Por Josué Álvarez
Foto de portada: Pixabay
—Licenciado… —La voz, de un inconfundible acento de barrio, salió de una figura corpulenta e intimidante. Era Gilberto, alumno de la sección nocturna de Apreciación Literaria. La clase recién había terminado.
—Dígame —le contesté, sin dejar de borrar de la pizarra El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y otros títulos.
—Vengo a que me excuse… ayer no vine.
—Ajá, cuénteme.
—Mire que mataron a mi hermano.
Avergonzado, hice un silencio. Quedaron a medio borrar Salto mortal y Cartas a los años de nostalgia. Y solo pude decir que lo sentía y que no se preocupara, de todas maneras la clase venía empezando y que el semestre era largo.
Gilberto no era un estudiante participativo. Más bien de aquellos que solamente hablan cuando se les pregunta, responden de manera simple y concreta. No le interesaba la literatura. La única vez que habló frente a todos fue para secundar mi opinión, que la ficción no era una mentira.
—Al menos eso dijo un profesor en el colegio —se defendió cuando lo acusaron las miradas de sus compañeros.
Según me fijé en el registro de matrícula, Gilberto estudiaba Derecho, pero por su aspecto yo no lo hubiera ubicado ahí. No recuerdo haberlo visto con una prenda distinta a unas camisas negras con caras de reguetoneros al frente, y jeans. No dejaba crecer demasiado su pelo, y lo adornaba con alegres diseños. Tenía una que otra mancha amarilla, el rastro de alguna tintura anterior. Su mirada: la de un lobo desafiante pero acorralado.
No se presentó al primer examen, fue el único que no lo hizo. Al día siguiente, también al terminar la clase, escondiendo los ojos y con la voz medio desesperanzada, me dijo:
—Lic.
Ahora le respondí mirándolo:
—Dígame.
—Mire que no vine ayer al examen porque se murió mi tío… Bueno, lo mataron.
Siempre he sido de creerles a los estudiantes, pero ese día sentí que Gilberto me estaba tomando el pelo.
Alcé las cejas, como pidiéndole una explicación, y entendió. Me contó que vivía en la Barrio Nuevo. Que los mareros pensaban que su tío había liderado un asalto a un carro repartidor y que, por eso, hace algunos años, lo habían querido matar.
—Usted sabe que ellos no dejan que nadie toque el barrio.
De todas maneras, la policía lo había agarrado con unas bolsitas de marihuana, así que había estado metido en la cárcel dos años. Y al salir, lo mataron.
—Yo casi me voy en la colada también, lic.
Confundido, y sintiéndome bastante tonto, le di mis condolencias, le dije que no había problema, que el examen lo podría hacer en reposición.
Un par de semanas después el hecho se repitió, pero Gilberto me dio menos detalles. Supongo que porque no había perdido ninguna actividad que sumara puntos. Simplemente me dijo:
—Licenciado…
—Dígame. —Ahora, viendo la pizarra como la primera vez.
—Yo sé que usted ha sido muy comprensivo, pero fíjese que mataron a mi papá. Y bueno, por eso no vine ayer.
De nuevo, a pesar de que ya no le creía, le dije que lo sentía, que no se preocupara, que no habíamos sumado puntos.
Al segundo examen se presentó y recuerdo que sacó una nota decente. Calculé que, aunque era el más emproblemado del salón, con un buen tercer parcial podría pasar.
Pero al tercer examen no se presentó. De nuevo fue el único. Tampoco llegó a recoger sus notas al día siguiente. Había reprobado, no había nada que hacer. «Uno más que se rinde», me dije, «al menos no tendré que oír otra excusa».
Al otro día ya no hubo clases. Como cada vez que acababa el semestre, fui por un par de cervezas. Me las tomé en casa, solo. Sin embargo, las disfruté: ese día jugaban los Mets contra los Cardenales. Un partido largo. Antes de que cerrara la novena entrada, me tocaron la puerta. Fui.
—Licenciado —me dijo una figura pálida, borrosa e inverosímil—. Mire que no fui al último examen porque me mataron…