Por: Ángel Sagastume
Portada: Canva
Una vez más en aquel viejo bar, Southside Bar & Grill se llamaba. La comida era mala, rancia, y a veces cruda. Yo iba solo a tomar cerveza, uno que otro tequila; fumaba cigarrillos baratos, esos de un dólar la cajetilla, ya que un migrante recién llegado percibe pocos ingresos.
Los primeros años se van en pagar las deudas del cruce, comida, bebida y arriendo. No queda mucho para cigarros dignos. En fin, uno se arropa hasta donde abarca la cobija.
Me senté frente a la barra. Las bartenders eran flacas, agradables, sus risas fingidas; debían ganarse la propina. Algunas llevaban tatuajes. De vez en cuando se nos cruzaban las miradas, sonreían y decían: Hi, how are you? Fine! —mi respuesta—.
Me sentí contento. Ya sabía decir «hola, ¿cómo estás?». Ese breve cruce de palabras era lo más cercano que tenía a un coqueteo. Ellas eran inalcanzables para mí; además de la barrera del idioma, yo no soy un tipo agraciado.
En fin, ahí estaba en aquel bar, a la misma hora de todos los viernes. Era el mejor lugar para escuchar historias; además, era el único bar del pueblo. Ahí estaba, sentado escuchando música country. Sonaba bien, aunque no entendía la letra; de hecho, no entendía nada de lo que ellos hablaban a mi alrededor.
De pronto, alguien entró al bar, se acercó a la barra y supongo que pidió una cerveza, porque en seguida le dieron una jarra llena, mitad espuma y mitad líquido oro.
El tipo tomó su cerveza y se sentó a escasos metros de mí. Por su aspecto, me pareció que era latino. Después de un par de tragos decidí intentar comunicarme con él, qué más podía hacer, era la única persona con la que podía hablar. Empezamos a platicar, con las preguntas de rigor: ¿Qué tal? ¿Cómo te llamás? ¿De dónde sos?
Él también era hondureño. Bebimos hasta emborracharnos, claro que bebimos hasta emborracharnos.
—Amigo ¿por qué estás aquí? ¿Por qué te viniste para el norte? —me preguntó.
—En busca de un mejor futuro, compa —contesté, con aires de tristeza.
—Yo me vine escapando —dijo, mientras tomaba un poco de cerveza.
—¿Ah, sí? —exclamé con aire desinteresado, aunque me pareció un tipo interesante.
Entonces él dijo:
—Hace tiempo que no hablo con un paisano. Yo me vine de Honduras en los años noventas, yo era miembro del ejército, pertenecía a la División de Inteligencia. Un día me llamaron para ser parte de una misión de infiltración.
—¡Qué interesante! —le dije.
El tipo pidió otra cerveza; ya estaba seco. Tomó un sorbo y siguió diciendo:
«La misión era en Roatán y era en conjunto con la DEA. Se buscaba desarticular un cartel de drogas que operaba desde Islas de la Bahía. Ya habían enviado dos escuadrones, y los dos habían sido descubiertos y neutralizados. Éramos tres. Llegaríamos a Roatán un miércoles. Allá nos esperarían dos compañeros para darnos toda la información. No está demás decir que era uno de los carteles más herméticos. Nadie conocía la cara del capo. Su anillo de seguridad era el único cercano a él. No aparecía en público. Nadie sabía cómo llegarle. No teníamos mucha información, solo sabíamos que estaba construyendo un hotel en la isla.
Como estaba previsto, llegamos el miércoles. Al desembarcar nos abordaron los dos compañeros, nos llevaron a un hotel barato y nos dieron unas identificaciones falsas. Entraríamos a trabajar en la construcción, seríamos albañiles. Desde ahí trataríamos de acercarnos al objetivo.
Pasaron dos semanas de arduo trabajo, no de infiltrados. La maldita construcción era una patada en las pelotas, batir la mezcla de arena y cemento, jalar los bloques, pegarlos, ponerles plomo y nivel. Los horarios eran muy largos y el trabajo pesado, exigía un esfuerzo sobrehumano.
Al mes de estar trabajando dimos el primer paso. Nos enteramos de que al capo solo lo veía su amante. Todos la conocían, pero nadie se atrevía a llegarle. Era una mujer ruda y desconfiada. Nos dijeron que asistía con frecuencia a un bar de la isla.
Era viernes por la noche, y supusimos que estaría ahí. Fuimos al apartamento y nos alistamos para salir. Llegamos al bar sugerido. Al entrar el ambiente era agradable: música tropical, morenas meneando sus caderas; las carcajadas sonaban por todo el lugar. Imaginate aquellos tres tipos vestidos con ropas tropicales, miembros del servicio de inteligencia, tres tipos rudos entrando al lugar. El humo saliendo de la puerta, la luz reflejando sus pasos, los ojos de todos volteando hacia ellos, era como una película de esas de la mafia italiana con gángsters y matones, todos reunidos en un bar de jazz.
Al entrar notamos a un grupo de hombres resguardando a una mujer; no pudimos verla, ellos cubrían su silueta.
Nos situamos frente a la barra y pedimos tres cervezas. Miramos la pista, todos bailaban alegres, parecían conocerse. De pronto, uno de mis compañeros me golpeó con el codo para que girara la vista. Al voltear, vi a la mujer más hermosa que mis ojos hayan visto jamás. Parecía una caracola, con ojos color miel y pelo rizado. Llevaba un ceñido vestido rojo, una pulsera en su muñeca y un cigarrillo entre sus labios. Cada curva de su cuerpo parecía hecha por un artesano amante de su trabajo.
—No está fácil —dijo un compañero.
—¿Quién se atreve? —replicó el segundo.
Yo guardé silencio, estaba anonadado por aquella mujer. Nos movimos a una mesa que estaba cerca de la pista. Con esta excusa, me acercaría a la barra, por más cervezas. Me encaminé a la barra, un poco cerca de donde estaba aquella caracola. Pedí tres cervezas, logré ver con el rabillo de mi ojo izquierdo que mi presencia inquietó a aquella mujer.
—Tomen rápido, compañeros. Todo está saliendo bien —les dije.
Así pasó la noche: barra, cervezas, cada vez más cerca. Ya estando un poco ebrio, haciendo alarde y tomando provecho de mi estado, la invité a un trago. Sus protectores retiraron la bebida alegando que la dama no bebía con desconocidos. Ella hizo un gesto con la mano para apartarlos y aceptó mi bebida.
Cuando apenas iba a decir algo, se escuchó de fondo la canción Lady in red; era la oportunidad perfecta. Le extendí mi mano, y haciendo uso de toda mi galantería, le pregunté: «¿Bailaría usted conmigo, bella mujer?». Un guiño y una sonrisa fueron su respuesta.
Bailamos juntos esa y muchas canciones más. No solo era bella, olía como los ángeles. Su piel era suave, su voz melodiosa, su hálito era tibio, quemaba mi cuello. Así nos quedamos toda la noche, dos perfectos desconocidos bailando y jugando a conocerse. Eran casi las tres de la mañana y el bar lo cerraban en media hora. «Me tengo que ir», me dijo, y me susurró al oído:
—Cuando llegues a casa, revisa tu bolsillo, ahí encontrarás la forma de volverme a ver —me dio un beso en la mejilla y se marchó.»
Another beer, please, se escuchó al fondo de aquel bar. Pasé de estar en aquella isla a la barra, con aquel soldado universal.
—¿Lo estoy aburriendo, amigo? —me preguntó.
—No, para nada. Su historia es muy buena. Siga contándome —le respondí.
La verdad era que sí me estaba aburriendo. Dejé de creerle cuando dijo que aquella mujer cayó rendida a sus encantos. El cabrón era feo, chaparro y panzón. ¿Qué mujer caería rendida a esos encantos?
El papel de James Bond le quedaba un poco ajustado. Pero no había más que escuchar, no entendía la música que estaba sonando, tampoco lo que balbuceaban las personas. El bar estaba lleno, era un lugar agradable, tenía una fachada como esos bares de las películas de vaqueros del viejo oeste. Las mujeres bailaban y los hombres bebían cerveza barata mientras jugaban cartas. Éramos los únicos latinos en el lugar…
1 comentario en “La dama de rojo”
Muy buena historia algo muy interesante es la esencia en tus letras de integrar palabras totalmente hondureñas y relatos reales de los cuales llegan su pizca de ficción 🫡 sigue brother me llega