dos patrullas con al menos siete agentes. El líder comunitario que viaja conmigo como copiloto se lleva las manos a la cabeza. “Es una emboscada, quieren el cuerpo”, dice. Nos piden bajar a todos de los vehículos. Sacan a Pastor Wilson de su carro cojo y me piden de malas formas a mi bajar también.
Me ven con temor, no se esperaban foráneos por acá. Hago un ejercicio de blof que bien puede salir mal. Digo lo más alto que puedo: “Buenas noches, prensa internacional. ¿Quién está a cargo de este operativo? Lo necesito acá ahora mismo”. El policía joven frente a mí balbucea, me dice que él no es el jefe, que el jefe no está ahí, que vaya al cuartel. Les dice algo a los demás y se suben a la patrulla. Ven el cuerpo, le toman fotos pero no se animan a llevárselo frente a mi cámara, que ya he encendido. Así que le ordenan al conductor de la minivan seguirlos hasta el cuartel.
El pastor ganó, todo lo que pueden ganar los que siempre pierden. Será más difícil que boten ahora el cuerpo. Ya está grabado y ya ustedes saben su nombre. Todo indica que gracias a la labor de los líderes haitianos, Gems Joacin, el obrero de la construcción que salió de algún lugar del Artibonit, en Haití, alrededor del año 2004, siendo muy joven, buscando una vida mejor, seguirá siendo él y no eso.
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Solo en los últimos tres años Punta Cana, el territorio donde Pastor Wilson resiste a las autoridades, ha recibido a un aproximado de nueve millones de turistas. Este lugar ha materializado el concepto de “paraíso tropical” y es por mucho el lugar más lujoso de las Grandes Antillas. Originalmente conocida como playa de los borrachos o playa de los pescadores, fue fundada a finales de los años 60 por un grupo de empresarios estadounidenses que vieron el potencial abrumador de ese pedazo de edén. Desde entonces se han construido más de 70 mega resort de lujo, con campos de golf y playas privadas, y cientos de hoteles de menor envergadura. En total hay disponibles 44,000 habitaciones para acoger veraneantes.
El magnate dominicano Óscar de La Renta quedó embrujado por las aguas cristalinas y decidió construir acá una mansión privada y un hotel, el Tortuga Bay, que es considerado como el lugar más lujoso de toda la isla de La Española. Lo mismo hizo el romántico cantante español Julio Iglesias, quien también construyó una mansión frente a una de las calas de arena blanca y agua turquesa. Punta Cana atrae a las celebridades como la miel a las hormigas. Por acá han pasado Shakira, Marc Anthony, Rihanna, Jenifer López, Justin Bieber y un rosario de grandes empresarios de todo el mundo. Pero este paraíso no solo es para famosos y millonarios. Miles de norteamericanos y europeos llegan en los cruceros todos los días y las discotecas y bares hacen que cada día y cada momento parezca sábado por la noche.
Todo este crecimiento acelerado, todas esas construcciones, necesitan materializarse en columnas, techos y vigas, y esas cosas no se arman solas, el dinero aún no tiene ese poder sobre los elementos. Más de 111,000 haitianos han llegado o han sido llevados por las grandes constructoras para volver esas ideas de grandeza algo tangible, según cálculos de investigadores locales. Los turistas también necesitan personas que reciben a los bañistas y les ofrecen una toalla limpia al salir del mar o la piscina, alguien que arregle sus cuartos y sirva sus langostas. La gran industria del turismo ocupa al menos a 54,000 haitianos, según un estudio del Instituto de Migración de República Dominicana.
Las mismas personas que son perseguidas por las políticas de Abinader son esenciales para varios sectores económicos del país. Por eso los comerciantes de varios mercados se han manifestado en contra de las grandes deportaciones, dicen estar vendiendo menos de la mitad de sus productos por la ausencia de compradores haitianos. Se quejan también en el sector agropecuario, sobre todo los bananeros y cañeros. Incluso el ministro de Vivienda, Carlos Bonilla, ha aceptado que las deportaciones afectan gravemente el sector de la construcción. Todos hacen girar sus quejas en lo mismo: las deportaciones hacen que los trabajadores escaseen y esto deprime los procesos productivos y de consumo interno. El tema de derechos humanos no pasa a un segundo plano, ni a un tercero ni a un cuarto. No está sobre la mesa.
Un día de octubre, al final de la tarde, cuando el sol parece sonrojarse sobre un mar azuloso, una pareja de norteamericanos se casa sobre la playa. La gente de su hotel se ha encargado de acomodar altar y mesas para unas fotos perfectas. El hombre, un afroamericano de casi dos metros, le pone el anillo a su esposa justo cuando la tarde pinta su última escena. Más adelante un grupo de modelos son fotografiadas mientras posan orgullosas, imposibles, con el gesto de las divas en el rostro. Es hora agradable y un grupo de familias francesas flotan en las aguas mansitas del Caribe. Atrás, en la arena, cuidando las cosas de los bañistas, acomodando las tumbonas, entregando toallas y sirviendo el champagne de la boda están los haitianos, siempre haitianos, siempre atrás, siempre viviendo en las los cerros, como Matamosquito, en donde ellos pueden hacer sus chabolas en pisos de tierra y techos de lata. Unas horas después de esta boda, la policía matará a Gems Joacin.
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Mi primer encuentro con Pastor Wilson se produjo tres días antes del asesinato, cuando estaba a 40 minutos de Punta Cana. El día anterior me había confirmado escuetamente por teléfono lo que Rony me había dicho: Mikelson estaba vivo, bajo su resguardo, y me guiaría hacia él. Pero el teléfono volvió a sonar por otro motivo. “Tienes que venir, acá tengo un caso terrible. Estoy en el hospital con un muchacho que… mejor ven, acá te muestro”
En el Hospital general Nuestra Señora de la Altagracia, al fondo de un pasillo, separado del resto de enfermos, se lamentaba Wikey, el hombre desollado.
En el área donde estaba Wikey no se permiten visitas, pero Pastor Wilson me coló como a una mercancía de contrabando con la complicidad de un seguridad haitano, que le guiñó un ojo al verlo acompañado de un hombre blanco. Wikey es un joven delgado con unas dreadlocks cortas. Tenía la mirada perdida y respondió a mi saludo muy despacio, muy suave, como si nos encontráramos en un sueño.
La vida parecía haberse ido ya de su cuerpo. Hablaba y miraba como desde el fondo de un pozo. Tenía casi la mitad del cuerpo desollado, sin la piel y la carne que suele rodear los huesos. De la rodilla derecha hacia abajo tenía ya un color negruzco, como chamuscado. “A él una jepeta (camioneta) lo arrolló, parece que adrede, en la madrugada, y lo arrastró por la calle un kilómetro completo. Se soltó en una curva porque ese hombre jamás paró”, me explicó en secreto Pastor Wilson. Me dijo que las vecinas de ese muchacho lo habían llevado al hospital municipal de Verón, Punta Cana, entre el 1 y el 3 de octubre, pero ahí lo mandaron para su casa.
En su casa de piso de barro y todo lo demás de lata, plásticos y madera había langudecido Wikey durante 17 días. Fueron justo los días donde los operativos policiales de migración estaban en su auge y sus vecinas huyeron del caserío. Se quedó solo con un poco de arroz y agua, tratando de no hacer ruido y con la puerta trancada, esperando no ser descubierto por migración, la policía o el ejército. Así había pasado poco más de dos semanas, con el cuerpo infectado, hambriento y moribundo hasta que lo encontró Pastor Wilson, lo movió en su pick up patojo y movió sus contactos para que lo recibieran en este otro hospital.
En el hospital Pastor Wilson se encargaba de decir a cualquier persona con la que se topaba que le acompañaba “un hombre de la prensa internacional”. Un enfermero llegó con una camilla y se llevaron a Wikey a hacerle rayos X. Luego lo pasaron a una sala más grande donde al parecer, por fin, lo atendería una médico.
Tres mujeres jóvenes conversaban relajadamente en esa sala sobre la medida de un mueble que una de ellas instalaría en su casa. Las mujeres no ocultaron su horror al ver al hombre desollado. La doctora se acercó a revisarlo y a hacerle preguntas que Pastor Wilson traducía con premura. Cuando le explicaron que tenía 17 días infectándose reaccionó muy molesta: “¿17 días que tú estás así? Muchacho pero viendo como tú estás y hasta ahora vienes al hospital. Dios mio…”.
Pastor Wilson le explicó que no había podido salir por temor a ser capturado por migración. La doctora ignoró esto último, le dio un par de regaños más y se fue. Entonces vino una enfermera y le lanzó un paquete al pastor Wilson. “Tú eres el responsable de él, desnúdalo y ponle este gorro y esta bata que ahora va para curación”, le dijo.
Pastor Wilson comenzó a quitarle poco a poco la ropa, que a estas alturas ya se fundía con la piel, Wikey apretaba los dientes, abría los ojos y manoteaba en una lucha agónica, como si, poseído por el dolor, desconociera por momentos a su benefactor. Pero entonces el pastor le susurró al oído, le habló de un futuro distinto, le dijo cosas buenas en creole. Parecía tararear bajito una canción para él. Logró calmarlo y la ropa iba cediendo, se iba desprendiendo muy lento, el pastor iba centímetro a centímetro y aunque lo hacía con cuidado arrancar tela era quitar también parte de Wikey. Logró quitar una parte, tela y piel se habían aliado en una sola cosa y el pastor parecía estarlo descascarando, pero Wikey lo miraba tranquilo, lo escuchaba y parecía seguir el hilo de esa historia bonita que el pastor le cantaba. Parecía creerle. Supongo que es así cómo luce la bondad: en medio del horror, una persona cantando bajito y prometiendo cosas buenas, mientras cambia la ropa de un hombre desollado.
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Después de la noche en que la policía mató a Gems Joacin, el pastor me lleva cerca del Barrio Fuisa. Le he dicho que me gustaría conocer a Mikelson, el pastor Wilson me dice que me llevara con él.
Llegamos a un cerro donde esta semana los haitianos, hartos de las vejaciones de los uniformados, lanzaron una tormenta de piedras sobre las patrullas. Tuvo que llegar el Ejército a sacar a esos policías de ahí. En las cuarterías, lugares donde los haitianos alquilan pequeños cuartos temporales para vivir, se respira un aire de alerta. La cacería de las autoridades ha sido tan abrumadora que los haitianos dejan sus ventanas abiertas para escapar por los tejados en caso de redada.
Damos varias vueltas por el barrio, Pastor Wilson va saludando a todo el mundo. Nos detenemos en una cuartería de dos pisos y toca una puerta de lata. Un hombre joven sale a medio vestir de ese pequeño horno. Lleva la cara llena de residuos de pintura. El pastor le pregunta por algo, el hombre señala otra chabola de lata, el pastor lo regaña. El hombre va con prisa, abre una puerta con un candado y sale con una bebé en brazos. No soy bueno con la edad de los niños y las niñas pero esta no llega al año. Su madre fue raptada la segunda semana de octubre en las calles de Verón, Punta Cana. Fue metida en una de esas cosas infernales con ruedas y rejas donde apiñan a los haitianos, y llevada a una de las cárceles que funcionan como paso previo a la deportación. Dejó a la bebé en su chabola, suplicó a los agentes que las deportaran juntas, pero no logró nada. Pastor Wilson se enteró y fue a por la niña, que tuvo en su casa, donde vive con su mujer y sus hijos, por varias noches, luego la entregó a los vecinos de la mujer.
—¿Cuántos bebés ha tenido que recoger en casa en lo que va del año? — le pregunto al pastor.
—Mmm varios, Juan, varios — me responde con una sonrisa tristona.
—¿Serán unos cuatro? —le pregunto después de hacer un cálculo para mí ya horroroso. Pero el pastor salta como un resorte.
—¿Como cuatro, tú estás loco?—.
Pastor Wilson dice haber tenido que resguardar al menos unos 25 niños menores de 10 años en los diez meses que van de año.
El muchacho de la cara manchada de pintura no sabe cómo se llama la bebé ni cuántos meses tiene, no sabe cómo se llama la madre ni si regresará. El pastor lo tranquiliza, le dice que ha conseguido que liberen a la madre y espera que en la tarde estén juntas de nuevo. Mientras, el ferrocarril subterráneo, esa red semi clandestina de líderes y organizaciones haitianas que resiste al apartheid, cuidará de ella.
Vamos luego a otro barrio y luego a otro en busca de Mikelson. Los casos parecen infinitos y los líderes no quieren perder la oportunidad de que un “journalist” documente las tragedias en sus lugares. El de la mujer que fue sacada del hospital el mismo día que le hicieron una cesárea y tuvo que esconderse de la migración en su chabola junto a su bebé por una semana con talco para pies como única medicina. El del hombre que se tuvo que esconder en un hueco lleno de botellas de vidrio y su cuerpo quedó como mordido por mil pirañas.
Llegamos al fin a un edificio que funciona como cuartería y ahí sale un hombre con ambas piernas enyesadas. Fue el resultado de ser lanzado desde muy alto por un policía de migración.
—Bonjour, Mikelson, je vous cherchais. C’est un plaisir —le digo mi frase ensayada con la peor pronunciación con la que se ha hablado alguna vez el francés desde que se inventó.
Me saluda muy amable, pero su nombre no es Mikelson, mi hombre del tejado. Su tragedia, que le tendrá sin trabajar al menos seis meses, no fue grabada por nadie.
En este momento llego a creer que ese ferrocarril subterráneo, esa gran red de líderes haitianos quizá sí sabe quién es y dónde está Mikelson, pero para ella lo importante es mostrarme el horror del apartheid. O quizá no, quizá es solo que hay demasiados Mikelson en República Dominicana.
***
Gems Joacin descansa donde deben descansar los que mueren. Está metido en una caja muy sencilla de madera y sin vitral que el pastor consiguió comprar con ayudas de sus feligreses y con dinero de su propia bolsa. La policía tuvo que devolver el cuerpo y habrá una investigación sobre el caso. La gran mayoría de estas pesquisas no llegan a nada, pero al menos habrá registro y sobre todo no fue botado en una zanja en medio de basura de caña.
La última semana de octubre el pastor Wilson, su equipo de líderes y algunas personas del barrio se despiden de Gems Joacin cantando. Es una canción triste, como lejana. La cantan lento, alargando las vocales y con un ritmo que recuerda a los cantos rituales de algunas sociedades africanas.
“Ven a él, ven a él. Veeeeen a éeeeel. Que te espera tu graaaan salvador, ven a él…”
La melodía me recuerda a otra canción, la que canta el viento sobre los campos infinitos de caña verde. Evoca a otro tiempo, me recuerda las cosas buenas que aún se albergan en el alma humana.
El pastor me dice que me prepare, que mañana sí va a llevarme a ver a Mikelson. Ya no se si ese hombre solo quedará registrado en la posteridad como la persona que un cronista no encontró. Sin quererlo ya me mostró mucho. Ya a estas alturas soy como una veleta. Estos hombres y mujeres me llevan por este paraíso caribeño que para ellos es un infierno diario. Yo solo me dejo llevar.
Continuará…
* Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).