Texto: Teddy Baca
Portada: Daniel Fonseca
Han pasado muchos sucesos desde él último escrito que hice para Contracorriente: terminé unos diplomados, empecé a escribir un nuevo libro —que después cancelé—, encontré trabajó, finalicé mis relaciones laborales, entre otras cosas.
Actualmente me encuentro en una recuperación emocional de una recaída en mi depresión, algo que no es fácil ni rápido. Y menos en este vaivén de recuerdos que emergen en mi memoria, tratando de entender cómo fue que llegué a desarrollar un trastorno depresivo (que hasta la fecha me sigue cobrando factura cada cierto tiempo).
La religión ha sido una de las tres principales razones identificadas, y aunque en el pasado hice un artículo sobre «Strikes de Odio del Fundamentalismo Religioso», pienso que falta mencionar mi experiencia personal.
Niñez
Creo que la mayoría de niños, niñes y niñas en Honduras hemos sido adoctrinados en la religión cristiana desde edades muy tempranas; muestra de ello son la asistencia a las escuelas dominicales, los bautizos, los castigos basados en la «desobediencia» a la Biblia y la socialización de este texto al punto de considerarse una verdad incuestionable.
Incluso en las escuelas públicas se ha querido imponer lecturas a los menores a través de una propuesta de ley introducida por la administración ultraconservadora de Juan Orlando Hernández; y en el Congreso Nacional a través de Mauricio Oliva, Tomás Zambrano, David Chávez y sus alianzas con organizaciones evangélicas.
Cuando era niño fui partícipe de escuelas dominicales, se me impuso a pensar en la Biblia como si fuese una verdad absoluta, muchas veces disfrazado a través de juegos, eventos con dulces y concursos de lectura.
Pero la aparente alegría no duraría mucho: a los 8 años emerge mi atracción sexual, que no era hacia las mujeres, sino hacia los hombres. Previamente, yo había escuchado comentarios negativos e insultantes hacia la homosexualidad de parte de católicos y evangélicos, pero no fue hasta leer un texto de una Iglesia Bautista que dentro de mí se fue configurando un dolor emocional crónico.
El texto decía —confiando en mi memoria de largo plazo—: «Despenalizar la homosexualidad es un pecado, el Estado no debe permitirlo», entre otras frases igualmente lamentables.
Ese día fue la primera vez que lloré sobre el miedo al infierno, busqué consuelo en textos de diferentes iglesias, entre ellos, de Testigos de Jehová, Bautistas, Apostólicos y Católicos, pero ninguno me ayudó, todos empeoraron mi crisis tal como si fuese una bola de nieve que cae de un precipicio y aumenta su masa hasta convertirse en algo potencialmente peligroso.
Algunas frases se repetían, con algunas variaciones acorde a cada enfoque dogmático:
«La homosexualidad es muerte eterna, es aberración», leí.
«Los homosexuales deben cambiar y arrepentirse», leí.
«No heredarán el paraíso», leí.
Y sufrí cada vez, más y más, sin encontrar un mensaje que fuera diferente.
En mi mente infantil, intenté —acorde a lo que podía— evitar hablar o pensar en el tema, pese a que me gustaba un compañero de escuela. Lloraba por las noches pidiendo a Dios «cambiar», mientras ocasionalmente los medios de comunicación tradicionalistas del país emitían titulares y «noticias» homófobas que sólo alimentaban mi dolorosa travesía por la sexualidad.
En la televisión, habían programas de corte evangélicos que aseguraban «haber recuperado a la gente de la homosexualidad», como si fuese una especie de enfermedad, cuando no lo es; a diario veía gente autodenominada «exgay» que decía lo que los medios y sus iglesias querían para hacer pensar que ellos tenían razón, pero cuya expresión facial decía todo lo contrario. Y es que nadie puede dejar de ser LGTBIQ+, años más tarde lo confirmé con la investigación científica.
Pasé 8 años en negación y sufrimiento, mis padres, que no eran malintencionados aunque si desinformados sobre la homosexualidad, eran afines a las iglesias evangélicas y compartían muchas de estas actitudes, así que no pude decirles lo que sentía.
Fue mi primer secreto, y el cual me marcó permanentemente.
Adolescencia
Dicen que se puede huir de todos, menos de uno mismo. Existen muchas personas LGTBIQ+ que viven una doble vida para ocultarse. Esa fue mi historia durante algunos años, hasta que finalmente algo me empujó fuera del clóset, una fuerza cautivadora e intensa: el amor romántico.
Me enamoré por primera vez a los 16 años. De un hombre, lógicamente. Estaba en el colegio, él iba en otra carrera; gracias a mis sentimientos por él, tuve el valor de salir del clóset con mis amistades, pese a las violaciones a mi privacidad y la amenaza de mi padre de sacarme del colegio.
Ahí también fue cuando empecé a cuestionar la religión cristiana por primera vez. Me di cuenta que no sólo en temas de homosexualidad la Biblia y la Iglesia estaban yéndose por el lado erróneo, también lo hacían sobre el origen de la tierra, del ser humano y sobre las diferentes cuestiones en materia de derechos de la mujer.
Sin embargo, no me consideraba un ateo, tenía algunas remanentes de todo ese dogma acumulado: mis experiencias con mormones disidentes, algunos metodistas y anglicanos, que me hizo pensar que quizás la religión no era quien tenía problema con la homosexualidad, sino muchos de sus líderes que disfrazan su odio con la fe pero conforme investigaba más, me di cuenta que realmente si existe una asociación entre dogma y prejuicios antigay.
Me puse a investigar mucho sobre psicología de la Diversidad Sexual, sobre organizaciones religiosas antiLGTBIQ como Hazte Oír, Focus on The Family, Exodus y WatchTower, y llegué a una conclusión: si quería tener paz con mi sexualidad en mi vida, debía abandonar el cristianismo por completo.
Y no me equivoqué, hasta la fecha no he tenido complejo sexual alguno desde ese tiempo, aunque admito que no es requisito para todas las personas. Conciliar la fe con la sexualidad es posible si el sistema de creencias no condena la diversidad sexual.
Pero pese a esto, la depresión ya estaba configurándose, y cada crisis, cada golpe a mi autoestima, se estaba acumulando, lo que desencadenó el trastorno a mis 18 años.
Juventud (presente)
Poco a poco salí del clóset con más personas; mientras eso ocurría, estaba viviendo mi primer año de universidad. Previo a cumplir 18 años, puse en jaque todos mis prejuicios internos con lecturas científicas que hacía, y tengo que decir que duele confrontar los esquemas mentales, porque existe una tendencia del ser humano de aceptar la información que sólo concuerde con nuestro pensamiento, pero fue un compromiso para conmigo cuestionarlo todo. Mientras ocurría, mis primeras amistades universitarias parecían ser espacios seguros para mantener intacta lo que quedaba de mi autoestima.
Hasta que una antigua amiga, férrea bautista, me dijo: «No sé porqué la gente llora por los familiares así (gays) y oran por ellos, se fueron al infierno y ya», eso me destruyó en tres segundos.
Aquel día me fuí a llorar con otra amiga, y eso marcó el inicio del problema clínico.
En la carrera de psicología, uno pensaría que encontraría un lugar seguro para ser quien yo era y soy, pero no fue así, pasé más de dos años sumergido en un problema emocional agudizado por mi estancia allí.
Fueron años de docentes, generalmente afines al fundamentalismo y alumnos partidarios de Agustín Laje o similares, emitiendo comentarios homofóbicos y transfóbicos.
Tampoco ayudó mucho que la escuela de ciencias psicológicas estuviese plagada de gente religiosa decidiendo que era «ético» o no, o haciendo comentarios pasivo-agresivos en contra del afecto homosexual.
Tuve otras experiencias estresantes —ajenas al tema— que contribuyeron a la depresión, pero otros elementos que sí estaban relacionados fueron los medios de comunicación tradicionales que continúan elevando discursos de odio contra la diversidad sexual, defendiendo a religiosos con la excusa de libertad de culto, tal como son conocidos los casos de Evelio Reyes y Marlen Alvarenga. El primero nos estigmatiza con la absurda frase «enemigos de los modelos de Dios» y la segunda nos catalogó como «aberraciones», ambas discursivas curiosamente se manifestaron previo a elecciones.
El sistema de justicia no les sancionó e incluso se les justificó con que decían «una verdad bíblica», como si los derechos humanos no importasen o no se reconociera el Estado laico. Dentro de mí había un mensaje claro que nos enviaban los tomadores de decisiones: «Este país nos odia».
Y no hay tal cosa como «amar al pecador, no al pecado», mi homosexualidad es parte de mí, nadie debe ni puede separarlo, definitivamente nos odiaban al punto que cada muerte de un compañero o compañera en manos del odio significaba un dolor adicional para nosotros y nosotras y ningún dolor para quienes gobernaban en ese entonces.
En el presente no mucho ha cambiado, siguen existiendo personas con comentarios y actos fatales en contra de la diversidad sexual, figuras fundamentalistas como Evelio Reyes, Roy Santos, Alberto Solórzano, entre otros, que siguen emitiendo comentarios nocivos contra las personas LGTBIQ+ con total impunidad. Sigue existiendo interferencia religiosa en los intentos del Estado de reconocer nuestros derechos; medios que se prestan a la estigmatización y orquestar una guerra mediática contra nuestras demandas y luchas, tal como pasó en julio del 2022 en confabulación con la Asociación de Pastores de Tegucigalpa, quienes incluso organizaron una protesta en donde nos «invitaban» a cambiar. Para saber las implicaciones graves de promover la «conversión» les invito a leer mi artículo sobre «Ecosig en Honduras».
Pero entre toda esta materia fecal pseudocultural y moral falsa, encontré tres excepciones que me hacen pensar que la religión cristiana puede respetar la diversidad sexual genuinamente.
El Padre «Melo» y su trabajo con la Iglesia Jesuita, por ejemplo, que han apoyado procesos formativos en favor de los derechos humanos en donde se interpela por la no discriminación hacia las personas, incluyendo la diversidad sexual.
Las Ecuménicas por el Derechos a Decidir, que se han mostrado a favor de nuestras reivindicaciones y abogando por una teología respetuosa de la dignidad LGTBIQ+.
Y, finalmente, aquellas iglesias independientes que, con esfuerzos, tratan de implementar una teología de liberación, donde nuestros derechos, incluyendo el matrimonio igualitario, son válidos y necesarios para considerarnos ciudadanos de igual categoría que los heterosexuales cisgénero.
No son espacios exentos de crítica, pero definitivamente son lecciones que considero que las demás organizaciones religiosas necesitan aprender.
Por mi parte, jamás volveré al cristianismo, creo que las heridas que tengo son un recordatorio amable de que la primera señal de amor propio es la autoaceptación.
Yo me acepto como soy: nunca fui heterosexual, siempre he sido LGTBIQ+ y siempre lo seré.
Esa es la verdad, algo que no entienden muchos, como cierto presidente que sigue censurando a la diversidad como si pudiese prevenirla (Vladimir Putin).
Hoy en día tengo una recaída emocional, pero creo que puedo salir de ella con mejores resultados que antes, porque uno de mis estresores principales ya no tiene ese poder sobre mí. Se lo arrebaté.
Hablo de ese dogma religioso que viví casi toda mi vida.
Sobre mis padres, la situación en el tema ha mejorado, especialmente mi relación con mi madre, algo que agradezco al Dios en el que yo creo, porque si creo en uno, uno de amor.
Le deseo paz y amor a todas las personas LGTBIQ+: la necesitamos.