Texto: María Eugenia Ramos
Fotografía: Fernando Destephen
«Al cuerpo que dejamos en la orilla / regresamos distintos, / con un vacío a medias, / como quien ha dejado alguna cosa / que no se sabe qué es, / allá, / del otro lado». Estos versos de la poeta y narradora colombiana Piedad Bonett (Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2024), en el epígrafe del libro Crónicas de lo que dejamos en la orilla, del escritor hondureño Dany Díaz (Flor de Mezcal, 2024), generan una expectativa sobre las búsquedas existenciales del autor que sus 75 páginas satisfacen con creces.
Con una prosa intimista y prolija, Díaz narra en las cinco crónicas que conforman este libro el itinerario y las vicisitudes de algunos de sus viajes por Europa y Centroamérica; no obstante, el viaje más importante que nos narra no es uno que requiera de boletos de avión ni visas, sino de valentía para verse en el espejo a sí mismo y ahondar en las propias raíces, incluso a costa de incursionar en recuerdos a veces dolorosos.
«Un septiembre en Portugal», la primera de las crónicas, comienza relatándonos que, cuando tenía 15 años, el autor decidió viajar por lo menos una vez al año, ya fuera a algún lugar cercano a su aldea, o a otro continente, resolución que, nos dice, ha podido cumplir. Estremoz, en Portugal, fue uno de los destinos que lo acogió, gracias a la beca que obtuvo para una residencia artística de tres meses, para la cual pidió licencia en su trabajo.
Hay que decir en este punto que Dany Díaz tiene más de un sombrero. Ser escritor ha sido una vocación temprana, que inició desde que en su aldea (de la que nunca nos revela el nombre) llevaba apuntes en una libretita roja de los acontecimientos de su entorno y de sus reflexiones de niño precoz. A pesar de sus humildes orígenes rurales, logró estudiar becado en Estados Unidos, donde cursó dos maestrías en prestigiosas universidades, en ciencias políticas y políticas públicas. Es por ello que otro de sus sombreros es el de consultor en políticas públicas para Guatemala, Honduras y El Salvador.
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La experiencia de la residencia artística en Estremoz le permitió a Dany establecer puntos de contacto entre su obra y la de otros creadores, especialmente de la plástica, no solo a nivel de realización, sino en un sentido más profundo, el de las búsquedas personales y el sentido de identidad. Así, el incendio de 2017 en la Torre Grenfell de Londres, en el que murieron 72 personas, tiene para Dany un paralelo con el incendio del penal de Comayagua en 2012, donde perdieron la vida 360 privados de libertad. En ambos casos, las personas y entidades responsables ocultaron información, y las heridas causadas por omisión, negligencia o de forma deliberada, siguen abiertas.
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Stella Whalley, artista visual de Londres, compañera de Díaz en la residencia de Estremoz, creó una instalación inspirada en la tragedia de su ciudad, a la que tituló «Estoy harta de…». Dany escribió un cuento titulado «El llavero», inspirado, según nos dice, en el hecho de que cuando comenzó el incendio en el penal de Comayagua nadie sabía dónde estaba el guardia que tenía las llaves, por lo cual los presos murieron quemados en sus celdas. Stella incluyó en su instalación un cuaderno negro que Dany le obsequió, y escribió en la tapa: No más secretos.
Este detalle, revelado al final de esta primera crónica, constituye la clave de la tónica del libro: la escritura como herramienta contra los silencios, contra los secretos, ya sea oficiales, familiares, o esos tan profundos que no nos atrevemos a contárnoslos a nosotras y nosotros mismos.
No es de extrañar, pues, que ya en la segunda crónica Dany Díaz narre de manera incisiva y sin reservas —más que la deliberada omisión del nombre de su aldea— su historia familiar, que como la de muchas otras familias hondureñas, lejos de ser color de rosa, está teñida por abandonos, resentimientos, irresponsabilidad paterna, lejanías, e incluso maltrato y violencia sexual.
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«Todas mis guerras» se titula acertadamente la crónica en la que Dany nos cuenta sus batallas por conocer la historia familiar, marcada por un hecho perturbador: su abuela materna, que fue una de las muchas personas de nacionalidad salvadoreña expulsadas de Honduras en el marco de la guerra de 1969 con El Salvador, se marchó a su tierra natal con otros de sus hijos, pero a último momento decidió dejar a la madre de Dany con su familia hondureña, desentendiéndose de ella desde entonces.
Las batallas de Dany por desenterrar los secretos de su historia familiar, y la desmitificación de la figura de su abuela y su abuelo, así como la representación de su padre como un alcohólico que murió en el patio trasero de la casa de sus hijos, se inscriben en estas búsquedas dolorosas que cuestionan uno de los mitos más poderosos de las sociedades: la familia perfecta.
«Trato de pensar», dice Dany, «en la última vez que nos sentamos a reírnos en mi familia y no puedo recordar un momento específico. Pienso que no todas las familias que se ríen son felices, pero también me digo que es muy difícil ser feliz y no reírte».
La siguiente crónica, «Loki», narra los intentos no del todo afortunados de Dany por establecer una relación con el perro de su hermano, bautizado como el dios de la mitología nórdica. Haciendo honor a su nombre, Loki es travieso y está lleno de una energía que no siempre es bien comprendida. El relato transcurre en la aldea natal de Dany, ese pequeño universo del que, parafraseando a Cervantes, se diría «de cuyo nombre me acuerdo, pero no puedo contarte»; y tal vez no sea casual que en la crónica el autor diga que no pudo enojarse cuando Loki le mordió su ejemplar de El Quijote.
«Cómo han caído los valientes», la siguiente crónica, revela otra de las búsquedas de Dany, esta vez su relación poco convencional con la religión, ya que se define como agnóstico, y paralelamente su entrañable amistad con Saúl, un sacerdote franciscano de origen salvadoreño, con quien se conocieron cuando ambos eran estudiantes de la Universidad John Carroll.
En el transcurso de su amistad, Saúl invita a Dany a conocer a su madre y al resto de su familia en El Salvador. Años después, Saúl fallece en un accidente automovilístico, y pese al vínculo genuino entre ambos, Dany se encuentra a sí mismo incapaz de contactar a la madre o al resto de la familia para darles el pésame. Durante la pandemia de Covid, a los dos años del fallecimiento de Saúl, Dany viaja a El Salvador y finalmente se anima a visitar a la madre de su amigo. La recuerda como una mujer fuerte, el bastión de toda la familia; sin embargo, ha tenido un accidente y ya no puede caminar, lo que la convierte, a sus 92 años, en una mujer imposibilitada de valerse por sí misma.
Como parte de su duelo por la muerte de su amigo, Dany busca en los Evangelios la explicación del porqué Saúl decidió convertirse en fraile franciscano, cuando pudo haberse convertido en especialista en informática y ganar mucho dinero. También busca una respuesta en sus conversaciones con amistades entendidas en teología. Todas estas indagaciones, finalmente, no son capaces de darle una respuesta del todo satisfactoria, pues en su condición de agnóstico sólo puede entenderlo «en un nivel intelectual», según reconoce. Sin embargo, la búsqueda en sí misma, y el encuentro con la familia de Saúl, representan para Dany una forma de consuelo por la pérdida.
La última crónica del libro, «Fin del mundo en octubre», nos muestra otra faceta del autor, que ya había asomado en otros momentos, particularmente en el relato del cachorro Loki: un fino sentido del humor que acompaña a un implacable ojo crítico, con los que desmenuza las creencias sobre el próximo fin del mundo, que en diferentes épocas han sustentado individuos y sectas.
A los diez años de edad, Dany había desarrollado un método para desvirtuar las profecías apocalípticas de una vecina, con el auxilio de los datos proporcionados por la Enciclopedia Océano; sumar el año en curso (1998) con la expectativa de vida más alta, en ese entonces, la de Japón, 92; por consiguiente, el mundo, según Dany, no podría acabarse antes del año 2090.
«Luego», nos dice, «llegó octubre y ya no estuve tan seguro».
En efecto, en octubre de 1998 el huracán Mitch llegó a Honduras y causó enormes pérdidas humanas y materiales. A pesar de que no alcanzó a afectar la aldea de Dany, escucharon por la radio cómo los ríos arrasaban con casas, puentes, carreteras, y las familias decidieron refugiarse en un lugar seguro. Díaz narra cómo la aldea careció de agua potable y de energía eléctrica durante varios meses. En medio del relato del desastre, vuelve a asomar su sentido del humor, cuando cuenta que algún vecino propuso ir a hacerse de los electrodomésticos de las tiendas destruidas, que nadaban en las calles inundadas de Tegucigalpa.
Con abundantes referencias a las lecturas del autor, como también a su compromiso social, que no deriva en el panfleto, Crónicas de lo que dejamos en la orilla es una obra muy bien concebida y estructurada. A la capacidad de Díaz para describir entornos, caracteres y situaciones, se aúna un lenguaje no solo evocador, sino también poético: «aun cuando nuestras sangres hayan existido como ríos que nunca se cruzan, separados por el tiempo y antiguos silencios»; «su piel parece un papel resquebrajado».
Con excepción de algunos detalles relacionados con el cuidado editorial, especialmente el uso de las tildes, la lectura de estas crónicas representa un soplo de aire fresco, con una visión que no por realista es menos esperanzadora, tal como nos dice el autor: «La promesa de que nuestras pérdidas más profundas no son irremediables es una promesa de esperanza, la posibilidad de que al fin y al cabo habrá un tipo de integración de nuestras partes oscuras con la luz».