En 2022 ingresaron a Honduras de forma irregular cerca de 190,000 personas, la mayoría cubanos y venezolanos; muchas más personas que en los doce años anteriores. El país desde el que llegaron a migrar en caravana más de 15 mil personas se ha vuelto también una parada hacia el Norte. A 4,000 kilómetros de la frontera de Estados Unidos, en los paupérrimos pueblos fronterizos brota la inflación para migrantes, la corrupción policial y las redes de tráfico. El nuevo éxodo transita la vieja ruta de migración.
Texto: Allan Bu
Fotografía: Fernando Destephen y Amílcar Izaguirre
Este reportaje es parte del especial Tirano Tours de la Sala de Redacción Regional
La llegada
Sandro Araújo tenía una fractura en la mano derecha y las picaduras de insectos le cubrían casi toda la piel, pero sonreía. Acostado sobre una pequeña cama en un refugio católico de Danlí, un pueblo hondureño fronterizo con Nicaragua, parecía un paciente optimista. Aunque por delante le quedaba un camino de más de 4,000 kilómetros, ya había superado una de las etapas más duras: cruzar el tapón del Darién, la selva llena de peligros naturales y criminales que une Colombia y Panamá. Era julio de 2022 y hacía dos semanas que Sandro había comenzado su camino a los Estados Unidos desde Colombia, a donde había migrado para escapar de la pobreza en Venezuela. «Hay personas que se han quedado en el camino, no pueden subir una pendiente y les da un paro, pero a uno le toca migrar porque ese narcocomunismo que tenemos en Venezuela es fuerte, eso no lo vive nadie. Si eres empleado público te obligan a salir a marchar. ¿Ustedes aguantarían eso? Un sueldo de 30 dólares mensuales ¿Quién come con eso? ¡Jamás! Hay que migrar», dijo este exfuncionario del Ministerio de Educación del gobierno de Nicolás Maduro.
Honduras siempre ha sido un lugar del cual huir, pero para los venezolanos llegar hasta aquí es una buena noticia. La cama sobre la que descansaba Sandro la habían ocupado cientos, quizás miles, de migrantes antes que él. Desde finales de 2020, el país desde el que marcharon en caravana más de 15 mil personas hacia los Estados Unidos y donde el año pasado las remesas representaron el 25% del Producto Interno Bruto, se ha vuelto un lugar de paso, una sala de espera hacia el norte. En 2022, según los registros del Instituto Nacional de Migración, ingresaron al país de manera irregular 188,852 personas –más que en los doce años anteriores– la mayoría cubanos, venezolanos y haitianos.
Danlí es un centro de comercio en el oriente de Honduras, en el departamento de El Paraíso, que se dedica a la agricultura, las plantaciones de tabaco y la ganadería. Hasta hace dos años era solo eso, un pueblo tranquilo y rural. Pero mientras Sandro descansaba en el albergue, en las calles era evidente que la masiva llegada de migrantes había cambiado el paisaje y la economía del lugar.
En las esquinas era común ver personas con carteles que decían «Hermano hondureño, soy venezolano y necesito ayuda. Dios te bendiga». Las oficinas de Migración estaban rodeadas de un buen número de personas que en aquel momento pagaban una multa de 237 dólares por haber ingresado ilegalmente al país o esperaban entre tres y cinco días hasta para obtener un salvoconducto y seguir su camino.
Ahí estaba José Farías, quien llevaba 20 días en ruta desde Venezuela con dos amigas y tres menores de edad. El último sueldo que percibió en su país era de 10 dólares mensuales. «No podía ni comprar pantalones», dijo mientras se acomodaba en la parte trasera de un vehículo de doble tracción. Entonces comenzó a llorar. «En estas lágrimas no tengo resentimiento en el corazón, porque tengo casi un mes en esto y “huevón”, estás entre la vida y la muerte, pero por mis hijos lo vuelvo a hacer» dijo.
La llegada de migrantes provocó, al principio, un brote de solidaridad en los pueblos fronterizos de Honduras, como Danlí y Trojes. La Iglesia Católica instaló tres albergues para recibir a los inmigrantes y los voluntarios preparaban hasta 1,200 platos al día para alimentarlos. En enero del año pasado, los voluntarios se agotaron, aunque los refugios mantienen las puertas abiertas y en julio todavía se entregaban alimentos crudos que los migrantes podían cocinar en dos estufas de gas.
«Aquella cuestión voluntaria de ayudar se ha convertido en una oportunidad para algunas personas de salir de pobres», dijo Kenia Zerón, coordinadora de la comunidad de Acogida de Migrantes.
Cuando los migrantes cruzan la frontera de un país del cual la gente siempre ha huido y sigue huyendo, lo que se encuentran es inflación, tráfico de personas y corrupción. De todos modos, Sandro, recostado con las manos detrás de la cabeza define esta sala de espera como una «bendición».
2.- El alcalde
El alcalde de Danlí, Abrahan Kafati, nos recibió en una amplia oficina que contrasta con la modestia del resto del edificio de la Municipalidad. Kafati, de 65 años, es exdiputado y un empresario de la zona que ha realizado inversiones en gasolineras, comunicaciones y hotelería. Llegó a la silla municipal como candidato del Partido Nacional en noviembre de 2021, al único municipio donde ese partido, el del expresidente extraditado Juan Orlando Hernández, arrasó en las urnas. El alcalde asumió ya en medio de una ola migratoria.
Las fuentes consultadas denuncian que el papel del Estado se ha reducido a extender salvoconductos y cobrar multas por ingresar irregularmente al territorio hondureño, cosa que el Gobierno hacía hasta agosto del 2022. Durante la entrevista, el alcalde no hizo el menor esfuerzo por ocultar su molestia por los miles de migrantes que han llegado a la ciudad.
—¿Qué ha hecho la alcaldía para ayudar a los migrantes?
—Hemos tratado de apoyar, pero no tenemos presupuesto para esto. Las acciones que se han realizado son más a nivel personal junto a algunos regidores, con quienes hemos regalado alimentos para ayudarles un poquito.
—¿No están preparados como Municipalidad?
—Nos está viniendo una cantidad enorme de migrantes y lo que pasa es que al venir esta gente, ahora sí necesitamos albergues, pero no para nuestra población sino para la gente que viene migrando de otros países.
¿Cuál es el problema que nos encontramos? Que esta gente viene y se estaciona aquí en Danlí y en Trojes y si usted va donde están las oficinas de migración se va a asustar de la cantidad de gente que hay afuera haciendo sus necesidades en la calle y buscando quien les dé de comer porque no hay albergues y no hay forma.
—¿Habrá un aumento de la actividad comercial con este paso masivo de migrantes?
—¿Usted cree que los migrantes vienen con dinero? Ahí andan con rótulos que piden comida; si ellos vinieran con dinero pues enhorabuena, pero esa gente viene buscando mejores derroteros y llegar a Estados Unidos; desgraciadamente, más bien aquí nosotros los tenemos que apoyar. Aquí hemos hecho esfuerzos para darles alimentos, no todo el tiempo, pero en algunos casos porque eso sale de los bolsillos de nosotros mismos, no es del Gobierno central. No tenemos presupuesto para hacer esas cosas.
El alcalde terminó la entrevista reclamando que el Gobierno central no está haciendo nada por resolver el problema de los migrantes:
«Necesitamos 5 o 10 camiones para que inmediatamente los que vayan llegando, ir a tirarlos en la frontera de Guatemala, que es lo que hacen en otros países. Si lo hicieran otro gallo nos cantaría, no tendríamos la ciudad llena de gente pidiendo. Ustedes lo pueden ver, una gran cantidad de gente pidiendo y no son danlidenses, son migrantes».
3.- La inflación
En la frontera entre Honduras y Nicaragua los lempiras, la moneda hondureña, han desaparecido prácticamente del listado de precios. En los carteles de los comercios los productos se anuncian a 5, 10, 15, 20 o 100 dólares. La inflación para migrantes, especialmente para cubanos y asiáticos, que cuentan con más recursos que los venezolanos y haitianos, ha evolucionado hacia un cambio de divisas particular. Oficialmente un dólar equivale a casi 25 lempiras pero en pueblos como Danlí o Trojes el cambio es 1 a 1.
Un refresco para un migrante puede llegar a costar 5 dólares. Los traslados de taxi en Danlí oscilan entre 80 y 100 lempiras (4 dólares), pero hay conductores que desprecian los servicios regulares para esperar en las oficinas de migración y ofrecer traslados a los migrantes hacia la terminal de buses de la ciudad. A cada viajero le cobran cinco dólares y en cada turno no llevan menos de cuatro pasajeros. Sus ganancias se quintuplicaron. Los hoteles prefieren que sus huéspedes sean migrantes. Cuando estuvimos en Danlí, una ciudad sin ningún atractivo turístico, la ocupación hotelera estaba casi al 100%.
El sacristán de la Iglesia Católica de Danlí, Rigoberto Rivera, recordaba en agosto que en una ocasión tuvo que discutir con un vendedor que ofrecía a 25 dólares una bolsa de rosquillas (pan seco hecho de harina de maíz) que usualmente cuesta 25 lempiras: «Le dije al migrante —usted no va a pagar 25 dólares por eso— y le di los 20 lempiras. Aquí les ofrecen una burrita a 20 dólares [cuesta 25 o 35 lempiras, igual a un dólar]; una bolsa de agua a dos dólares… Este ha sido un negocio redondo, aquí hay personas [dedicadas al transporte] que cambiaron toda su flota de vehículos».
Para frenar la estafa de precios a los migrantes, un grupo de universitarios inició la campaña «Hermano migrante, ¡no te dejes engañar!», colocando afiches en algunos puntos del pueblo con los precios reales de varios productos básicos en lempiras .
«La realidad es que la entrada de este montón de migrantes ha dolarizado la economía del municipio, ahí por todos lados hay rótulos que dicen “se cambian dólares”, eso significa que ellos vienen con dinero y cambian», dijo Fredy Morazán, uno de los dos empleados del puesto de migración en Trojes, un pequeño pueblo a fronterizo a unas dos horas y media de Danlí.
Desde que los migrantes cruzan por un punto ciego a territorio hondureño, que es una especie de puerta formada por dos árboles de eucalipto, hasta que salen hacia Guatemala para continuar su camino, tienen que pagar el sobreprecio. Un mototaxi los traslada a Trojes por un valor de entre 3 y 6 dólares (150 lempiras), para un hondureño ese ese servicio oscila entre 15 y 30 lempiras. Los que no tienen para pagar, caminan los tres kilómetros hasta el pueblo. En la frontera de Agua Caliente, entre Honduras y Guatemala, los precios de un café, un agua o un taxi se duplican y hasta se triplican para ellos.
«Es bueno para el comercio, pero es malo para los migrantes porque mucha gente se aprovecha de su situación y los estafan», dijo Corina Díaz, que estuvo un tiempo al frente de uno de los albergues de acogida en Trojes.
«Este negocio se inició con los cubanos, que vienen pagando por todo, y si 10 dólares les piden por el bote con agua pues eso pagan, entonces se quedaron [en el comercio] con la percepción que el migrante trae dólares y ya no importa si es haitiano o venezolano», dijo Kenia Zerón.
La Policía
Una tarde de agosto de 2022, decenas de motocicletas rodeaban las oficinas de migración en Trojes a la espera de clientes. Al negocio de la hiperinflación para migrantes, le acompaña el de tráfico de personas, el clásico «coyotaje». Los motociclistas ofrecían sus servicios a los migrantes que no deseaban esperar por un salvoconducto que les permitiera circular sin inconvenientes por el país. En el pequeño poblado fronterizo se ha establecido una red interna de tráfico de personas que desde una aldea llamada Santa María los traslada a Danlí a través de las montañas en motocicletas y carros de doble tracción para evitar un par de retenes de la Policía Nacional. Después son llevados hasta la frontera de Agua Caliente. Quienes utilizan estos servicios pagan hasta 30 dólares y es posible que salgan de Honduras el mismo día que llegaron.
Los que esperan por el salvoconducto, tampoco se libran de las redes de tráfico y de la corrupción policial. Según el testimonio de por lo menos 10 migrantes, desde Danlí son trasladados en un autobús por seis dólares hasta las afueras de Tegucigalpa. Ahí, cada noche entre 15 y 20 buses esperan para hacer un viaje por 30 dólares hasta Ocotepeque, a unos 30 kilómetros de la frontera.
«Nos engañan por todos lados y la principal es la Policía, que están cobrando la parte de ellos. Es un descaro. Le dicen a uno, súbase que si se va para la capital lo pueden asaltar, mejor quédese ahí en ese bus», dijo Martín en diciembre del año pasado. Él es un colombiano que vivía en Venezuela hasta que su ganado no le dio más para vivir.
En la frontera de Agua Caliente hay dos portones, por uno salen y por otro ingresan los vehículos a Honduras o Guatemala, todo depende del lado en el que estemos. Siempre hay largas filas del transporte de carga que espera horas para pasar por los engorrosos trámites de la aduana. A solo metros de los portones, hay pequeños negocios de abarrotería y restaurantes de pollo frito. A unos 300 metros de la línea fronteriza que marca aquellos portones, hay caminos o puntos ciegos que los migrantes utilizan para cruzar sin documentos y registros a Guatemala. A esta frontera quería llegar Martín, ahí quería que lo dejarán, pero el autobús lo dejó tirado a unos 40 minutos de la frontera. Tuvo que pagar cinco dólares más.
«Hemos detectado que las violaciones principales son: transporte [precios sobrevalorados], el cobro de la extorsión que está cometiendo la policía y esos cobros [excesivos] por la compra de productos de primera necesidad. Hasta pedir prestado un baño tiene un costo de dos dólares», dijo Cecilia Reyes, encargada de la Oficina Municipal de la Mujer en Ocotepeque. «Un día le pedimos al comisionado a cargo (en Ocotepeque) que nos urgía una patrulla para el traslado de una mujer y me dijo “pídale al alcalde que le regale un carro, ahí manejan millones”, pero en la madrugada hay un montón de patrullas detrás del dinero de los migrantes. La policía es parte de la corrupción, yo les he dicho, para ellos es bien importante saber cuántos buses llegaron y para los militares es igual», denunció.
A finales de 2022 circuló un video donde un oficial de policía aparece recibiendo billetes en un autobús que supuestamente trasladó migrantes hasta Ocotepeque. En la frontera, un oficial dijo que nunca se había visto un flujo migratorio de estas proporciones, «En Venezuela no va a quedar nadie» dijo. Le preguntamos si los migrantes traen dinero y su respuesta golpeó directamente la puerta de la institución para la que trabaja. «¿Cuándo vienen aquí cuántos operativos no han pasado en los que han desnudado a esa pobre gente?».
«A nosotros no nos avisan nada, solo [les interesa] cobrar y ya, porque por ese salvoconducto nos paran y ni se los enseñamos. En todos los retenes [de policía] pasaba lo mismo. Un descaro, pero los policías una vez uno se sube al bus ya no lo joden, lo que les interesa es que uno pague», relató una migrante dominicana.
Coyotes en la sala de espera
«Ya estamos cerca. ¿Cómo nos devolvemos a Venezuela? A esta altura es más fácil llegar [a EE. UU.] que regresar», decía Obelier en julio del 2022. Él y sus amigos caminaron 77 kilómetros entre Trojes y Danlí. Mientras esperaban cinco días por el salvoconducto que les permitiera transitar legalmente por Honduras, se dedicaban a descargar camiones y vender bombones en una terminal.
«Está muy fuerte la subida», dijo Ariel Herrera en diciembre del año pasado en una esquina de Nueva Ocotepeque. Algunos compatriotas le habían contado lo que le esperaba más al norte: que en México la policía les rompe los permisos que extiende migración para después extorsionarlos o deportarlos. «Hay que sacar copias y llevarlas escondidas», dijo.
«Yo voy a tener a mi hijo allá [Estados Unidos]», dijo Julissa, entre la emoción y la indignación, porque el transporte prometido a la frontera con Guatemala la había dejado a unos 30 minutos de su destino. En ese momento tenía siete meses de embarazo y hacía dos meses que había perdido a su marido en el camino. «Si me agarran, cojo una soga y me ato de cualquier lado. De allá [Estados Unidos] no me van a deportar».
Sandro, el hombre que descansaba en el refugio de Danlí, y José, el hombre que lloraba apoyado en un auto en las oficinas de migración, lograron llegar a los Estados Unidos. Pero muchos no lo logran. Se quedan varados en la frontera Sur de México, son deportados. Muchos se quedan en un limbo en Ciudad de Guatemala, sin recursos para seguir su camino al norte o regresar al sur. Mientras los Estados Unidos sigue endureciendo sus políticas migratorias, en Honduras…
Nueva Ocotepeque, pueblo ubicado a 40 minutos de la frontera, es conocido como la «Capital de la Hospitalidad». La mayoría de sus habitantes son amables y reciben a los visitantes con sonrisas y buen humor. Así era también la frontera de Agua Caliente, pero ahora se percibe hostilidad y negocio. Ya pocos son amables y del paso de migrantes nadie habla, menos si cargas una cámara y sos periodista. Cuatro personas de distintas organizaciones nos «sugirieron» salir de la frontera porquelos coyotes podían sentir amenazado su negocio.
En la vieja casa de un amigo, cuyas anchas paredes parecen bloquear los murmullos, y protegido por una oscura noche, nos recibió «El Profesor» quien contó que comenzó hace ocho meses por casualidad a ser coyote. Un día, dijo que iba para Guatemala y le dio «jalón» a una familia venezolana. Quedaron en contacto y días después estos venezolanos le pidieron que apoyara a unos familiares. La recomendaciones cayeron en cascada y entonces surgió el negocio.
Su testimonio es coincidente con los cobros que hace la policía en todo el traslado de migrantes. «La Policía y el Ejército están corrompidos, son instituciones al servicio del pueblo, pero aquí está el operativo entre Sinuapa y la frontera y cuando va el taxi, uno de los agentes se acerca para pedir los papeles y es para quitarles dinero».
En Guatemala es igual, nos contó «El Profesor», los oficiales detectan los buses que están cruzando migrantes y cuentan cuántos están viajando; al retornar, nadie se les pasa sin pagar por circular, «esa gente hace miles, pero miles, diariamente y tranquilos porque uno se los lleva a la mano», dijo.
El paso de los migrantes es un negocio tan grande, que por eso las fronteras se han vuelto tierras de hostilidades y de nuevos ricos. El informante contó que incluso los dueños de los terrenos por donde cruzan los migrantes reciben su tajada del lucrativo negocio, «los dueños de los terrenos ahí están sentados y armados. Los “guías” le informan cuántos llevan y al regresar tienen que pagar».