Texto: Eliseo Pérez Cadalso
Ilustración: Pixabay
Junto al camino real que conduce hacia Tierras Coloradas, la cruz del finado Casio ya solo asoma los hombros de puro sumergida en un túmulo de piedras, que crece indefinidamente por obra y gracia de la piedad cristiana, pues cada quien que pasa por allí se cree obligado a arrojar sobre el montón un guijarro más, en sufragio al alma del difunto. Y la cruz, con sus brazos extendidos, de más bien la idea de ser un náufrago que está pidiendo auxilio en medio de aquel mar de soledad.
A Casio lo mató Chombito Vargas, el terror del valle entero, cuyas víctimas son tantas que ya dan para hacer un cementerio.
El temible desalmado maneja con igual destreza la pistola, el puñal y el guarizama; y casos ha habido en que, esgrimiendo un simple caite, dominara por completo a un adversario armado de machete, picándolo a su sabor.
Porque lo cierto es que si bien él comenzó su carrera criminal forzado por las circunstancias, ahora mata por gusto, jactándose a pulmón pleno de cada nueva hazaña.
La gente, por temor, le dice Chombito, nunca Jerónimo o Chombo a secas; no vaya a ser que en una de esas tome a mal tanta confianza y ¡pum! Te manda de una vez donde San Pedro.
No hay duda de que el hombre se sabe «sus cositas». Dizque cierto brujo mexicano que vino huyendo del hambre allá por 1920, le enseñó las artes para volverse invisible. Y solo así se explica que cuando la autoridad lo persigue por alguna fechoría, él frescamente se convierte en cabeza de guineos, y cuando alguien trata de comerlos lo que muerde es el ruedo de sus pantalones. Total, que jamás lo han capturado porque se les hace jolote, perro, chancho, lechuza y hasta tronco de quebracho.
Pero aun con esos poderes sobrenaturales, Chombito no está contento. Y la arena en su zapato es Nicasio Santelí –más conocido como Casio– por ser el único que le ha sacado suertes a la mica de El Pedregal, serpiente de cuatro metros que tiene su cueva al pie de un espavel y que hasta hace poco solía pasearse por el vecindario haciendo de las suyas con animales domésticos, y especialmente con pollos y conejos tiernos, siendo doblemente peligrosa porque no solo pica sino que también cuerea.
La gente asegura que Casio pilló al reptil metiéndose en su agujero, y que de golpe le tapó la entrada. A los tres días levantó la piedra que le servía de loza, y la culebra salió como relámpago. Sembrado la cabeza contra tierra, comenzó a lanzar colazos mortales, teniendo su carcelero que defenderse con un garrote de apenas pie y miedo.
Después de combatir casi una hora, el bicho, fatigado, buscó de nuevo el escondrijo, y el hombre le cerró la salida hasta la próxima oportunidad. Y vinieron otro combate y otro encierro hasta que por fin un miércoles la mica, ya jadeante y extenuada, vomitó algo amarillento como el ámbar, que el vencedor se aprestó a recoger, echándolo en un jícaro sabanero que a propósito llevaba, y al punto, de rodillas, rezó seis avemarías: tres al derecho y otras tantas al revés.
De ahí arranca, pues, el encono de Chombito, quien al saber la noticia, «me quito el nombre si en un mes no le bebo la sangre a ese jodido», dijo, ya que siendo así las cosas, uno de los dos sobraba en la comarca.
Eso de eliminar a un adversario tal, tenía que ser obra de astucia, pues el otro no era chiches, máxime ahora que disponía de un amuleto. Por eso Chombo no lo dejaba ni a sol ni a sombra; lo atisbaba hasta en los mínimos pasos; y una tarde en que Casio se disponía a tomar un baño en la Poza del Hombre le cayó de soguilla, justo cuando ya estaba desnudo, desyugulándolo de una puñalada.
Mientras el cuerpo se debatía en estertores convulsivos, las aguas teñidas en púrpura caducaron el cielo de los peces. Cuando vino la Mayenca, su mujer, ya se había desangrado totalmente.
Con su llanto interior de piedra india, la hembra echó el cadáver en una batea de madera, y cargó con él rumbo a la rancha.
Identificar al hechor no fue empresa difícil, primero porque todos conocían al hombre del juramento homicida, y segundo, por la cagada, ya famosa, que el sujeto solía dejar junto a sus víctimas, dizque evitando que lo encontrara la escolta, pues creía a pie juntillas que en eso radicaba el secreto de volverse gaseoso e inasible.
Al velorio llegaron solo parientes y unos contados amigos, ya que los más se abstuvieron, temiendo las represalias del chaval, quien de seguro espiaba todos los movimientos.
El muerto estaba tendido sobre un tapexco de varas.
Un petate le servía de ataúd. Tenía los pantalones adrede desprovistos de cinturón, para evitar que a media noche el hechor, disfrazado de torva bestia negra, se lo llevara arrastrado sepa judas para dónde, como había hecho con otros en pasadas ocasiones.
Las mujeres, en un cuarto, le rezaban al Santísimo, con tablillas de miedo en las espaldas, nurabdi a cada instante hacia la puerta, no fuera a presentarles de golpe el sombrío personaje.
Solo Chema, hijo mayor del occiso –quince años labrados en pura caoba–, no bosticó palabra desde que supo la tragedia. Estuvo, sí, muy ocupado toda la tarde hasta el anochecer. Subió al tabanco y bajó la chuspa donde Casio guardaba sus materiales de cacería: un lingote de plomo para hacer balas; un cacho conteniendo pólvora; mezcal para hacer tacos; cuatro fulminantes, y varios fragmentos de cartón.
La escopeta colgaba del horcón; era de un solo tiro y se cargaba por la boca, con ayuda de la baqueta. Pero cada mechazo era un venado porque en él iban cinco proyectiles. El mismo Chema ya se había comido nada menos que tres cachudos y cinco tipiscuintes.
Esta vez, antes de cargar el arma, tomó las balas una por una –ya redondeada con un pedazo de hierro, alias martillo– y con el filo del machete les marcó una cruz, bañándolas luego con agua bendita.
–¡Solo con balas cruceadas se puede joder al Malo! –le dijo un día su tata, mientras le enseñaba las oraciones que él aprendiera de su padrino el mexicano.
Ya no quedaba sino esperar. Llegó la medianoche, y nada. Únicamente el silencio inquieto, que se revolvía por toda la casa.
Por fin, y antes de que cantaran los gallos, ¡eureka!, apareció la bestia, negra toda ella con la pechera blanca, parándose en sus dos patas a la orilla del barranco. Más que perro, parecía un oso enorme, con dos ascuas en los ojos. Mientras lanzaba ladridos casi inhumanos, un viento de muerte congelaba las gargantas. Todos temblaron. Todos menos Chema, quien, haciendo mampuesta contra el horcón, esperaba el momento más propicio. Y cuando el monstruo quiso avanzar, ¡booom!, sonó la descarga, haciéndolo rodar por el abismo.
Alumbrándose con hachones de ocote, los menos miedosos se acercaron al sitio de la escena, habiendo encontrado únicamente sobre las hojas secas un pespunte de sangre que moría en la quebrada. El animal iba, pues, pegado y seguía aguas abajo…
A la mañana siguiente, apareció Chombito flotando sobre la Poza del Hombre, el pecho condecorado por cinco perdigones, con un rostro cristiano, tan cristiano que las viejas rezadoras, estupefactas, reprimieron su comentario, limitándose a decir:
–¡Dios lo haiga perdonao, porque era malo el difunto!
Y se santiguaron, todavía con temor, por aquello de las dudas.
Este cuento forma parte del libro Hondón Catracho (1974), publicado en Guatemala por la Dirección de Cultura y Bellas Artes de Guatemala.