Desde la indignación y las protestas de 2015 por la incontrolable corrupción, pasando por la revelación del narco-Estado y la extradición de un expresidente, Honduras podría resumir su historia reciente en una palabra: impunidad. Sabemos que las sociedades son muy complejas y el relato sobre ellas se compone por voces diversas, las que gritan más fuerte y a pesar de eso son las menos escuchadas: las de las víctimas; y las que desde las sombras se imponen: aquellas de quienes se han enriquecido a costa de la tragedia de un país que no conoce la democracia.
Pero en ese lapso, la impunidad y la corrupción se han incorporado en el relato colectivo como parte de las causas de los problemas en Honduras. Pasamos de pensar que todas las personas en esta sociedad somos corruptas, que todas contribuimos con una «mordida» al monstruo de la impunidad y que todas callamos por conveniencia e individualismo, a pensar que necesitamos una transformación radical en el sistema de justicia y a exigir algo que garantice que esa transformación se dará de manera que podremos conocer la justicia y beneficiarnos de ella.
Ese cambio en el relato sobre lo que somos y deseamos llevó a una demanda que ya lleva nueve años moviéndoles el piso a los gobernantes: una comisión internacional contra la corrupción y la impunidad. Promesa cumplida a medias y después destruida por el régimen de Juan Orlando Hernandez, y promesa de campaña de la actual presidenta Xiomara Castro, que parece insistir en levantar su vuelo a pesar de tener rotas las alas: la de la voluntad y la de la autenticidad.
Es en este contexto, en el que la gente sigue esperando el cumplimiento de esa promesa de campaña, que el fiscal general, Johel Zelaya, ha dado golpes de esos que intentan producir una sensación de justicia y que podrían verse de dos maneras: la primera, como actos de voluntad política en los que la fiscalía hace un compromiso de lucha contra la corrupción en beneficio del pueblo hondureño y se muestra como aliada de una posible Comisión contra la Impunidad y Corrupción en Honduras (Cicih); la segunda, como actos que fueron comunes en el Ministerio Público anterior: procesar para exculpar tanto a nivel penal como a nivel social.
Por ejemplo, la llamada que hizo el fiscal general a los «mencionados» en el juicio por narcotráfico contra el expresidente Juan Orlando Hernández a testificar, sin antes acusarlos, fue una jugada mediática y hasta populista, que muestra a un fiscal implacable al llamar incluso a sus aliados políticos, ya que él estaría dispuesto a procesar a quien sea culpable, «caiga quien caiga»; sin embargo, ¿qué efecto real tuvo ese desfile de testigos sin acusación?
Como en una obra de teatro rudimentariamente ensayada para ser una grotesca burla, llegaron los exdiputados, expresidentes y funcionarios del actual gobierno a decir, con postiza solemnidad y flaca convicción: «yo no fui, señor fiscal, los narcos mienten». Entonces, el fiscal/juez, desde el pedestal de la justicia «a la hondureña», aclara todo y pasa a la página siguiente. Nada sabemos sobre una verdadera investigación o acusación del Ministerio Público en contra de los cómplices del narcotráfico, que no solo financiaron sus propias campañas políticas, sino que facilitaron concesiones y contratos con el Estado. Tampoco sabemos sobre los mecanismos de investigación para evitar que actores del crimen organizado continúen financiando a los partidos políticos hondureños.
El fiscal general ahora ha comenzado a requerir a actores cuyos nombres estuvieron en las pancartas de las protestas que han pedido una Cicih desde hace años, como el exministro de salud, Arturo «Tuky» Bendaña, acusado por otorgar contratos amañados por más de 9 millones de dólares entre 2010 y 2012 en el gobierno de Porfirio Lobo Sosa; o el exsecretario presidencial –ahora ciudadano nicaragüense– Ebal Díaz, acusado por ser responsable de un proyecto fraudulento de vivienda para sobrevivientes de las tormentas Eta y Iota en 2021. Incluso ha acusado a Reynaldo Suazo Leiva, un abogado que rondaba el círculo más cercano del expresidente Juan Orlando Hernández.
También ha logrado procesar –por fin– a la pieza clave del caso Pandora (investigado por la Maccih), Fernando Suárez, después de que este colaboró para armar ese caso, se escapó del programa de testigos protegidos y regresó extraditado recientemente. Y no podemos dejar de mencionar la operación en contra del juez Marcos Vallecillo, que promete develar una red de abogados y operadores de justicia que trafican impunidad al mejor postor. Por ahora, los requerimientos fiscales que van saliendo casi cada semana se ven como golpes a una estructura criminal que operó en casos emblemáticos de gobiernos anteriores. ¿Es esto por fin justicia?
Mientras el fiscal libra requerimientos, la discusión sobre la Cicih no despega. Varios de los puntos torales del convenio siguen sin resolverse, como las reformas al Código Procesal Penal, la derogación de decretos que le dieron inmunidad a los diputados, la aprobación de la Ley de Colaboración Eficaz y la reforma a la ley aprobada por este gobierno que dio amnistía a personas acusadas por actos de corrupción utilizando como refugio una de las peores tragedias que le ha pasado a Honduras: el golpe de Estado de 2009.
Por ahora, la discusión sobre la Cicih ha sido ensordecida por ciertos ruidos: el del gobierno prometiendo que desclasificará el memorándum de entendimiento con la ONU, el de la hija de la presidenta presentando una ley para regular un mecanismo que aún sigue sin existir, el de los diputados peleando entre sí mientras postergan la aprobación de la Ley de Colaboración Eficaz. Ruido, ruido, ruido.
En medio de eso, el fiscal general parece querer destacar y decirle a la ciudadanía que no importa por dónde vaya la discusión política y que no importa que su nombramiento haya sido criticado por su cercanía con el partido de gobierno; el Ministerio Público está trabajando. La pregunta que debemos hacernos es si esos pasos son para por fin transformar un sistema de justicia cooptado, o solamente para convencernos de que no necesitamos que tutelen nuestro sistema, y así dar paso a una nueva mafia de cooptación. Por ahora, es a la ciudadanía a la que le toca vigilar los pasos que está dando el fiscal y demandar siempre justicia, ese algo que parece que se escapa como arena entre los dedos, esa justicia que esperamos que despegue autónoma e imparcial.