En República Dominicana se construye un muro para frenar la migración y en Haití un canal para regar sus cultivos. Unos traficantes me llevan a una mansión en medio de la miseria para hablar con una madame acusada de robar el río Masacre. Las bandas criminales incendian el parque industrial donde trabaja Ingeniero, y 19,000 haitianos en condiciones semiesclavas. El odio se convierte en estructuras de cemento y fuego mientras a un lado y a otro de la frontera los que huyen se enfrentan a la ley de los bandidos.
Por Juan Martínez d´Aubuisson
Tráfico de mercancía
Abel y Vincent, los dos haitianos que me llevan oculto, me dicen que baje la cabeza, que si los bandidos me ven podrían atacarnos para secuestrarme. Estamos en una pick up de una sola cabina con un pequeño espacio atrás donde Abel, desafiando los principios elementales de la física, apretuja su enorme cuerpo. Vincent maneja callado y nervioso mientras intenta que nuestro carro no se desbarate en alguno de los baches de esta carretera de Haití. Mis dos guías están armados y en medio del camino me ofrecen una pistola nueve milímetros marca Taurus con un cargador de 17 tiros. Les digo que no quiero esa pistola. Hoy he cruzado la frontera en el sentido inverso de quienes huyen de un país moribundo para acabar a lomos de las motos de los traficantes de la calle Capotillo. A diferencia de ellos no voy a buscar trabajo, mi vida jamás correrá tanto riesgo, pero mientras me cubro el rostro con un pasamontañas y bajo el cogote casi hasta meterlo entre mis piernas, por una fracción de segundo siento una ínfima porción de la vulnerabilidad que deben sentir los haitianos desde hace siglos: la de ser traficados como mercancía.
Estoy en el lado haitiano de la frontera porque necesito hablar con una mujer, una sobre la que pesa la gravísima e inusual acusación de robar un río. Como agravante de su delito no se trata de cualquier río, es el Masacre, que hace honor a su nombre desde que los conquistadores españoles y los piratas, bucaneros y traficantes franceses se disputaban la frondosa isla de La Española.
Esta mujer se ha vuelto non grata en República Dominicana y, aunque vivió en ese país muchos años, ahora su entrada está prohibida y su seguridad, si llegase a cometer el error de cruzar la frontera, se vería seriamente comprometida. No solo es que el gobierno dominicano haya prohibido su entrada, al menos dos grupos ultranacionalistas, me dirá ella, han amenazado con dañarla. Por eso es tan importante que vaya a su casa.
Llegar hasta Haití no ha sido sencillo. Esta mañana de marzo de 2024 fui muy temprano con mi pasaporte vigente a la aduana dominicana en el pueblo fronterizo de Dajabón, pero ahí los oficiales migratorios me dijeron que era muy riesgoso y que no podían permitirlo. Punto. De nada valió mi argumento de que ellos no tenían jurisdicción para prohibirme el paso dado que no son autoridades haitianas. Un hombre joven me gritó y me dijo que saliera de esa oficina. Luego, cuando intenté pasar de forma irregular, unos oficiales haitianos me regresaron por malas y rústicas maneras. Pero siempre hay formas de violar las fronteras. Al fin y al cabo existen para cruzarse.
Después de mis dos fracasos, hablé con Lucas, un hombre de negocios en Juana Méndez, la mayor ciudad fronteriza del lado haitiano, que por 200 dólares me organizó una forma eficiente de pasar a su país. Me dijo que un hombre con uniforme de policía me esperaría en un punto específico de Dajabón, y que debería entrar en su camioneta. Obedecí y para mi sorpresa quien me esperaba, pistola en cinto, era Géant, el hombrón haitiano que atiza a garrotazos a los haitianos en la frontera. Me sonrió y me dijo que me escondiera en su camioneta. Pasamos frente a dos controles de las fuerzas armadas dominicanas y frente a los policías haitianos de la fuerza Cesfront, encargados de vigilar la frontera. Nadie detuvo a Géant, hasta le lanzaron alguna broma que contestó con alegría. Un par de kilómetros después del muro, de la frontera y del río Masacre Geánt me entregó, cual paquete, a Lucas, quien me metió al pick up donde Abel y Vincent siguen insistiendo en que tome una nueve milímetros porque “portar” a un blanco en Haití es muy peligroso.
Circulamos media hora por territorio haitiano hasta que llegamos a una casa grande color crema de dos pisos, con las ventanas polarizadas y un amplio garaje frontal donde están estacionadas varias camionetas. Alrededor de esta casa todo es chabolas y mendigos. Es como una isla de opulencia en un mar de miseria. Un hombre armado sale a recibirnos. Le preguntamos por Wideline Pierre, su jefa, la mujer acusada por el gobierno dominicano de robar el río Masacre, pero él no sabe nada de ninguna reunión. Nos dice que la “madame” está indispuesta y nos invita a retirarnos. Mis guías discuten con él en creole, la lengua más hablada en Hatí, y en tono acalorado. Luego, sin más explicación, se van en la pick up y me dejan solo frente al guardia. Los dos nos miramos sin saber qué hacer.
Ideas de cemento
Construir un muro que separe físicamente los dos países de la isla de La Española es el proyecto insignia del presidente dominicano, Luis Abinader. En 2022 inauguró el primer tramo de “valla inteligente” en la que, aseguró, se destinarán 30 millones de dólares para cubrir menos de la mitad de los 390 kilómetros de frontera y así proteger las zonas más vulnerables y las ciudades. La población dominicana ha expresado por diferentes vías durante los últimos 10 años estar harta de la migración haitiana. Desde 2021, con el asesinato del presidente de Haití Jovel Moïse y la crisis de violencia, el hartazgo es clamor popular. Abinader ha convertido la xenofobia en un megaproyecto de acero y cemento.
Pero los dominicanos no son los únicos que están apostando a transformar las ideas en estructuras. Los haitianos, movidos por la necesidad, y por un sentido de revancha histórica, decidieron construir un canal que desviaría las aguas del Río Masacre hacia el valle de Maribaraux, donde miles de campesinos haitianos siembran arroz y frijoles, la dieta básica en ambos países. Por eso Wideline Pierre es acusada de robar un río.
Los traficantes de haitianos de la calle Capotillo me explican que el muro les conviene a ellos, ya que ahora el precio por cruzar ilegal a una persona es 100 dólares más alto. Me dicen también que los militares se están llenando los bolsillos, ya que el precio por hacer la vista gorda es ahora mayor. El canal tampoco resolverá la crisis alimenticia ni logrará irrigar de forma eficiente los campos de Maribaraux, así lo dicen dos académicos haitianos y un funcionario dominicano especialista en proyectos de infraestructura que pidieron no ser identificados. En esta frontera expresar una opinión mesurada es peligroso.
Este muro, como todos los muros, está muy lejos de cortar de tajo la migración ilegal haitiana, y el canal no servirá para que crezcan sin control los cultivos de un país hambriento. Sin embargo, parece que esto poco importa. Unos quieren su muro, otros quieren su canal. Los dos proyectos se han vuelto símbolos y banderas de las ideas nacionalistas más extremistas de cada lado de la frontera.
Las fronteras en las islas, y en esta en particular, son una lucha entre la geografía y la política. Desde hace cuatro siglos estos dos pedazos de tierra son reclamados por naciones diferentes. Luego de derramar mucha sangre y gastar mucha pólvora españoles y franceses llegaron, en 1777, a un acuerdo para repartirse la isla conocido como El Tratado de Aranjuez por la localidad madrileña donde fue firmado por un emisario de Carlos III y otro representando a Luis XVI de Francia. En esos años la parte francesa era la colonia más rica y más productiva de todo el Caribe, mientras que la parte española padecía todos los males económicos y sociales de un imperio en decadencia. Sin embargo, en la España del siglo antepasado se acuñó una frase para resumir esa manía del destino de cambiarnos radicalmente de posición: “arrieros somos y en el camino nos encontraremos”. Varios siglos después es la parte francesa la que se convirtió en el país más pobre de todo el continente y la parte española se volvió una de las naciones con más crecimiento económico de toda América.
El Río Masacre, a pesar de los múltiples acuerdos y tratados fronterizos, quedó siempre como una frontera natural que separaba La Española en dos. Los reclamos de los dominicanos tienen que ver con que el río nace en Lomas de Cabrera, en su territorio, y por tanto toda su corriente les pertenece. Según los haitianos, los 10 kilómetros del Masacre que pasan por Haití son suyos y pueden hacer con ellos lo que quieran. República Dominicana acusa a una mujer haitiana, y a un grupo de “secuaces”, de robarse el río, y los haitianos, ofendidos, aluden a su derecho universal de recuperar lo robado. Según ellos, los ladrones están del otro lado de la frontera.
En las primeras semanas que estuve en la Frontera Masacre hablé con el Padre Chocolate, un sacerdote jesuita dominicano con especialidad en Filosofía Política y Sociología de las Migraciones, quien es el director ejecutivo del Centro Montalvo de Dajabón. Se trata de un tanque de pensamiento que se dedica además a velar por los derechos humanos y a monitorear políticas públicas. El sacerdote, por supuesto, no se llama Chocolate, tampoco estoy protegiendo su identidad en este lugar donde hasta los académicos piden anonimato, pero preguntar por Osvaldo Concepción en Dajabón es poco más que estéril. Él me explica que la disputa muro-canal es el último episodio de una cadena de sucesos en extremo peligrosa. Según el padre Chocolate Concepción, la expansión del muro, que ha venido construyéndose por fases desde 2013, fue interpretada como una afrenta por los haitianos, quienes argumentan que esa obra obstaculiza el paso libre del agua del Río Masacre para sus sembradíos. En respuesta retomaron la construcción de ese canal olvidado desde 2019. El gobierno dominicano, sintiéndose afrentado por el canal, cerró a finales del 2023 las fronteras, dejando así sin la posibilidad de conseguir suministros a miles de haitianos en el mercado de Dajabón. Luego los grupos armados de la frontera haitiana cerraron el paso para más de 18 mil trabajadores de la zona franca CODEVI, que está en territorio haitiano pero que pertenece a empresarios dominicanos.
En medio de esta escalada, los sindicatos haitianos dentro de la zona franca, cansados de tantos abusos y viendo en esta crisis una oportunidad para cobrar viejas cuentas, decidieron recurrir a una antigua y poderosa arma de los haitianos en esta isla. Alrededor de las 8 de la mañana del 15 de agosto de 2023, un guardia privado de origen dominicano detuvo a un joven haitiano. Le dijo que iba muy mal vestido para entrar ese día a trabajar al parque industrial. Unos dicen que iba en sandalias, otros que iba con shorts, otros que iba descalzo, el caso es que, según todas las versiones consultadas, incluyendo la oficial y la de Ingeniero, el guardia le pegó. Pocos minutos después, la humillación se convirtió en fuego.
La madame
Esta especie de guardaespaldas que tengo frente a mí no entiende nada de lo que le digo. En mi casi nulo francés alcanzo a explicarle que estoy acá porque Wideline Pierre, su jefa y dueña de la mansión donde ahora estamos, me citó este día para una entrevista, que soy periodista y que me llamo Juan. “Madame, no. Irte, ir”, me responde en un español peor que el de los guías que me dejaron tirado aquí sin explicación. Pienso en irme, quizá caminar hasta la frontera y, en caso que los secuestradores no me encuentren antes, tratar de cruzar en la dirección en la que lo hacen los miles de haitianos que escapan de su país. Pero en ese momento hace su dramática aparición Wideline Pierre, vestida con una especie de camisón y como flotando en el porche de su mansión. La madame hace un gesto al hombre y este me invita a acercarme. Hemos hablado por teléfono pero no se fía de que yo soy yo, así que me pide que le entregue mi carnet de periodista a su guardaespaldas para que le tome una fotografía al documento.
“Esa gente me odia. No me importa. Yo defiendo a mi pueblo”, dice la mujer acusada de robar un río una vez nos hemos sentado en los sillones acolchados de un enorme salón adornado por grandes espejos y muebles antiguos. Su guardaespaldas me quitó, por fin, sus furiosos ojos de encima.
La madame es una mujer negra de pelo rizado y ojos almendrados que se mueve por su casa con los gestos de una mariposa gigante. Me dice que el muro está dejando sin agua a los campesinos del valle de Maribaraux, ya que el principal suministro venía desde República Dominicana, pero con la construcción del muro el flujo del río Masacre se ha visto obstaculizado. Wideline Pierre asegura que la oposición al canal por parte de los dominicanos tiene que ver con el racismo y con un sentido de superioridad. Tiene un argumento fuerte: República Dominicana ha construido 11 canales que desvían el agua del Masacre para regar sus propios sembradíos de arroz y frijol. Según la madame, el río ya se lo han robado los dominicanos.
Wideline Pierre habla como una candidata en campaña, cuida las palabras y se guarda de no hablar de su propia vida, sino del proyecto. Ella es la vocera de un grupo conformado por varias personas y organizaciones con el fin de construir ese canal. Cuando le pregunto por las diversas personalidades que han pasado por la obra, como el señor de la guerra Guy Phillipe, el exmilitar que dio un golpe de Estado en el pasado, o por los hombres de Jimmy “Barbecue” Cherizier, el líder de una de las mayores bandas criminales de Puerto Príncipe, sale a relucir su talante político.
“El canal es además un símbolo de orgullo, de resistencia, de solidaridad. Porque es el pueblo quien lo está haciendo, Juan. Ese proyecto cuesta casi 600 mil dólares y todo ha sido donado por el pueblo”, dice la madame. Según ella son los haitianos que viven en el extranjero quienes mandan dinero para los materiales, la mano de obra la ponen los campesinos de la frontera y otros llegan desde lejos a donar y plantar árboles en el cauce del río para fortalecer el canal. Luego de escucharla creo que llevar agua para los cultivos de arroz es quizá un objetivo secundario de esa obra colectiva.
Al final de nuestra charla le pregunto si puedo hacerle una foto, pero la madame es vanidosa y me pide tiempo para arreglarse. Me deja bajo supervisión de su guardaespaldas y sube a acicalarse a su habitación, en el segundo piso de esta mansión de blancos pilares. Regresa al cabo de unos minutos vestida con un pantalón negro y una colorida camisa de botones. Se ha perfumado, se ha pintado los labios color carmesí y se ha delineado unos grandes ojos, como de faraona egipcia. La madame se sienta en un sillón grandote que la hace ver como una niña y sonríe. Luego pide a su guardaespaldas que me tome otra foto. Le pregunto si pudiera ella acompañarme a visitar el canal y la mujer acusada de robarse un río me responde que no, que yo luzco como un dominicano y que puede ser peligroso. Me dice que no vaya, y que de ir no cuente con su compañía.
Salgo de la mansión y para mi sorpresa me encuentro con Abel y Vincent recostados en su pick up, comiendo una fruta y jugueteando con sus pistolas. Me saludan tranquilos, como si hace poco más de una hora no me hubiesen dejado tirado a mi suerte frente a un matón armado. La alegría que me da verlos borra cualquier asomo de rencor y tengo que hacer un esfuerzo para no abrazarlos. No tengo claro por qué estos hombres me llevan y me obedecen. Quizá Lucas, mi contacto en Haití les pagó, quizá esperan una paga de mi parte. Quizá tienen interés en que yo vea el canal con mis ojos, quizá es Lucas quien tiene ese interés.
Cuando les pregunto solo me responden que no me preocupe, que nadie me va a hacer nada. Ya saben, por alguna razón, que voy hacia el canal. Me invitan a subir a la pick up y me vuelven a ofrecer la nueve milímetros.
Incendio en ‘la plantación’ de textiles
El 15 de agosto de 2023, Ingeniero se disponía a comer su almuerzo en su oficina, en una de las tantas fábricas textiles que alberga el complejo CODEVI, cuando escuchó un sonido parecido al mar cuando está bravo. Se asomó por la ventana y vio a cientos de hombres y mujeres con el rostro cubierto destrozándolo todo en el complejo y tratando de entrar en la nave industrial en la que él trabajaba. “Se quitan la camisa y se la ponen a modo de pasamontañas, comienzan a brincar y ahí es cuando te tienes que ir a la mierda porque ya vienen locos”. Ingeniero, dice, logró salir por la ventana y correr junto a sus compañeros los cien metros que les separaban de Dominicana. En el camino cargaron a una mujer que se desmayó por el humo de los incendios y por la impresión de ver aquel furioso oleaje humano. Llegaron hasta Villas CODEVI, el lugar donde se hospedan los empresarios ricos cuando vienen hasta acá, y donde se encuentran además las oficinas administrativas del parque industrial. La turba que se había formado después de que el guardia privado dominicano le pegara al trabajador haitiano, había alcanzado la enfermería del parque y había volcado una ambulancia a la que le prendieron fuego, pero no llegó hasta Villas CODEVI, aquello estaba ya lleno de militares dominicanos.
Ese día la columna de humo se vio por todo Dajabón.
A mediados de marzo de 2024, un gerente de producción de una de las maquilas del parque industrial, a quien llamaremos Doner, me muestra las rejas de hierro que tuvieron que instalar luego de ese evento. “Yo estaba trabajando normalmente y de pronto empezamos a ver las hordas, porque el comportamiento en Haití es de horda, por ser africanos”, dice el gerente Doner a modo de ilustración antropológica. Me muestra también un espacio de concreto donde han preparado un búnker para que los empleados administrativos, dominicanos todos, puedan esconderse en la próxima revuelta.
Al parque industrial CODEVI entran cada día un aproximado de 19,000 haitianos a trabajar largas jornadas en esos hornos de lata para fabricar ropa de marcas como Victoria Secret´s, Hanes o Levi’s y uniformes de la liga estadounidense de béisbol. Según Doner e Ingeniero los salarios son tan bajos (165 dólares americanos por mes) y las condiciones para los empresarios tan beneficiosas, que a pesar de los constantes paros, huelgas, quemas y asaltos de “hordas” a los dueños dominicanos, asiáticos o estadounidenses de estas maquilas les resulta rentable.
“La gente llega oliendo a pescado muerto, son sucios. No sabes cómo es el olor ahí adentro”, me dice Ingeniero, quien fue gerente de producción en una maquila del parque. “A cada rato van a la enfermería porque se desmayan de hambre. Yo guardaba galletas en mi oficina y cuando alguno se me desmayaba le daba una. El problema es que se corrió la voz y todos empezaron a desmayarse. Todo por una pinche galleta”.
El parque industrial CODEVI sigue una lógica muy similar a la que impusieron los europeos desde que invadieron La Española en el siglo XVI: reunir mano de obra, hacerla trabajar por un sueldo miserable —antes como esclava—, y exportar el producto de ese trabajo al primer mundo. En muchos sentidos es la heredera en lo que entonces se llamaba Saint Domingue y que, según varios historiadores, se volvió la colonia más rica de toda América. Todo esto ha sido impulsado por el congreso de Estados Unidos. En 2006 se firmó el tratado HOPE (Haitian Hemispheric Opportunity through Partnership Encouragement) que exime de impuestos a los productos textiles manufacturados en Haití y que protege y estimula la entrada de capitales y empresas multinacionales. En esencia no se diferencia mucho a los paquetes jurídicos que tuvieron los franceses en los siglos pasados para explotar la caña de azúcar.
En el hotel “Villas CODEVI” y las oficinas administrativas, justo al lado de las naves industriales, pero del lado dominicano, se producen escenas como sacadas de Lo que el viento se llevó o La Cabaña del Tío Tom. En esta finca de lujo hay varias decenas de bungalows, o cabañas, con aire acondicionado, camas mullidas de última generación y un club con piscina, billar, restaurante y gimnasio. Una noche puede costar hasta 250 dólares. Una manada de pavos reales deambula por el complejo y una música suave sale de los arbustos donde se han instalado parlantes en forma de roca. Mientras atractivas rubias de cuerpos imposibles se lanzan de clavado a las piscinas y musculosos y apuestos jóvenes blancos hinchan los músculos en el gimnasio, decenas de trabajadores haitianos barren, sirven tragos y entregan toallas siempre con una sonrisa y con la cabeza baja.
A los grand Blanc, como se les llamaba a los empresarios esclavistas franceses, se les olvidó la matemática hace 233 años. Se calcula que en aquel entonces había casi medio millón de esclavos negros, frente a apenas unos 5 mil franceses blancos dueños de plantaciones, y unos 65 mil hombres libres, entre negros libertos, mestizos y blancos no terratenientes. En 1791, luego de una gran ceremonia religiosa vudú en un lugar llamado Boise Caimán, y luego de una intrincada organización revolucionaria al interior de las haciendas esclavistas, los esclavos se vengaron. Los machetes, el fuego y el veneno fueron sus aliados. La frase es trillada, pero quien no conoce su historia está condenado a repetirla.
Desde la crisis de violencia por el asesinato del presidente Moise, las revueltas obligan a marcharse a las empresas extranjeras. El 31 de marzo de este año bandas armadas saquearon e incendiaron el parque industrial Digneron, ubicado en la ciudad de Croix-des-Bouquets. Lo mismo pasó en 2022 con el parque industrial Caracol, ubicado en Cabo Haitiano, que tuvo que cerrar al quedarse sus plantas eléctricas sin combustible luego que los grupos criminales secuestraran la principal reserva de combustible de esa zona del país. El parque industrial CODEVI, que pertenece a la empresa MD, fundada por Fernando Capellán, “el gurú del Caribe”, es el único que sigue funcionando en todo Haití, pero tanto Ingeniero como el gerente Doner me cuentan que varias empresas están comenzando el proceso de marcharse.
Las nuevas tensiones por el conflicto muro-canal están volviendo insostenible la producción. En septiembre de 2022 grupos armados entraron a la planta hiriendo a varios trabajadores. En enero de 2023 hubo fuertes revueltas y paro de labores. Las revueltas de junio descritas en esta crónica por Ingeniero y por el gerente Doner dejaron dos muertos y cuantiosos daños en diferentes naves de la planta. En enero de 2024 la planta cerró nuevamente de forma indefinida producto de las tensiones provocadas por el canal. En marzo, mientras hacía el trabajo de campo para este material, nuevamente se paralizó la actividad en la planta y los obreros se retiraron en masa a media jornada. Un grupo armado de origen desconocido amenazó con quemar la escuela del municipio fronterizo de Juana Méndez, donde se encuentra CODEVI y donde estudian la mayoría de los hijos de los operarios. La cadencia de estos eventos hacen muy difícil que las empresas cumplan con sus obligaciones y sus entregas, cayendo muchas veces en penalidades económicas o pérdidas de materiales.
Durante mi entrevista con Doner, el gerente de producción me dice tener una serie de protocolos para resguardarse y resguardar al personal administrativo de la furia de la “horda” de operarios de maquila descontentos. Sin embargo, Ingeniero me revela después que tales protocolos no existen en la mayoría de naves, y donde los hay son insuficientes. “¿Sabes cuál es el protocolo con las revueltas de haitianos?”, pregunta de forma retórica Ingeniero. “Correr por tu vida”.
El canal de la discordia
El camino hacia el canal es extrañamente sombrío. Dejamos atrás la casa de la madame Wideline Pierre y avanzamos hasta llegar a la ciudad de Juana Méndez. Cruzamos varios barrios de chabolas donde mujeres y niños vegetan frente a sus casas. Casi no veo hombres en los barrios. El polvo los cubre y el calor parece haberlos secado a todos. El color canela del polvo les homogeniza y los mimetiza con las casas y el camino. Las escenas de miseria son chocantes, lo que no veo es la presencia de las bandas de secuestradores de las que tanto hablan Abel y Vincent. Así que me quito el pasamontañas y les pido, ya un poco molesto, que por favor guarden esa pistola que tanto me ofrecen. Las señales dicen que por acá el asesino más común es el hambre y contra ella aun no se inventan armas.
En las calles de Juana Méndez todo y todos se mueven despacio y parecen aburrirse viendo a los pocos, poquísimos, vehículos que transitan, a vuelta de rueda, por las calles llenas de hoyos. Un niño está sentado frente a su casa. Sobre sus pies pasa el agua sucia de un pequeño canal en la tierra. Mira al suelo como ido, y sobre su cabeza se posan varias moscas a las que les da la misma importancia que al agua sucia sobre sus pies descalzos.
Llegamos al canal y en él un grupo de trabajadores descansan a la sombra. Son voluntarios y trabajan cuando el sol y las energías se lo permiten. Dos hombres uniformados y armados se nos acercan, uno es un capitán y el otro su subalterno. Ambos pertenecen a lo que queda de la división de policía ambiental de Haití. El canal está lejos de ser una estructura monumental. Consiste en un dique en una de las curvaturas del Río Masacre, y luego, en una serie de pasadizos de cemento y hormigón por donde, una vez terminado, pasará el agua en diferentes esclusas que se abrirán y cerrarán según el flujo de agua y según la necesidad de las plantaciones de Maribaraux.
Los dos policías me hacen algunas preguntas, desconfiados, pero Abel habla con ellos en creole. Ahí me entero de que Abel fue policía y ahora se dedica a actividades un tanto más fructíferas, como por ejemplo colar personas en esta frontera. Al saber que soy periodista el semblante de los policías cambia y dejan atrás su interrogatorio y su desconfianza. Están orgullosos de su canal y quieren mostrarlo.
Hasta acá han venido las figuras haitianas más importantes de los últimos años. Guy Phillipe, el policía de Puerto Príncipe entrenado por los Estados Unidos que lideró el golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide, estuvo aquí solo un mes después de llegar al país deportado luego de pasar 10 años en cárceles estadounidenses. En enero de 2024 dio una arenga en el canal en la que dijo que “podemos hacer cuantos canales queramos” y alentó el sentimiento patrio antidominicano.
Guy Phillipe ha sido el señor de la guerra por excelencia en Haití. No solo logró dar un golpe de Estado efectivo, sino que aglutinó a buena parte de la policía y el ejército haitiano bajo sus órdenes. Es ahora mismo una de las figuras más importantes y uno de los warlords con más seguidores dentro de Haití. Hablé con él en febrero de 2024, cuando llegamos al tema del canal expresó algo similar al discurso de la madame: dijo que el río es de los haitianos, que tienen derecho sobre él, y que de ser necesario lo defenderán por cualquier vía.
Los policías me hacen bajar al canal. “Tiene suerte, está usted ahora mismo dentro del canal del Río Masacre”, anuncia el capitán con el orgullo que un parisino mostraría los intestinos metálicos de la Torre Eiffel. Me muestran una a una las esclusas haciendo largas explicaciones sobre la ruta que el Masacre tomará en esos túneles una vez logren domarlo. Me llevan luego a una especie de mirador con barandas para que unos hipotéticos turistas vengan en el futuro a ver cómo corren las aguas color café del río. Es tanta la esperanza que los diseñadores han puesto en este canal que incluso han instalado unos bustos de lata con la forma de los próceres de la independencia haitiana. Ahí está Boukman, el esclavo liberto que llegó de Jamaica y lideró la gran revolución de esclavos en 1791. Tousant Loventour, el cultísimo libertador de esclavos que venció a las tropas napoleónicas y fue traicionado y encerrado en una prisión francesa hasta su muerte en 1803. Y Henrry Christoph, autoproclamado como Enrique I, el primer gran emperador de Haití que terminó volándose los sesos con una bala de oro en 1820, en una de las fortalezas más magníficas jamás construidas en el Caribe.
Sin los lentes del patriotismo el canal es poco más que la construcción de una banqueta larga en cualquier ciudad de América. Pero acá, en medio del caos que reina desde hace siglos, y luego de la gran crisis de violencia e ingobernabilidad que inició en 2021, representa para los haitianos la dignidad y la posibilidad de pelear, como lo hicieron siglos atrás, contra enemigos más poderosos. También la improbable oportunidad de ganarles.
Pero del otro lado de la frontera, República Dominicana no está dispuesta a perder un río así como así: los dominicanos prefieren secarlo antes que dejárselo a sus vecinos. Desde finales de marzo uno de los canales del río Masacre del lado dominicano amaneció con tres enormes motobombas que pretenden sacar el agua antes que esta llegue al canal haitiano. El 1 de abril, el presidente Luis Abinader ordenó que se hicieran las instalaciones eléctricas necesarias para sustituir las motobombas por sistema de bombeado eléctrico, mucho más eficientes y con capacidad de sacar más agua del Masacre.
Mis guías me dicen que debemos regresar. A las 5 de la tarde el Capitán Bueno cierra las puertas de la frontera y si eso ocurre deberemos entrar por los montes, como hacen los haitianos cada día. Deshacemos el camino por la localidad deprimida de Juana Méndez. El muro queda a nuestra izquierda. Se ve tan gris como poco imponente. Mis guías me dicen que fue construido en gran medida con mano de obra haitiana. El mismo niño sigue casi inmóvil viendo el camino y las aguas sucias siguen mojando sus pies descalzos. En un lugar cerca de la frontera me espera nuevamente Géant, cansado de apalear a sus compatriotas durante todo el día. Me esconde en su carro y hacemos el mismo protocolo, ignorando todas las normas, para cruzar a República Dominicana.
A la mañana siguiente es día de mercado en Dajabón y voy al puente fronterizo, ahí está el Capitán Bueno y Géant, y unos 20,000 haitianos que esperan para cruzar. Muchos de ellos aprovecharán para huir de Haití, un país moribundo tomado por las bandas criminales, pero cuando crucen el río Masacre les esperan más grupos al margen de la ley. En la Frontera Masacre, mientras las ideas se convierten en cemento, el odio se cubre la cara con pasamontañas, viste de negro y monta en motocicletas.
CONTINUARÁ…
Frontera Masacre es una serie de Redacción Regional y Dromómanos.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).