Concierto para almas muertas

Por Dany Díaz Mejía

Y el segundo ángel tocó la trompeta, y algo como un gran monte ardiendo con fuego fue lanzado al mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre.

Apocalipsis 8:8 

  1. Primer Ukelele

Me duele la parte izquierda del estómago. Siento náuseas. No hay nada en el cuarto que indique comida, pero percibo el olor de algo quemado. ¿Un animal muerto quizás? Hay una mesa de patas metálicas a mi derecha. Sobre ella veo herramientas: una almágana, una sierra de un pie de largo, tornillos, pedazos de lija y desatornilladores. Siento la boca amarga y la bilis subir por mi esófago. Empieza a oscurecer. He tratado de gritar, de sacudirme, de hacer caer la silla a un lado, pero la estructura sobre la que estoy sentado es tan pesada que no ha cedido ni un centímetro. Busco en el cuarto el rastro de mi captor. Quisiera saber si estoy detenido por uno de mis pecados o si solo he tenido mala suerte. Si en verdad es hora de pagar, entonces no es el cuarto de un loco, si no el de un asesino contratado por alguna de las muchas personas que he jodido en mi camino hacia arriba, pero ya he negociado con asesinos y quizás no todo esté perdido. Sin embargo, si es la fortuna la que se ha cernido contra mí, entonces el olor a carne quemada podría pronto ser reemplazado por el ruido de mis huesos rompiéndose en un ritual cualquiera. 

  1. Segundo Ukelele

Me acuerdo de cuando cumplí trece años. Hay una foto de mí cercana a esa fecha de octubre. En ella llevo una camiseta gris con un número 13 impreso en azul. No recuerdo quién me la dio. Puede ser que mi mamá la haya pescado en una de esas ventas de ropa usada en el mercado del puerto, esas que llamábamos el bulto, aun cuando en realidad era una serie de bolsas enormes en las que hurgabas buscando algo que pudiera interesarte. Como no había probadores, dar con la talla exacta era una cuestión de intuición.

Me acuerdo de que la primera vez que me puse esa camisa estaba muy emocionada. Me sentía orgullosa de poder mostrar mi edad, casi como señalando lo mucho que había crecido.  Me acuerdo de que alguien me dijo que debía tener cuidado de nunca usar esa camisa en el puerto. Le pregunté por qué. Me respondió con otra pregunta: «¿Sos imbécil?». Procedió a interrogarme sobre mi conocimiento de las pandillas. Me dijo que eran los nuevos dueños del puerto, que una de ellas se identificaba con el número 13 y otra con el número 18. Me dijo que la Mara 18 usaba ese número porque 6 + 6 + 6 eran 18, o sea que tenía implícito el número del anticristo, el rey del fin de los tiempos, al que nuestro Señor tendría que derrotar en algún tipo de batalla cósmica que no entendí del todo. Le pregunté sobre el número 13. No se mostró tan seguro de su respuesta, pero me dijo que todo mundo sabía que el 13 era un número del demonio.

Me acuerdo de que me sentí consternada, sobre todo porque el 13 era mi número favorito. Hasta hace poco mi número favorito era el 6, pero cuando descubrí que el 7 representaba la plenitud, quise adoptarlo como número favorito y me sentía dividida porque creía deberle cierta lealtad al 6, ya que me había acompañado desde el primer grado. Encontré la solución cuando conté las letras de mi primer nombre y mis dos apellidos: la suma daba 13. Me pareció perfecto porque de alguna manera podía ser fiel a ambos números y reclamar una conexión personal con el 13.

Pero también recuerdo el día de mi cumpleaños. He dicho que llevaba la camisa del 13 en la foto que se tomó después de mi cumpleaños, pero también la llevaba puesta ese día. Habíamos ido al puerto con mi mamá. Yo tenía una beca de una fundación con la que mi madre compraba los uniformes para todos mis hermanos y yo. Aunque la beca era para mí, era el único ingreso predecible en mi familia, ya que muchas veces mi papá se bebía su sueldo en los dos primeros días después de que le pagaban. Es decir, no estábamos en el puerto para celebrar mi cumpleaños, sino que para recoger el dinero de mi beca que mi mamá necesitaba, ya que mi papá se negaba a darle un solo centavo de su salario ese mes. También compramos un helado en la ciudad antes de ir a la estación del bus. Ese helado era una extravagancia, un lujo que solo podía permitírmelo yo al ser la receptora de la beca, pero con el que no contaba ningún otro de mis hermanos, lo cual me hacía sentir culpable.

Recuerdo que cuando subimos al bus que nos llevaría al muelle supe que no era la única persona de nuestra isla en el puerto ese día. El hermano de una chica que me gustaba también iba en el bus. Además de ser su hermano, era profesor en mi colegio. Lo saludé con mucha vergüenza y estuve contenta de llevar puesta mi camisa del 13, aun cuando en la isla pensaran que podría convertirme en víctima de la violencia homicida que acechaba en esos días.

Recuerdo que vi a mi papá en cuanto tomamos nuestro asiento en el bus. Evidentemente iba borracho. Él también había estado en el puerto para cobrar su sueldo ese día. Pretendí no haberlo visto. Mi mamá hizo lo mismo. O al menos así interpreté el que volteara a ver por la ventana fijamente, cuando yo sabía que hacerlo la ponía mareada. Quizás, si seguíamos así, lograríamos bajarnos del autobús sin que él se diera cuenta que estábamos ahí. Pero ya nos había visto. Se acercó a nosotros. Le gritó «puta» a mi mamá y le dijo que, si se atrevía a embargarle el sueldo, él la mataría. Creo que le lanzó una patada. El hermano de mi amor platónico trató de intervenir. Luego un policía, que también iba de regreso a su casa de una visita al puerto, se levantó, le mostró la placa y le dijo que lo arrestaría si no se sentaba. Mi padre accedió a sentarse y hasta encogió los brazos cuando regresó a su asiento. Se veía empequeñecido, como un animal herido. La vergüenza me carcomía y quise haberme podido desaparecer del bus o lanzarme por la ventana. Pero no lo hice.

Eso fue hace quince años. Antes de que el presidente Ukelele asumiera el poder, antes de que me lanzaran a prisión —aun cuando nunca había visto a un pandillero en la isla—, antes de que un estado de excepción desbaratara la cooperativa que tantos años nos tomó fundar con mamá. Me llevaron acusada de asociaciones ilícitas. En mi juicio un soldado dijo que me vio darle comida a un terrorista en los manglares cerca de la isla.

  1.   Orquesta

El juez Ulloa suda. No tiene sentido seguir luchando contra los nudos que amarran sus brazos. Se da cuenta y suda. Escucha pasos que le parecen estruendosos al acercarse, ve la enorme puerta de metal abrirse y suda. Reconoce a Oso frente a él. Sabe que Oso ha matado a muchas personas a sangre fría, que ha coordinado incendios para quemar vivos a reos de la mara contraria, que no le temblará la mano para hacerlo pedazos tan diminutos que no quedaría el menor rastro por el cual reconstruir el infeliz que ha sido toda su vida. Lo sabe y suda.

Oso toma la almágana de la mesa frente al juez Ulloa y golpea al juez en el estómago. El juez gruñe de dolor y suda más.

­­­—Vos vas a liberar al Orujo ­­—dijo Oso—. No tenés otra opción. Así que me vale verga lo que me tengás que decir. Vos ya sabés cómo son las cosas.

—Oso, Oso querido —dice Ulloa, mientras recupera el aire—. No tenías que llegar a esto. Vos sabés que a mí me gusta colaborar con vos y los muchachos siempre que pueda…

—Me vale verga lo que te guste o no —lo interrumpió Oso—. Ya te dije lo que vas a hacer y lo tenés que hacer rápido.

—Oso, vos sabés que yo por ustedes haría cualquier cosa. Que me parta un rayo y que la virgen me escupa, si no es así. Pero tenemos un grave problema. El Sr. Ukelele ha ordenado que de la cárcel no salga nadie, así que aunque yo te gire la orden de salida, los guardias de la cárcel no la van a cumplir —dijo el juez Ulloa. 

—Mirá, pendejo. Si yo te digo que me dés la orden de salida del Orujo es porque ya tengo resuelto lo demás. Los jefes ya negociaron con el gobierno y nos van a dar pase libre. Pero hay dos cosas más que tenés que hacer —dijo el Oso mientras, hacía el mate de golpear al juez otra vez.

—Sí, yo sé que vos sos pilas. Y así, pues no va a haber ningún problema. Vos decime qué más tengo que hacer y ya sabés que no hay falla. Pero por favor, zafame estas cabuyas que me están jodiendo. Vos sabés que ya no estoy para estos trotes —dijo el juez.

—Vos estás para lo que te diga, pendejo —respondió Oso, aunque le aflojó las cuerdas al juez—. Lo que necesito es que me dejés en libertad a unos siete mil más de los veinte mil que tenés presos. Necesitamos que la salida del Orujo no se note tanto. Tienen que ser hombres y mujeres. Después me vas a conseguir sus números de identidad y el lugar donde les toca votar. Lo tenés que hacer todo en dos semanas. Pero en el sistema no podés poner que los soltaste.

—¿Y para qué ocupás el lugar donde van a votar, Oso? —preguntó el juez—. Claro que yo te lo consigo sin falta.

—Eso a vos no te importa. Pero como sabés que si cantás te pelo, te voy a contar —dijo Oso—. Los ocupo para que sean almas muertas, pero que no cuenten como muertos.

—¿Cómo así? —preguntó el juez.

—Mis jefes ya negociaron con el gobierno que no puede haber más muertos. Pero no han dicho nada de que no pueda haber desaparecidos. Entonces, esta gente va a votar por el don. Pero si se nos echa para atrás, los matamos y después soltamos dónde están enterrados —dijo el Oso.

—¿Pero cómo así que almas muertas? ¿Los van a matar? —preguntó el juez.  

—Por ahorita van a ser almas muertas. En el sistema van a estar como presos, pero nosotros los vamos a tener en nuestras casas locas. Las que todavía nos quedan por todo el país. Si hay que matarlos, se matan. Pero por ahora solo ocupo que todas esas almas muertas voten —dijo Oso.

—¿Pero no te da miedo que se te vayan a escapar cuando los manden a votar o que llamen a un familiar? —preguntó el juez.

—Para ser abogado, sos bien pendejo, Ulloa. Claro que no van a ir a votar. Van a estar presos con nosotros. Pero nuestra gente en las mesas va a ponerlos como que votaron por el don. Así de simple. Bueno, lo demás no te importa. Pero ya sabés qué te va a pasar si no cumplís —dijo el Oso.

—Contá conmigo, Oso, Oso querido —dijo el juez, esperando a que el otro se fuera antes de salir del edificio.

  1.   Segundo Ukelele

Hoy cumplí 29 años. Noto la sarna en mi piel. Sarna. Como los perros de mi casa. Huele mal. En la noche me despierta el tufo. Si fuese un perro en mi casa, me aplicaría el champú que mamá guarda en su cuarto. Pero acá no hay suficiente agua. Nos dan cuatro palanganadas de agua. Nos tiene que ajustar para bañarnos, lavar la ropa, y lavarnos los dientes. No ajusta para quitarse el olor a carne podrida.

Llevo cinco meses detenida. Desde que me mandaron acá, ya no he visto a nadie de mi familia. A algunas mujeres les llegan paquetes con toallas sanitarias, cepillos de dientes, y hasta chucherías. Pero a mí no me ha llegado nada. Yo sé que mi mamá no se ha olvidado de mí. Ella sabe cómo soy y me acepta. Me deja llevar a mi pareja a la casa. Lo único es que no puedo decir que es mi pareja, aunque todos lo sepan, pero aparte de eso me acepta. Una compañera me dio un cepillo de dientes usado. Cuando menstrúo, tengo que sacar todo lo que pueda en la mañana, aunque después me ande chorreando y no pueda lavarme.

Ayer nos castigaron. Una mujer de la celda le contestó mal a una de las custodias y nos castigó. Somos como doscientas en la celda. Nos cuesta movernos, y en la noche dormimos casi una encima de la otra. Pero como nos castigaron, ya no nos van a dar agua para bañarnos. Solo nos darán un vaso con agua por la mañana. El castigo va a durar tres días.

  1. Primer Ukelele

Oso es un pendejo.  Qué necesidad tenía de hacerme pasar ese show. Él ya sabe que yo ya he trabajado con los muchachos y que siempre les he ayudado con lo que he podido. Es verdad que soy un apestado con el Sr. Ukelele, pero con esta jugada puedo volver a subirme a la moto. Aunque con que no me mate ese imbécil de Oso ya es ganancia. 

Ayer hablé con los jefes de los tres centros donde tengo a los veinte mil presos. Les dije que me consiguieran los números de la gente que lleva cinco meses presa. Esos, por lo menos, no están tan dañados. Voy a dejar salir a estos pendejos el viernes. Pero quiero que el Oso se ponga pilas porque el Orujo es un gato gordo, y si algo le pasa, me joden también, ya sea por parte de Oso o parte del Sr. Ukelele.

  1. Segundo Ukelele

Anoche me dijeron que me van a sacar. No me dijeron por qué. Solo que pasarían por mí a las dos de la mañana y que no puedo contarle a nadie, porque si no me dejan clavada acá. Les pregunté si le dijeron a mi mamá. Me dijeron que me iban a sacar, pero no a la casa de mi mamá. Que me toca ir a otro centro con menos gente antes de que me saquen de verdad.

  1. Orquesta

El juez Ulloa se levanta tarde y solo toma un café. No quiere tener pesado el estómago y augura para sí una recompensa. Ya sea un buen almuerzo con uno de los muchachos o, aun mejor, una llamada del Sr. Ukelele, agradeciéndole por siempre ser alguien con quien se puede contar. La operación está prevista para esta madrugada. No le importa qué tan ordenada sea la salida de los seis mil novecientos noventa y nueve presos, pero quiere estar en persona para supervisar la salida del Orujo. Se afeita, busca el traje que menos aprieta esa panza deleznable, agrandada hasta el infinito a punta de tratos chuecos.

A las dos de la tarde vibra su teléfono. Todavía está terminando el café del almuerzo y le molesta que su asistente lo llame, especialmente porque le dijo que no lo jodiera por nada en el mundo, pero contesta. 

—Te dije que no me llamaras —dice el juez—. Ni eso sabés, cómo dejarme comer tranquilo.

—Disculpe, jefe. Pero tiene que saber esto ya mismo —dice el asistente—. Ya no existimos.

—¿De qué mierda estás hablando? ¿Andás drogado o qué? —pregunta el juez, irritado.

—No, lo que quiero decir es que no existimos como municipio. El congreso acaba de anunciar que a partir de hoy pasamos de 262 a 44 municipios. Claro, yo creo que es para que el partido gane todo en las elecciones, pero por lo pronto, usted ya no es juez del municipio ni yo su asistente porque nuestro municipio ya no existe —dice el asistente.

—¿Y lo que teníamos planeado para la madrugada? ¿Cómo vamos a sacar a los presos que me pidieron? —pregunta el juez.

—Eso ya no vale, abogado. Ya no vale nada. Somos como almas muertas —dice el asistente.

—Voy para allá.

El juez empieza a sudar. Se quita su saco y suda más. Se siente mareado y suda. Busca el celular que le dio el Oso y marca el único número guardado en la agenda. Trata de explicarle la situación, que ya no puede ayudarlo, que ahora el juez es otro. Que probablemente pueda sacar a las presas, porque allá tiene un contacto, pero que en el penal del Orujo ya ni le contestan las llamadas. A mí no me importa, si no me sacás al Orujo, te pongo en una fosa, le dice Oso.

  1. Segundo Ukelele

A las dos de la mañana viene la custodia por mí. Me dice que me apure y que camine en silencio. Salimos como cien de la celda. Nos grita que afuera va a ver un camión cian al que tenemos que subirnos, sin hacer preguntas. Nos van a abrir el portón y afuera va a haber otros guardias. No podemos hablar.

Las custodias dejan abierto el portón. Se quedan atrás para vigilar a las que no podrán irse. Salimos por el portón de atrás del presidio. Lo reconozco porque por ahí entran los camiones con presas nuevas. El portón se cierra automáticamente y quedamos cien mujeres afuera, esperando un camión que no vemos. Nos quedamos paralizadas. Una de las compañeras grita que corramos, que nos vayamos por el montarral de enfrente. Me toma un momento reaccionar, pero al ver correr a las demás, también corro. Llevo puesto el uniforme blanco del presidio y las chancletas que andaba cuando me arrestaron. Muy rápido las chancletas se rompen y sigo corriendo. Llego a la carretera y pido jalón. Un camión de carga se para y me subo. No sé si van a andar buscándome, por lo que resuelvo no llamar a mamá hasta que sepa más. Por ahora, me tocará ser un alma muerta. Ni aquí ni allá.

  1. Primer Ukelele

Sé que el Oso me va a encontrar aquí. Aun cuando es la casa de campo que le compré a mamá. Lo sé. Así que lo voy a esperar sentado acá. Pero antes le voy a dar de comer a las gallinas. Sé que después de comer se irán a su gallinero y me dejarán solo, dejando tal vez algún grano de maíz abandonado. Lo de las presas fue un desastre. Se escaparon cien antes de que pudiera coordinar bien lo del transporte. Es que no sabía si todavía iba a poder sacarlas o no, o si el Oso ya tenía lo de los camiones. Yo lo sé y él lo sabe, pero ya no importa. Ahora solo me toca esperarlo, y ver si yo también me convertiré en un alma muerta.

Sobre
Hondureño del área rural. Becado a los 15 para estudiar en Tegucigalpa. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de John Carroll, máster en Políticas Públicas por la Universidad de Carnegie Mellon (EE. UU.). Egresado del Diplomado en Libertad de Expresión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), y del Diplomado Ejecutivo en Anticorrupción y Diplomacia de la Academia Internacional Anticorrupción y UNITAR. Consultor en temas de políticas públicas en Honduras, Guatemala y El Salvador. Autor de La quebrada, columnas de opinión y reportajes. Alguien a quien lo han salvado, muchas veces, las palabras.
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