Texto: María Eugenia Ramos
Portada: Persy Cabrera
Porque no puede haber en la tierra una imagen más clara de Dios. Esta apelación al carácter divino de la maternidad —y por tanto incuestionable, desde el punto de vista de la cultura occidental judeo-cristiana—, repetida en el estribillo del «Himno a la madre», del compositor hondureño Augusto C. Coello, es un buen ejemplo del imaginario social que exalta la condición de madre como el más grande mérito, y generalmente único logro reconocido de las mujeres.
Cualquier mujer que quiera salirse de este esquema preconcebido y ejercer la maternidad de otra manera, o no ejercerla, es considerada transgresora y tratada como tal, con penalizaciones que van desde la desaprobación social hasta la marginación y la criminalización, como ocurre en el caso del aborto. Simplemente el hecho de mencionar que no se estaba lista, o que se está arrepentida de ser madre, es razón de estigma. Por el contrario, que la paternidad no se ejerza, que se ejerza de forma descuidada, o que el padre abandone a los hijos, es considerado «normal», y no pocas veces hasta aplaudido como manifestación de «hombría».
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En este contexto, es de suponer que las hijas tienen una doble presión social. Por un lado, ejercer el papel que la sociedad les asigna por razones de género, y por el otro, venerar a las madres como seres que nunca se equivocan. Y la realidad es muy distinta. Las madres, como las hijas, somos seres humanos con virtudes y defectos, y la misma presión social ocasiona que las relaciones madre-hija sean particularmente complicadas.
Así lo señala Blanca Lacasa en un ensayo de reciente publicación (Libros del K.O., Madrid, 2023): «Nos está prohibido cuestionar a nuestras madres. Y es nuestro deber y salvación respetarlas, idolatrarlas y darles gracias siempre y en todo lugar. Así que, en este contexto, ¿cómo nos vamos a atrever a hablar de esto? (…) ¿Cómo hemos decidido romper este mutismo impuesto, el mismo que les hizo a ellas, nuestras madres, acallar ciertas penosas situaciones domésticas? ¿Cómo infringir el mandato divino de honrar a tu padre y a tu madre?».
En este marco de nuevas búsquedas y cuestionamientos, implícitamente de la maternidad, y específicamente de lo que en ensayos como el de Lacasa se ha denominado «hijidad», se inscribe la novela de la escritora costarricense Catalina Murillo Una mujer insignificante (Alfaguara, México, 2024). Partiendo de una carta con sellos de Europa que llega a un hogar de clase media alta, donde hay un padre académico, una madre ama de casa y tres hijas mujeres, se comienza a desenvolver una madeja de frustraciones, amores y desamores que atrapa con una sencillez que es solo aparente.
Haciendo uso del recurso de la autoficción, Murillo se revela desde el primer momento como una narradora con mirada casi clínica, en el sentido de no caer en el drama ni en la confrontación, ni con el padre ni con la madre; pero no por eso su agudo ojo de escritora es menos implacable. Observa, recoge, anota, desmenuza, compara. Águeda, la madre, es Águeda, y pocas veces «mamá», mientras que el padre, por muy académico que sea, no escapa a la ironía de la hija. Toda la pomposidad del Dr. Mauricio Zamora, en el fondo, pretende ocultar una vida también llena de frustraciones, como la de Águeda.
Sin detenerse en descripciones geográficas, sino más bien en el interior de los personajes, Murillo cuenta una historia que abarca algunas décadas y transcurre entre Costa Rica y Europa. La protagonista, la madre, a la que el título le confiere el carácter de insignificante, pues así la ve la sociedad siendo ama de casa al lado de un esposo académico, poco a poco va ganando fuerza y abriéndose espacio para finalmente vivir de algún modo los sueños que alguna vez tuvo. En este trayecto, tiene altos y bajos, y en cada caída está la mirada implacable de su hija, viéndola sin juzgar, pero viéndola.
Es la propia madre quien se juzga a sí misma, se atormenta porque para cumplir sus sueños debe romper con varios tabúes, exponerse al qué dirán, al ridículo, y finalmente también posiblemente al fracaso. Pero tal vez en el mismo fracaso, o en la sensación de él, podría estar finalmente la redención.
Si antes dijimos que la narración podría llamarse clínica, en el sentido de la capacidad de contar situaciones complejas de forma objetiva, sin grandilocuencia, debemos agregar que no excluye la ternura. Es así como, finalmente, Murillo nos presenta un retrato de su madre, y alrededor de ella la familia entera, que nos permite reflexionar sobre temas inéditos desde la perspectiva del coraje, la empatía y la risa.