La ley panameña contempla la interrupción del embarazo si hay una violación, malformación fetal o riesgo de vida para la mujer… Pero aún así, aunque se trate de una violación, que el bebé tenga pocas probabilidades de nacer por malformaciones, o que la mujer pueda morir antes de llegar al parto, la mayoría de las veces las autoridades no permiten ni facilitan una interrupción legal de la gestación Al margen de esa indiferencia, ocurren casos como el de Ily, una joven abusada por su novio, y quien se encargó de obligarla a abortar en circunstancias no seguras
Por Ana Sofía Camarga | @lacomefloreros
Ciudad de Panamá-. Después de que su novio le engañara para provocarle un aborto cuando tenía 15 años, Ily oía voces de bebés como en un loop continuo de terror y locura. Fue en abril de 2017. Ily había quedado embarazada mientras cursaba cuarto año del colegio y, aunque no lo había buscado, no estaba segura si lo quería tener. Pero su novio Pablo, de 18 años, sí sabía: no quería ser padre. A escondidas, la engañó. Le dió unas pastillas para abortar diciéndole que eran para la jaqueca. Luego la golpeó en la panza, hasta eliminar el último resto de su embarazo. Ily se enteró cuando tuvo una hemorragia.
“Todo pasó tan rápido que no tuve un respiro para pensar qué quería”, dice Ily cuatro años después, una tarde de verano plácida y serena en su casa en los suburbios de la ciudad de Panamá. “Yo quería decirle a mis padres —confiesa—. Pero tuve miedo”.
Ily había conocido a Pablo un año antes, en 2016, en una festividad del colegio. Al principio, él parecía un príncipe: la llevaba al cine, iban a citas románticas en el parque. Pero muy pronto esa amabilidad interesada se transformó en una secuencia de espanto que incluyó sexo a la fuerza, golpes, ataques de celos y amenazas constantes.
Aunque en ese momento no lo sabía, Ily estaba sufriendo violencia en todo su espectro: física —porque Pablo la golpeaba—, sexual —porque Pablo se negaba a usar preservativo, la amarraba en contra de su voluntad y la violaba— y psicológica: controlaba hasta las palabras que decía, prohibía que hablara con sus compañeros de escuela, contaba cada uno de sus pasos. Así fue hasta que llegó lo peor: quedó embarazada y él le provocó un aborto sin su conocimiento. Entonces, las voces, los llantos de bebés en su cabeza, y un intento de suicidio que la llevó a terminar internada en un hospital.
Es difícil que una mujer se atreva a contar públicamente un aborto en Panamá. No tanto por vergüenza, sino porque en este país son considerados ilegales. Aunque la ley te ampara en caso de que ocurra una malformación fetal, esté en riesgo tu vida, o hayas sido violada, sólo queda en letra, porque la mayoría de las veces tampoco te permiten ni facilitan una interrupción legal del embarazo.
Ily, sin embargo, quiere contar su historia. Porque vivió demasiado tiempo sufriendo lo sufrido, recordando la violencia a la que se la sometió y penando por no poder nombrarla. “De alguna manera sentí culpa y hubo personas que me hicieron creer que yo merecía todo lo que pasaba —dice—. Pero con esto tal vez ayude a otras mujeres”. Sobre todo porque mujeres como Ily, que viven en países con prohibiciones del aborto, “se ven orilladas a arriesgar su vida y su salud en procedimientos clandestinos, que muchas veces son inseguros o a asumir maternidades impuestas”, según María Antonieta Alcalde Castro, directora de Ipas CAM (Centroamérica y México).
Esta es la historia de Ily, una adolescente obligada a abortar sin saberlo en el país donde el aborto es tabú, crimen y se castiga.
Secuencia de terror
Una historia que comenzó como muchas otras: una chica conoce a un chico en un sarao, un baile escolar de escuela privada de clase media en la ciudad de Panamá. Ella era una estudiante de uniforme impecable y notas sobresalientes, ganadora de una regional del concurso de oratoria. Él, Pablo, era todo lo contrario: un rebelde sin causa, el peor estudiante pero el más popular entre los populares. A Ily le pareció un Adonis.
“Yo sentía que él me iba a proteger”, cuenta Ily, con la resignación de quien no puede evitar lo vivido. Su madre sí sospechaba que era un “mal muchacho” y sólo la dejaba salir con él a lugares públicos, nunca después de las 7 p.m. Ily siguió creyendo que él era el príncipe de sueños cuando él le dijo que era momento de pasar al siguiente casillero.
Al inicio, el sexo era consensuado. Pablo ingeniaba planes bien elaborados para poder verse en la casa de su familia a las afueras de la ciudad, sin ser descubiertos por la madre de ella y terminando siempre todo antes del anochecer. Aunque los celos siempre aparecían, a las pocas semanas se intensificaron. Pablo le prohibió que hablara con sus compañeros de colegio. En los recreos comían solos, apartados de toda la clase. “Nadie se me acercaba a hablarme porque no querían problemas con él”, dice Ily.
Enseguida, la secuencia de terror: la obligaba a tener relaciones sin condón y la sometía a un sexo violento. Si ella resistía cerrando las piernas con la fuerza de una bestia, él estrujaba su cuello a niveles de asfixia. Si ella intentaba apartarlo con las manos, él la abofeteaba.
Cuando supo que estaba embarazada, fue peor.
Sucedió una mañana de febrero de 2017. Pidió pollo frito en la tienda de la escuela y el olor le provocó náuseas y vómitos. Como Pablo la obligaba a tener sexo sin condón, pensó que tal vez podía estar embarazada. Una prueba rápida y un análisis de sangre se lo confirmaron.
“Tuve miedo. No sabía qué hacer, quería hablar con mis padres pero estaba paralizada de miedo”. Entonces, le contó a Pablo. Él, en lugar de contener, dijo que no iban a tenerlo. La violencia se agudizó. La golpeaba en el abdomen con fuerza y puntualidad.
Ily venía de una vida tomada por las violencias y todavía no conocía el autocuidado. Su padre, un ex militar, la sometía desde niña a insultos y castigos corporales. Dos años antes de conocer a Pablo, cuando tenía 13, había sido violada por un amigo de uno de sus hermanos. “Yo estaba acostumbrada a los abusos”, dice.
Un día de abril de 2017, luego de confirmar su embarazo, tuvo un fuerte dolor de cabeza estando en casa de Pablo y le pidió vaso con agua. Él regresó con el vaso y dos pastillas, que le obligó a tomar. A la semana, Ily empezó a tener dolores punzantes en el abdomen, sangrado, más cólicos, más sangre. Las pastillas que Pablo le había dado no eran para el dolor de cabeza. Los golpes que le propinó en el vientre también complicaron su estado. Ily estaba teniendo un aborto.
En Panamá, no hay ley de salud sexual y reproductiva ni se enseña sobre eso en las escuelas. En 2018, la cifra más reciente disponible, el aborto fue la cuarta causa de mortalidad materna: 35 mujeres murieron por complicaciones durante el embarazo, tres de las cuales tenían entre 15 y 19 años y cinco a causa de abortos, según la Contraloría General de la República. Esas estadísticas, sin embargo, no abarcan el universo de una práctica en clandestinidad. A pesar de eso, hay datos de los casos ingresados a hospitales que indican ese mismo año en el país se registraron 8.543 abortos en 2018, incluídas a niñas y adolescentes. Hay un promedio de 10,000 adolescentes embarazadas por año y el Ministerio Público indicó que el 60% de las víctimas de delitos sexuales son menores de edad. UNICEF, en un reporte de 2019, indica que 91% de las víctimas de violencia sexual menores de 18 años son niñas y adolescente mujeres.
“Existe una completa negación por parte del Estado panameño de brindar salud sexual y reproductiva universal, desde una educación sexual comprensiva hasta los métodos anticonceptivos”, dice la abogada experta en género Corina Rueda Borrero. Sobre jóvenes como Ily o mujeres obligadas a abortar por sus parejas, no hay cifras: no hay cómo o dónde denunciar esto.
“Todo pasó tan temprano que no tuve un respiro para pensar qué quería”, dice Ily ahora, cuatro años después, con 19 años. “En el momento no me sentía preparada, pero no quería que nadie tomara esa decisión por mí. Pero él no me dejó pensar, hablar, considerar. Simplemente hizo las cosas por mí”.
Ily no había elegido a su padre, tampoco ser víctima de violencia y mucho menos abortar. Lo eligieron otros —siempre hombres— por ella. El resto —la sociedad, el Estado— no la cuidó.
Ahora sabe que esas violencias —no poder decidir, no contar con ayuda profesional y la clandestinidad— terminan en calvario. Una semana después del aborto, despertó sintiendo una presión en el vientre. Cuando se levantó, el sangrado era abundante. Horas más tarde se desmayó. En una visita a un ginecólogo que Ily recuerda como indiferente y distante, ella se enteró que había perdido el embarazo y su madre que su hija había estado embarazada.
Ahí, la lista de padecimientos engrosó: las voces de bebés, desmayos, los abusos continuos de Pablo, sus amenazas cuando ella quería dejarlo. Al final, dejó de comer, se sentó en el borde de la ventana de su habitación e intentó cortarse las venas.
“Me veía pálida. Estaba demacrada”, recuerda ahora que se ve tan distinta: los ojos ágiles como una avispa, el porte enérgico y rotundo.
La dura clandestinidad
La clandestinidad tiene esas cosas: las niñas, adolescentes y mujeres nunca deciden ni son escuchadas. Por eso, sus deseos, sus preocupaciones, sus situaciones de violencia, no importan y, al no importar, son empujadas a más violencia. Al ser ilegal y no estar regulado, tampoco existen protocolos que indiquen a los médicos cómo actuar en casos como el de Ily: ¿corresponde acaso que un médico le venda pastillas a escondidas a un hombre como Pablo sin siquiera hablar con la mujer embarazada? Más aún: ¿cómo un médico le receta un aborto clandestino, por medio de un supuesto novio, a una mujer que fue violada si la ley contempla que puede acceder a uno legal? Son preguntas que especialistas en género se hacen. Ni lo poco legal importa si las niñas, jóvenes y mujeres son empujadas a la oscuridad de la clandestinidad.
El Estado no sólo no protege, sino que parece fomentar los abusos en Panamá. A principios de febrero, una comisión investigadora de la Asamblea Nacional expuso lo que ocurre en albergue de niñas, niños y adolescentes bajo custoria del Estado: abusos sexuales, maltratos físicos y hasta abortos. En uno regenteado por un exconvicto que había tenido problemas con las drogas, se les practicó abortos a algunas niñas. En otros, niños desnutridos, sin controles de salud, hacinados y viviendo en “condiciones infrahumanas”. A una de esas jóvenes de llamada Alejandra, en el Hogar María Guadupe no le permitieron abortar tras una violación: “Destruyeron mi vida y no sé cómo repararla”, dijo en una entrevista con Flor Mizrachi en el periódico La Prensa.
Por eso la legalidad es importante, para expertas en violencia de género como la abogada Gavina López: para que haya mecanismos de escucha y atención, para que existan protocolos que brinden seguridad a todas las niñas, jóvenes y mujeres —mucho más si son víctimas de violencias—, para que cualquiera tenga garantizado el derecho a la salud y pueda acceder a un servicio en condiciones de igualdad, seguridad y dignidad. “Lo que ocurre 6hoy es que hasta los medicos e ponen obstáculos a las víctimas de abuso sexual, aún cuando la norma y el juez determina que pueden acceder al aborto”, dice López. La ley es importante para que ninguna niña sea obligada por otro a atravesar, como Alejandra, o dejar de hacerlo, como Ily, el embarazo producto de una violación. Y para que la Justicia acompañe a las víctimas, como no lo hizo con ellas.
En Julio de 2017, los padres de Ily denunciaron a Pablo por estupro ante el Ministerio Público, para lograr que se mantuviera lejos de su hija con una orden de alejamiento. No les hicieron caso y no se lo otorgaron. La escuela tampoco ayudó: expulsó a Ily porque los conflictos que atravesaba llamaban la atención. Esa línea de actos de indiferencia, terminó de empujarla a una internación en el complejo hospitalario Doctor Arnulfo Arias Madrid. Al salir de allí, fue a otro internado donde terminó el año escolar.
Abuso sexual extendido
En Panamá, el abuso sexual, psicológico y físico a niñas, niñas y adolescentes es un problema extendido y extenso. En 2018, la Justicia registró 9.945 casos: 527 por maltrato físico y 1.258 por abuso sexual. El último año hubo 1.913 denuncias por violaciones a adolescentes. El informe de la Comisión de la Asamblea Nacional terminó de destapar un escándalo que mantiene a la sociedad protestando en las calles cada día desde el 15 de febrero en la puerta del Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senniaf). Aunque culturalmente siempre parecía aceptarse el abuso a menores de edad, ésta vez es distinto: el caso llevó a la renuncia del Procurador de la Nación y ocho procesos de investigación.
Si existiera un sistema de justicia eficiente, incluso dentro del marco de la penalización del aborto en Panamá, las niñas y jóvenes del Senniaf no hubieran sufrido. Tampoco Ily. Eso garantiza apoyo y asesoramiento legal, médico, y psicológico que requiere una persona menor de edad víctima de violencia sexual. Así, dice Ily, ella hubiera podido tomar una decisión consciente e informada sobre el producto de su embarazo.
“Por eso quiero ayudar a cambiar el sistema: para ayudar a otras mujeres y que ninguna viva lo que yo viví”, dice Ily. Ella pudo salir de la secuencia de terror en febrero de 2018, cuando la orden de alejamiento contra Pablo fue efectiva. Ahora que es una tarde de febrero, está preparando su próximo examen de leyes: empezó abogacía en 2020 y, para costear los estudios, trabaja en un call center.
Ily se imagina peleando legalmente para defender a quienes estuvieron en su situación. También como esposa y madre, rodeada de una familia que contenga. Y quiere que todas las que lo quieren lo tengan y las que no, puedan evitarlo de forma segura: “Alguien tomó la decisión por mí y no me gustaría que nadie viva eso, soy una convencida de que hay que sacar al aborto de la clandestinidad para que eso no pase”.
INTERRUPCIÓN DEL EMBARAZO, la deuda de Centroamérica con las mujeres es un trabajo regional colaborativo encabezado por DIVERGENTES.