En 2023 más de medio millón de migrantes, la mayoría venezolanos, entraron de manera irregular a Honduras. Muchos de estos migrantes han encontrado aquí el único lugar en donde pueden esperar para ahorrar dinero y tomar aliento para seguir el camino, porque Honduras es solo parte de la ruta hacia Estados Unidos. Entre albergues improvisados y clandestinos, familias y amigos pasan sus días recordando lo recorrido y planificando un futuro todavía incierto.
Texto: Daniel Fonseca
Fotografías: Fernando Destephen
Edición: Jennifer Avila
En su mochila, Jeremías lleva un elefante azul, un F1 anaranjado y una pala de juguete que le dieron en uno de los centros de atención al migrante por los que ha cruzado. Va con una camisa de Spider-man y una gorra de Mickey Mouse. Juega a escarbar la acera en el semáforo entre la tercera avenida y la novena calle en Comayagüela, donde su madre pide dinero para seguir el viaje hacia Estados Unidos. Cuando el tráfico se detiene, Yosimary extiende una paleta de fresa a los conductores como un gesto de agradecimiento, anticipando una limosna. En su camiseta, que cubre su vientre de embarazada, dice «Venezuela».
Alguien, desde la ventana de un carro, les regala una bolsa de Burger King con comida y dos refrescos. La luz pasa a verde y todos aceleran. Otra persona le tira once lempiras que caen al suelo y ella los recoge, sin inmutarse. Le gusta mucho Honduras, dice.
—Los hondureños son muy solidarios.
En 2023, más de medio millón de migrantes entraron de manera irregular a Honduras. Este número, según el recuento del Instituto Nacional de Migración, casi triplicó la cifra de 2022, que ya venía escalando desde el fin de la pandemia. La mayoría de personas en tránsito que han recorrido el país desde entonces son venezolanos, pero otros países empezaron a abrirse paso en los registros migratorios en los últimos cinco años. Cuba, Haití, Ecuador, Colombia, China, Guinea, Senegal y la India se encuentran entre los primeros lugares de una lista cada vez más larga.
Entre estos grupos, niños y niñas experimentan situaciones de vulnerabilidad particulares, sumadas a las de su estatus de migrantes. Solo entre enero y abril de 2024, unos 35,617 niños y niñas de diversas nacionalidades cruzaron el país en su ruta hacia la frontera sur de Estados Unidos, donde la mayoría de familias aspira a solicitar asilo y escapar de la pobreza y violencia de sus países de origen, pero también de la violencia y la pobreza del camino. 16,863 de estos niños y niñas tenían entre cero y diez años.
Las políticas migratorias más restrictivas de países como Panamá —que buscan movilizar fuera del país lo más rápido que se pueda a los migrantes— han convertido a Honduras en una pausa en el camino de muchos núcleos familiares que buscan ahorrar dinero o recibir asistencia médica tras cruzar la selva del Darién.
Jeremías, por ejemplo, cuando no está acompañando a su madre en su jornada de pedir dinero en las calles de la capital, sueña con lo que quiere hacer cuando llegue a Estados Unidos: tener un auto de policía, mandar a traer a su hermana mayor y a su abuela desde Venezuela, aprender las cosas que aún no sabe.
—Cuando sea grande voy a ser inteligente —dice.
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Cuando terminan su jornada, Yosimary y los demás migrantes que rentan una habitación en la casa de La Profe —una excatedrática universitaria que los hospeda— se reúnen para contar historias de fantasmas. Alrededor de la estufa de gas diminuta en la que cocinan comida para 23 personas, hablan de lo que dejaron en Venezuela, de lo que planean hacer cuando se acerquen a la frontera norte de México, de lo que un día harán cuando estén en la tierra prometida. Sobre todo, hablan del Darién, una herida verde entre Colombia y Panamá que se ha convertido en un territorio controlado por el crimen organizado y donde las vulneraciones a los derechos humanos contra la población migrante suceden cada día.
—A eso de las 3 de la mañana un haitiano pegó un grito, pero un grito escalofriante, y en ese momento hubo un trueno, y yo lo que pensé fue que el cerro donde estábamos acampando se nos venía abajo, y fue un momento de desesperación. Pero fue que el muchacho haitiano vio o soñó que se lo estaba comiendo una culebra gigante, y cuando él salió de la carpa sí tenía el rosetón, así como de la envoltura de la culebra en el cuerpo —cuenta Yosimary.
Jeremías mira en su celular un video de Masha y el oso y los niños corren y juegan, pero escuchan.
Los demás tienen historias similares. Hablan del migrante que se lanzó de un peñasco porque no resistió más la jungla, de las apariciones que se perdían entre los árboles y les decían que no siguieran avanzando, de las carpas llenas de cadáveres, de un río carmesí y con olor a sangre y de cómo intentaron, muchas veces sin éxito, que sus hijos tuvieran los ojos cerrados durante el camino. «Yo evité dentro de lo posible que Jeremías viera esas cosas, pero si no veía, escuchaba a los adultos hablar, y entonces uno trata de que esa imagen se les borre. Porque si para uno como adulto no es recomendable, imagínense para los niños. En la parte psicológica afecta bastante, pero creo que, entre todo, lo más desesperante era ver que transcurrían los días y no salía de allí», dice.
Yosimary salió de Venezuela en septiembre de 2023. Era oficial de la marina y desertó luego de que no le dieran de baja para poder irse del país, por lo que si regresa, es probable que vaya a la cárcel. Cuenta que, además de su trabajo como militar, se dedicaba a hacer manicura para tener ingresos. «Pero ni aún así nos daba para uno sustentarse, nos tocaba vivir el día a día, pues. Nada más». Tener dos trabajos limitaba el tiempo que podía pasar con sus hijos, por lo que tomó la decisión de irse. En Estados Unidos no tiene familia, viaja con la pura esperanza de entrar, conseguir un trabajo y ganar lo suficiente para poder reunir a su familia.
En Venezuela se quedó su hija de 12 años, y el papá del bebé que está esperando murió hace unos meses de malaria, una enfermedad tropical prevenible y curable.
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La casa de La Profe queda en uno de los barrios de la capital hondureña. Ella no quiere que se sepa ni su nombre ni su dirección, porque «hay gente que no está de acuerdo con esto que hago». Es decir, brindar un lugar donde quedarse a decenas de migrantes de varias nacionalidades que pueden permitirse pagar la renta de 250 lempiras al día. En su casa, una cuartería con ocho habitaciones, se han hospedado decenas de migrantes que intentan ahorrar algo de dinero para continuar su viaje. Ahora hay 23 personas, de las cuales 13 son niños y niñas menores de 13 años.
—Nunca había pensado que iba a trabajar siendo solidaria con personas que caminan buscando un sueño diferente —dice La Profe—, pero creo que la migración es un derecho; entonces colaboramos no por plata sino por conciencia, porque creemos que tenemos derecho a tener un sueño.
Varios espacios han servido como refugios en la capital. Algunos han sido habilitados por los mismos ciudadanos, donde cobran poco o nada. Otros son lugares públicos que los migrantes han usado para pasar sus noches y resguardarse de la intemperie. Durante gran parte del 2023, los migrantes que cruzaban por Tegucigalpa se refugiaban en las instalaciones vacías del Trans-450. Uno de los mayores recordatorios de la corrupción en la alcaldía de Tegucigalpa se había convertido en un refugio para cientos de personas que atravesaban el país sin ningún otro lugar donde quedarse. Sin embargo, a finales de año la municipalidad decidió cerrar estos espacios con candado y los migrantes que habían montado ahí su campamento fueron trasladados hacia la frontera para continuar su viaje.
Las familias que aún no tenían suficiente dinero y quienes estaban recibiendo algún tratamiento médico se quedaron sin un lugar donde dormir.
Además de los cuartos de renta, como el de La Profe, han surgido albergues clandestinos en edificios abandonados donde estos migrantes permanecen por algunos días, mientras esperan ahorrar para su pasaje hacia Guatemala. En uno de ellos, su fundadora —una joven que pidió no ser nombrada— decidió habilitar un edificio en desuso que era propiedad de su familia para que los migrantes que circulan por la zona pudieran dormir bajo techo.
—Es que usted viera, cuando ve a las señoras, a los niños en la calle, bajo la lluvia… me dio un no sé qué. Entonces le dije a mi papá que les dejáramos usar el edificio que teníamos disponible —cuenta.
Por su albergue han cruzado unas 500 personas en los últimos meses. La mayoría son núcleos familiares.
Quienes se están refugiando aquí aseguran que Migración ha intentado en múltiples ocasiones encontrar el lugar para desalojarlos, pero hasta ahora no han tenido éxito. De momento hay unos diez niños junto a sus familias que, en tres días, deberán buscar otro lugar dónde quedarse para darles espacio a los nuevos migrantes que llegarán.
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Si bien en las zonas fronterizas como Trojes o Danlí el Estado de Honduras brinda atención humanitaria, en el resto del país, los migrantes aseguran que esta presencia y atención es prácticamente nula. La mayoría de refugios y albergues que hay funcionan con fondos privados o de la cooperación internacional. Según la aplicación RedSafe, de la Cruz Roja, en Honduras hay 15 centros de atención humanitaria formales, pero los refugios en iglesias y casas de habitación particulares son muchos más.
Quienes tienen acceso a esta clase de centros de atención, con personal especializado y mayores recursos, reciben tarjetas de compras de supermercados, kits de salud menstrual, paquetes de comida, kits de aseo, juguetes, ropa. Solo en la Cruz Roja semanalmente se atienden unas doscientas personas migrantes desde hace meses. Según reporta el personal de atención primaria, de momento hay una baja en el número de migrantes que llegan solicitando atención, son mucho menos que en octubre del año pasado, donde podían ver hasta el triple de migrantes al día. «Se les brinda apoyo psicosocial. También en ciertos casos se da un seguimiento en casos de antecedentes de abuso, ya sea sexual, violencia, etcétera», explica el doctor Andrés Medrano, de la Cruz Roja.
Pero reconocen que la atención psicológica, especialmente en el caso de los niños, es limitada. Glenda Hernández, gerente de desarrollo social de la Cruz Roja Hondureña, dice que «hay que recordar que la población migrante en tránsito recibe una asistencia muy rápida, es bien corto el tiempo que se tiene de asistencia».
Mientras los adultos pueden recibir atención psicológica en casos de abuso o trauma, con los niños se suelen realizar únicamente actividades lúdicas y psicopedagógicas como dibujar. «Brindar asistencia psicológica en la ruta migratoria es complejo porque la gente tiene interés en seguir su camino, y muchas veces no acuden a algunos servicios que brindan las organizaciones por el tiempo», dice Glenda.
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Es domingo por la tarde; hoy no salen a las calles a pedir.
En el patio de la casa de La Profe hay una mesa ennegrecida por el hollín, cinco sillas, una estufa de gas, una pila de agua, y sobre la pila un rótulo que dice qué días le toca a cada persona limpiar. Al fondo están las habitaciones, donde cada migrante tiene las pocas posesiones que ha guardado hasta este punto del camino. Los niños están jugando, corriendo, dibujando. Hablan de lo que han vivido hasta ahora, de lo que harán cuando lleguen, de lo que dejaron atrás.
Lo que Sebastián (4) recuerda de Venezuela es la bandera: amarillo, azul, rojo, estrellas. Bianca y Camila (3) son gemelas y no se acuerdan de nada. Patricia (6), tampoco. Muchos niños migrantes salieron de su país de origen antes de que pudieran hacer recuerdos de una patria, y vivieron en otros países de la región, como Colombia, Chile o Perú, hasta que sus familias decidieron empezar la ruta hacia Estados Unidos. Dahilyn (13) sí se acuerda de casi todo, pero lo que extraña son las playas y la comida. La de Honduras es muy picante, dice.
Dahilyn (13): Mi mamá solo me dijo que íbamos a viajar, y ya.
Yosimar (9): ¿Y qué sentiste tú cuando estabas pasando la selva?
Dahilyn (13): Nada.
Yosimar (9): ¡Cuando pasastes el río, pues! Que estaba muy fuerte, ¿qué sentiste?
Dahilyn (13): Nada. Para mí todo bien. Cuando nosotros pasamos estaba bajito el río y la tierra seca.
Yosimar (9): Yo pasé por una montaña que casi se iba cayendo y yo lloraba, y un chamo que era amigo de mi papá me agarró, y yo pensé que me iba a caer.
Dahilyn (13): No, yo la verdad pasé así, yo sola.
Yosimar (9): Pero porque tú ya estás grande, ya tú eres una adulta.
Dahilyn (13): No soy una adulta.
Desde que se conocieron —algunos en el Darién, otros en algún campamento en Panamá o en la frontera sur de Honduras—, las familias que se hospedan en la casa de La Profe actúan como si todos fueran primos. Los niños más grandes cuidan, regañan y se pelean con los más pequeños, que incluso en un país extraño buscan maneras de meterse en problemas. Sus cuidadores —madres, padres, tíos, hermanos mayores— planean entre todos cuándo seguir la ruta, cuál es el camino menos peligroso, cómo evitar separarse hasta llegar a la frontera.
Yosimar (9): Honduras para mí es bonito, es más mejor, porque siento que aquí hay escuela para que me pongan a estudiar.
Dahilyn (13): En todos lados hay escuela.
Yosimar (9): Yo cuando llegue a los Estados Unidos quiero que me pongan a estudiar, que me pongan a hacer leer, a escribir, que me pongan a hacer matemática. Eso es lo que yo quiero. Y cuando sea grande, si Dios quiere, voy a ser doctora, y mi papi me va a enseñar a ser doctora…
Dahilyn (13): Eso te lo enseñan los maestros. Eso tú estudias de bachiller, y después te dan el título, y después…
No tienen razones muy diferentes para querer llegar a Estados Unidos. Darwin quiere llegar porque ahí podrá ir a la escuela y conocer la nieve. Jeremías piensa que allá habrá muchos niños con quienes jugar.
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Yosimary no viaja con el resto del grupo, porque debido a su embarazo se mueve a un ritmo diferente. Tiene más prisas por llegar, pero en Honduras ha recibido tratamiento obstétrico porque al salir de la selva estaba botando líquido amniótico. Ahora, a pesar de que pasa todo el día parada, su bebé está sano, dice.
Cuando llegue a Estados Unidos, espera poder tener un trabajo que le permita pasar más tiempo con sus hijos. Pero de momento sus preocupaciones son similares a las que tenía en Venezuela: conseguir la comida del día, lograr pagar el cuarto donde se está quedando, cuidar de Jeremías y encontrar el nombre adecuado —uno bíblico— para su bebé, que nacerá en una tierra prometida que ella jamás ha conocido.
—No me imaginé pasar un embarazo así en estas condiciones. No me imaginé nunca estar migrando, pasar todo el día en la calle. Cuando dé a luz yo espero poder estar en Estados Unidos ya, pero que sea la voluntad de Dios.
En unas semanas se irá del país, y alguien más (otra madre, otro padre, otra familia), ocupará su lugar en el refugio, en las calles, en el semáforo entre la tercera avenida y la novena calle de Comayagüela.
Este trabajo fue realizado en el marco de la formación para periodistas «Cambiar la mirada. Nuevas narrativas sobre migración», convocada por la Oficina Regional para América Central y el Caribe de ONU Derechos Humanos, en colaboración con el Departamento Medios, Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de Barcelona, y el Centre d’Estudis i Recerca en Migracions, y fue producido por Contracorriente.