Por Laura Díaz Arita
Nunca supe qué pasó con su cuerpo: si le hicieron una autopsia, si la enterraron, o si la metieron en un frasco para exponerla en un laboratorio. Tampoco supe cuál fue la causa exacta de su muerte. Yo tenía 17 años y solo quería olvidar. Ahora, años después, me arrepiento de no tener una tumba en dónde visitarla. Aún me corroe la curiosidad por saber qué fue lo que pasó, y la culpa no ha ido mermando con el tiempo. Cada año celebro su cumpleaños en silencio, resignada y agradecida, porque con su muerte yo volví a la vida.
Esa noche no pude dormir. Tenía muchas náuseas y un leve dolor de espalda que iba y venía, así que me vestí, agarré mi maleta, y salí a la calle a parar un taxi. No había tráfico y eso me permitió llegar rápido al hospital. Me pasaron a un consultorio y me dieron una bata ligera, gastada y con olor a lejía. Estaba oscuro, hacía frío. El silencio tenebroso fue interrumpido por una enfermera que me abordó con una máquina de ultrasonido, y un doctor que tenía cara de desvelo.
Sentí el gel frío, mientras el doctor frotaba mi barriga con el sensor y miraba la pantalla con detenimiento, una y otra vez, hasta que me preguntó con voz seca:
―¿Hace cuánto no se te mueve la bebé?
La sentí esta mañana ―le contesté muy tranquila.
―¿Usas drogas? ¿Alcohol? ¿Sufriste alguna caída fuerte, o te golpeó tu pareja durante el embarazo?
Le dije firmemente que «no», y empecé a asustarme. Nadie me había preguntado esas cosas antes.
Estaba sola, tumbada en la camilla, semidesnuda, descalza, y completamente incómoda. El doctor terminó con el interrogatorio, y me dijo sin reparo:
―No hay latido, tu bebé está muerto.
Por un instante no entendí lo que me decía. Él notó mi desconcierto y siguió hablando:
―Te induciremos el parto y, una vez que el feto esté fuera, podemos ver qué es lo que ha pasado. ¿Tienes alguna pregunta?
No dije nada. Imagino que el doctor supuso que lo entendía todo.
Me llevaron a una sala blanca y grande, donde había otras mujeres con las mismas batas. Todas ellas, compungidas por el dolor, arrastraban la vía intravenosa mientras caminaban de un lugar a otro. Otra enfermera me puso suero, mientras me indicaba:
Te hemos puesto la hormona para el parto, por lo que los dolores que sentirás serán muy fuertes.
Las horas pasaban y sufría de contracciones intensas, pero inservibles, porque apenas dilataba; al ser un hospital público, la epidural no estaba dentro del presupuesto. Me retorcía del dolor y del cansancio, mientras vomitaba flemas incoloras, y lloraba de desilusión. De la nada, escuché una voz desconocida que me gritaba «camina». Era una señora que no sufría ningún dolor aparente; se apreciaba que tenía experiencia. Le hice caso, me paré, e intenté caminar. Al sentir el esfuerzo, mi útero necio al fin entendió, y de pronto, expulsé mucho líquido denso, y unos coágulos rojos bien grandes y calientes que se deslizaban por mis piernas.
―¡Al fin!», gritó la enfermera, que me miraba del otro lado del pasillo.
Corrió hacia mí, me tomó y despacio me sentó en una silla, subiendo mis piernas en unos brazos de metal. El doctor llegó de inmediato. Yo resistía, sudaba y lloraba. En el último minuto me había resignado a vivir.
El doctor cortó con un bisturí algo en mi entrepierna y me gritó que pujara. Sentí una explosión, escuché el sonido del líquido que caía en el suelo y, exhausta, expulsaba el cuerpo sin vida de mi bebé. Inmediatamente, me cubrió un alivio casi celestial.
Hubo silencio por unos segundos, hasta que el doctor empezó a enumerar:
―Es una niña, de peso, tamaño y color normal, ninguna deformación evidente, el cordón umbilical enrollado en el cuello, placenta normal ―y luego concluyó―: Hora de la muerte: ocho de la noche. Causa de la muerte: desconocida.
Vi que la enfermera se alejaba sujetando un bultito pequeño envuelto en unas mantas. El doctor, con tono amable, me explicó:
―Es mejor que no la veas, no le pongas nombre,. Fue una bebé muy amable, recuérdalo siempre. Tuviste un muy buen parto y no tendrás ningún problema en volver a quedar embarazada. Eso sí, espera al menos unos dos años. No estés triste ―concluyó.
Nadie me llegó a visitar al hospital, y 24 horas después, la enfermera me dio las cosas con las que llegué. Me vestí como pude. La ropa me quedaba grande, se notaba el gran vacío en mi estómago. Me llevaron en silla de ruedas a la puerta de salida. Me iba quitando los esparadrapos de mi mano. No tenía fuerzas, y mis venas sobresalían de mi piel más que nunca.
Levanté la cabeza y vi mi reflejo demacrado y pálido en un cristal. Tenía ojeras, mi pelo sin brillo, mis labios secos y mis tripas pegadas a mi esternón, sostenidas levemente por la piel flácida que me colgaba. Hasta que la luz intensa del sol en mi rostro me dejó casi ciega, y mi cuerpo frío recuperó un poco de calor. Con los ojos entreabiertos pude ver, en la acera de enfrente, a mi madre y mis cuatro hermanas mayores, esperándome, mudas y casi tan desoladas como yo. Tenía muchos años de no verlas, o al menos eso me pareció.