Cuando Xiomara Castro ganó las elecciones el pasado 28 de noviembre en el proceso electoral más concurrido de los últimos 12 años, Honduras se fue de fiesta con sobradas razones. Reinaron la euforia y las expectativas de que la llegada de Castro significaría el fin de un gobierno autoritario e ilegítimo, que centralizó el poder del Estado en el Ejecutivo y que construyó una autocracia electoral desde la reelección del presidente Juan Orlando Hernández en 2017 quien, además, acumuló múltiples señalamientos como co-conspirador del narcotráfico según los juicios que se llevan a cabo en la Corte del Distrito Sur de Nueva York. El regreso a la democracia fue la música de la fiesta ciudadana.
Sin embargo, desmontar la autocracia hondureña no es tarea fácil sobre todo cuando la impunidad cobija a toda la clase política -no solamente a Juan Orlando Hernández- a través de normas formales y arreglos políticos informales entre miembros de todos los partidos y de otros sectores de la sociedad. Los resultados de las elecciones le dieron el triunfo contundente a Xiomara Castro del Partido Libre que, apenas un mes antes de la votación, hizo un pacto político para realizar una alianza «de hecho» en la que Salvador Nasralla, candidato presidencial por el Partido Salvador de Honduras (PSH), desistió de su aspiración presidencial para unirse a la fórmula de Castro con la condición de que él podía elegir al Presidente del Congreso Nacional.
El acuerdo entre partidos fue político y con fines electorales, no es ley aunque hayan firmado documentos entre ellos. Es, al final, un acuerdo informal. Al instalarse en el gobierno, los acuerdos políticos siguen siendo informales y se supone que las nuevas autoridades deben tomar sus decisiones de acuerdo a las normas establecidas formalmente. Pueden orientarse por sus acuerdos informales previos, sumar fuerzas o hacer lobby, pero nunca imponerlos sobre el orden legal establecido. De hacerlo así, las decisiones son, entonces, ilegales.
La estrategia de una alianza política funcionó para que Xiomara Castro ganara la presidencia del Ejecutivo. Sin embargo, en la elección de nivel parlamentario la situación fue otra. Aunque Nasralla tuviera el mandato informal de Libre de elegir al presidente del Legislativo, éste no tenía la potestad para hacerlo, menos aún cuando ha sido nombrado para asumir el puesto de designado presidencial, es decir, una autoridad de alto nivel del Ejecutivo.
Tras quedar electos 50 diputados del Partido Libre, 44 del Partido Nacional, 10 del PSH, 22 del Partido Liberal, 1 del Partido Anticorrupción y 1 del Demócrata Cristiano, la mayoría simple de 65 diputados solo se logra con la negociación interpartidaria y es allí donde el conflicto comenzó. No se podía dar por hecho ni imponer la decisión de que todos los diputados de Libre aceptaran el acuerdo informal de que Nasralla nombrara al presidente del Congreso, sobre todo, cuando el control de este poder del Estado es fundamental tanto para desmontar la autocracia como también para sostenerla.
Los diputados electos deberán elegir al Fiscal General, Fiscal Adjunto y magistrados de la Corte Suprema de Justicia en el año 2023. El principio de separación de poderes queda en entredicho cuando esas elecciones garantizan que el Poder Legislativo tome control del Poder Judicial y más aún si hay interferencia del Ejecutivo.
Los diputados del Partido Nacional y los del Partido Liberal bajo la línea de Yani Rosenthal Hidalgo, exconvicto en Estados Unidos por delitos relacionados al lavado de activos, decidieron apoyar una junta directiva compuesta enteramente por diputados del Partido Libre propuesta –en desobediencia a su propio partido– por la diputada Beatriz Valle y presidida por el diputado Jorge Cálix. Por otro lado, los diputados que se mantuvieron bajo el acuerdo político de la Alianza entre el Partido Libre y el PSH decidieron apoyar una junta directiva bajo la presidencia de Luis Redondo, diputado del PSH. La presidenta electa Xiomara Castro tildó de «traidores» a los primeros y llamó a las bases de su partido a tomar el Congreso Nacional para garantizar que Redondo asumiera ese poder del Estado.
Aunque cuando Xiomara Castro manifestó su apoyo a una de las juntas directivas y lapidó a la otra aun no había tomado posesión del cargo, hubo una línea de partido clara en mostrar el poder acumulado hasta ahora y prometer que el poder será aun más centralizado después del 27 de enero tras la toma de posesión.
Sin embargo, al ser el Partido Nacional y el Partido Liberal los aliados de Jorge Cálix con Juan Orlando Hernández buscando impunidad a como dé lugar y Yani Rosenthal limpiando su imagen de exconvicto, esto parece una lucha del bien contra el mal, una batalla que está librando el «gobierno del cambio» contra una estructura criminal ligada a la corrupción y el narcotráfico. Pero en nuestros países nada es monocromático. ¿Se vale hacer una purga usando cualquier mecanismo? ¿Se vale acumular el poder para «eliminar a los malos»? Ese ha sido el argumento histórico que ha llevado a la humanidad a cometer grandes agravios. ¿Se logra construir democracia sobre la base de la imposición de voluntades? Miles de ciudadanos dicen que sí, lo gritan en las afueras del Congreso y lo expresan visceralmente en redes sociales esperando que eso sea solo una etapa para lograr una sociedad democrática, un mal necesario para lograr un bien mayor.
Honduras, como la mayoría de los países latinoamericanos, es un sistema presidencialista, heredado del caudillismo y uno de los factores que explica la larga trayectoria de dictadores y autócratas que caracteriza al país, todos ellos autonombrandose democráticos o prometiendo democracia en un futuro que nunca llegó. Contrario a lo que la democracia requiere y a pesar de estar establecido en la Constitución, la separación de poderes y el equilibrio de poderes es inviable cuando quien dirige el Ejecutivo pone a su servicio a los otros poderes del Estado.
Dos presidentes del Legislativo en funciones hunden al Estado en la informalidad –su ilegalidad queda pendiente porque el órgano que debería dictarla también tomó partido por una de las juntas– y más si esa pugna es legitimada por el nuevo Ejecutivo que, además, moviliza a la población azuzando sus emociones más que proveyendo certeza jurídica. La comunidad internacional deberá estar vigilante de que esa «batalla» entre «buenos» y «malos» no establezca una nueva autocracia en lugar de construir la democracia que sigue sin existir en Honduras.