Honduras vivió unas elecciones históricas el pasado 28 de noviembre. A pesar de la campaña de terror, el clientelismo impulsado por el Partido Nacional y la violencia preelectoral, la población —sobre todo joven— salió a votar masivamente. El porcentaje de abstencionismo es el más bajo de los últimos doce años y la tendencia es irreversible. Los hondureños y hondureñas votaron por una renovación de la clase política, no solo porque votaron por Libertad y Refundación (Libre) tanto a nivel presidencial como a nivel de Congreso Nacional y alcaldías, sino también porque hasta los simpatizantes del Partido Nacional votaron en contra de sus caudillos. ¿Ahora qué sigue? ¿Es posible desmontar la autocracia impuesta por Juan Orlando Hernández? ¿Después de votar, qué tarea le queda a la ciudadanía?
El claro mensaje de la población en estas elecciones fue el castigo al Partido Nacional, que ha gobernado el país de manera consecutiva desde el golpe de Estado. El nuevo Gobierno de Xiomara Castro asumirá el poder en enero del próximo año con una reconfiguración de las fuerzas políticas en el Congreso Nacional y en las alcaldías más importantes del país. A pesar de eso, no puede haber una transición pacífica de gobierno sin acuerdos mínimos con el Partido Liberal y el Partido Nacional, por mucho que la gente en las calles esté pidiendo las cabezas de los corruptos y narcotraficantes en la estructura partidista oficial.
La democracia se trata justamente de pactos pero siempre y cuando éstos sirvan para fortalecerla. Para lograr eso, hay algunos temas que no pueden ser negociados sino que tienen que ser desmontados del todo si se quiere en cuatro años reorientar el rumbo del Estado hacia la democracia.
El coordinador del Partido Libre, Manuel Zelaya, aseguró un día después de las elecciones que su partido había comenzado un diálogo con ciertas personas del Partido Nacional para hacer una transición pacífica. El candidato Nasry Asfura, actual alcalde de Tegucigalpa salió públicamente en un video pregrabado un día después abrazando a Xiomara Castro durante una visita que le hizo en su casa para aceptar la derrota. Le quedan dos meses a Asfura para dejar la alcaldía de la capital de Honduras y es importante que el gesto de «humildad» casi forzado de Asfura no nos haga olvidar que aún tiene un proceso en espera de resolución por varios delitos de corrupción en su administración como alcalde.
Después de gobernar como partido desde los tres poderes del Estado, el Partido Nacional ahora habla con propiedad de términos que jamás han usado: democracia, pesos y contrapesos, transparencia. Se han convertido en oposición y se han comprometido a ser una oposición «constructiva», ahora hablando con un lenguaje tan moderado y tan educado que desconcierta. Ser coherente con esa nueva retórica de oposición implica apoyar la derogación de reformas legales que reducen la efectividad e incluso existencia de pesos y contrapesos democráticos que ellos mismos promovieron y que la antigua oposición no evitó.
Lo que es importante recordar es que los gobiernos de «reconciliación» no pueden funcionar sin pactos y sin consensos, pero cuando se sale de una autocracia —como es el caso hondureño— y se pretende retornar a la construcción de democracia, la ciudadanía lo primero que exige es que no haya pactos de impunidad. Sin llegar al extremo de un Gobierno de revancha, lo que la gente pide es justicia.
El Gobierno de Xiomara Castro, quien se ha asumido como una mujer con posturas de izquierda y feministas, se enfrenta a un país con instituciones creadas para concentrar el poder, un sistema de justicia debilitado desde sus cimientos para ser usado en contra de la disidencia, una sociedad altamente conservadora y religiosa y un sistema de seguridad completamente militarizado. Todo esto en un país donde los niveles de pobreza han aumentado así como los homicidios en los últimos dos años, agudizado todo por la pandemia. Este cambio en Honduras también se sitúa en una región donde todos los Gobiernos, incluyendo al de México, tienen corte autoritario y populista. Salvo Costa Rica, que continúa siendo el referente democrático excepcional en el vecindario.
¿Qué pactos serán necesarios para que una parte de la élite económica beneficiada por la autocracia no se rebele contra el nuevo Gobierno? ¿A qué consensos deberá llegar el nuevo Gobierno con las Fuerzas Armadas para responder a las exigencias de los movimientos sociales de desmilitarizar la sociedad y evitar la sombra de otro golpe? ¿A qué pactos deberá llegar el partido en el gobierno con el tradicional bipartidismo para lograr cambios reales a través del Congreso Nacional? ¿Qué acciones demostrarán que el Gobierno de Libre no será autoritario ni populista siguiendo el ejemplo de la región o aprovechando la estructura normativa existente que hace posible la concentración del poder antidemocrático? ¿Cómo conciliará el nuevo gobierno los intereses del movimiento social y los del empresariado que le dio apoyo sabiendo que muchas de las demandas de ambos son mutuamente excluyentes? ¿Cómo responderá a las expectativas del movimiento feminista ante una sociedad altamente religiosa y machista? ¿Cómo conciliará el gobierno de Libre la retórica de izquierda con las acciones de un gobierno en las relaciones diplomáticas conflictivas como la dependencia de Honduras con Estados Unidos versus la propuesta de abrir relaciones con China Continental? Hasta el momento esas preguntas no tienen respuesta. Solo sabemos lo que dijo el presidente saliente, Juan Orlando Hernández —de quien la gente en Honduras espera que termine enjuiciado en la Corte del Distrito Sur de Nueva York—, en la cadena nacional más corta de su historia, y es que ha conformado un equipo para hacer una transición pacífica de gobierno.
El último Gobierno de «reconciliación» que tuvo Honduras dejó impuesto un sistema de impunidad que ahora toca revertir, actualmente la fiscalía es incapaz de investigar la corrupción cometida antes, durante y poco tiempo después del golpe de Estado. El único expresidente que a pesar de todos los señalamientos no ha sido acusado ha sido Porfirio Lobo Sosa, el presidente de ese Gobierno. Los candados de impunidad en Honduras están sellados legalmente, con el nuevo Código Penal y procesal penal, con las reformas a la ley de lavado de activos, con leyes incluso que datan del Gobierno de Manuel Zelaya como la ley de incentivos para la producción de energía renovable que convirtieron a esta industria en un negocio en pocas manos y nocivo para el Estado.
En este momento es necesario convertir la euforia por la salida de Juan Orlando Hernández y las expectativas puestas en el primer gobierno de izquierda liderado por una mujer, en vigilancia ciudadana y en discusiones sobre la democracia que queremos construir porque esta va mucho más allá de la participación masiva en las urnas. Honduras debe avanzar en brindar garantías para ejercer una ciudadanía activa, sin revanchas, sin pactos de impunidad y con una visión clara de que el Estado está al servicio de todos los sectores de la sociedad. Solo entender esto nos llevará tiempo.