Por Wendy Romero
Portada: Catherine Calderón y Persy Cabrera
Hace algunas semanas anduvimos en busca de pijamas, pues las que teníamos ya se habían convertido en trapos para limpiar. Los pantalones que aún se podían usar los estábamos guardando para la hermana menor, y los disponibles, pues ya servían más para cruzar un río, es decir, a mitad de pierna.
Confieso que no disfruto esa labor de comprar ropa para un niño y una niña, y menos aún si me acompañan, porque significa andar con un ojo en la ropa que se busca y con otro en el cipote y la cipota para que no se vayan a perder.
Al terminar la misión que teníamos encomendada, cuando llegamos a la casa y sacamos las pijamas, las miré y pensé: una pijama, ¿de dónde me surgió a mí que había que comprarles pijamas? Confieso que desde que mi primer hijo nació asigné algunos de sus mamelucos solo para ponérselos por las noches; a medida que fue creciendo le compré pijamas. No tengo claro en qué momento decidí que él, y ahora también la niña, debían tener pijamas. Tal vez así lo dicta la costumbre, o fue una idea heredada de alguien más, o una costumbre que he ido adquiriendo, aun cuando de pequeña yo no la viví, o al menos no la recuerdo tan claramente. Creo que puede ser una mezcla de las tres.
Una pijama me hizo pensar en cuando yo era niña, y empecé a tratar de recordar, a tratar de verme por las noches. ¿Cómo dormía? ¿Con qué ropa dormía? ¿Tenía una rutina previa para ir a la cama? ¿Tenía pijama? Con mucho esfuerzo logré recordar un camisón con mangas largas y con revuelo que me quedaba a mitad de pierna, color blanco con rosado; tenía un dibujo en el centro, pero no recuerdo de qué era. Esa es la ropa para dormir que recuerdo de cuando era niña, y probablemente la única que tuve, hasta que fui adulta joven y empecé a costear mi propia ropa y demás cosas necesarias. No es que una pijama haya hecho mucha diferencia en mí.
Probablemente, como pasa en la mayoría de hogares de Honduras, una pijama no tiene mucha importancia; es algo para dormir, que casi nadie ve más que nuestra propia familia. Hay cosas que priorizar: un par de zapatos para la escuela, o tenis para educación física, uniformes escolares, pañales, leche, y no digamos comida y medicamentos. Como dije, hay prioridades, y seguramente en mi familia una pijama no era una prioridad en la cual se debía gastar dinero.
Pero continué pensando: una pijama, además de haberme traído recuerdos y de ver si es prioritaria o no para un hogar, representa algo íntimo, es algo cómodo que te ponés cuando llegás a casa después de una jornada larga de trabajo; es con lo que andamos con mi cipotillo y cipotilla a veces todo el domingo; una pijama representa también algo muy propio. Y así como a veces no es una prioridad comprar una pijama, tampoco lo suele ser cultivar nuestro mundo interior, aprender a identificar con claridad qué me gusta y qué no, qué quiero y qué no, qué siento, y tampoco lo es aprender a estar sola (lo).
Hay una realidad, un contexto de país, político, social y económico, que nos lleva a andar en modo supervivencia, buscando el dinero para el día a día, o cumpliendo con metas de trabajo para mantenerlo cuando se tiene; y si no se tiene es peor aún, porque está la presión de tener que encontrar trabajo para comer. Ante esta realidad, ni me hablen de mirarme hacia adentro y cultivar «un mundo interior» en mí, peor en infancias y otras personas que cuido y acompaño.
Desde el momento que se decide ser madre o padre, pienso que algo se activa y nos decimos: no quiero que viva con las mismas limitantes que yo tuve. Quiero que sea mejor que yo, que logre más cosas que yo. Y probablemente lo pensamos en un plano meramente material y económico, pero ¿nos hemos detenido a pensar y a decir, que no viva las mismas carencias o dificultades emocionales que yo?
Hace unos años me lo planteé y hoy estoy mirando nuevamente mis propias carencias y dificultades, pensando en cómo trabajarlas para no heredarlas a las infancias que acompaño. Como dice uno de mis sobrinos, «las probabilidades son muchas, no podés controlar todo». Sí, es verdad, pero estoy haciendo el intento, y me cuestiono: ¿cómo cultivo mi mundo interior, y el de las dos infancias que acompaño? ¿Cómo les hago conscientes de lo que sienten? ¿Cómo les hago tomar conciencia de toda la red de emociones, sentires y pensares que poseemos y de su conexión con el cuerpo, cuando a veces ni yo misma lo sé, cuando a veces yo misma descubro que me cuesta conectar con mis emociones y sentimientos, con mi cuerpo y con las cosas que vivo, cuando también me cuesta guardar silencio y me descubro con la cabeza por un lado y el cuerpo por otro lado?
Phillip Moffitt, en su artículo «Healing Your Mother (or Father) Wound», describe las cuatro funciones de una madre: nutrir, proteger, empoderar e iniciar. Una pijama me hizo pensar en la posibilidad que tenemos para nutrirnos a nosotras (os) mismas (os) y a los demás. Esta capacidad está muy ligada a cultivar y hacer que florezcan nuestros sentimientos y pensamientos, a aprender a estar en contacto con nosotras (os) mismas (os), con nuestro cuerpo y también el entorno. Y seguro que al nutrirme o cultivar mi interior iré aprendiendo cómo hacerlo, a identificar de qué manera me funciona a mí, pues no siempre tenemos en casa los mejores modelos que nos enseñan esas cualidades, si se pudieran llamar así. Es algo que me toca aprender, así como también me toca aprender a enseñarle a mi hijo e hija esas formas de nutrirse, cuidarse o cultivar su interior.
Resulta verdaderamente contrastante como madre cuando descubres que ese es el camino que quieres seguir: enseñar nutrir, cuidar, acompañar, pero no es tan fácil por eso, porque no ha habido modelos previos y es un camino que estás recorriendo por primera vez.
Una pijama me hizo pensar nuevamente en lo necesario que es maternar acompañada de otros y otras; si no, la carga se puede volver extremadamente pesada y hasta fastidiosa. Me hizo pensar en lo agotadora que es la maternidad cuando las responsabilidades económicas y emocionales recaen sobre una sola persona y lo importante que es, como mamá, aprender a estar ausente por momentos del entorno familiar para procurarme esos momentos de soledad, silencio, y hacer cosas que me recuerden a la mujer que está detrás de la labor de maternar.
Una pijama me hizo pensar en las niñas y niños que hemos crecido sintiendo tanto, pensando tanto, pero que aprendimos con mayor facilidad a desconectarnos de nosotras (os) mismas (os), a desligarnos de nuestro cuerpo, a disociar para evitar el dolor.
Una pijama me hizo pensar con más conciencia que cada niño y niña es único (a), y que esa magia con la que nacen hay que cuidarla y enseñarles a hacerla crecer. Una pijama me hizo pensar en lo valioso que son las infancias y en el mundo tan hecho para adultos en el queremos que encajen. En lo fácil que se vuelve defender a una persona adulta y dejar de lado a las niñas, niños y adolescentes.