Por Kalton Bruhl
Mientras aguardaban la llegada de Cornelius Vanderbilt, los cinco hombres permanecieron en silencio. Habían acordado una reunión de emergencia luego de recibir las noticias desde Honduras.
Todos sus sueños de apoderarse de Centroamérica y de construir un canal interoceánico a través del río San Juan, en Nicaragua, parecían haberse esfumado con la muerte de aquel hombre. No se imaginaban cómo podrían tener otra oportunidad igual de convertir aquellas tierras de salvajes en sus colonias particulares. Debieron haberlo previsto, era demasiado bueno para ser verdad. Por lo menos, se consolaban, apenas habían gastado unos cuantos miles de dólares en patrocinar las expediciones de William Walker. Al principio, cuando escucharon su propuesta, lo tomaron por un loco. Ya conocían a ese engreído abogado por su intento fallido de conquistar Sonora y Baja California y fundar una república esclavista en México y ahora les proponía adueñarse no de algunos territorios, sino de cinco países completos. Los costos no eran excesivos, así que decidieron apoyarlo con armas y unos cuantos hombres. Y aunque suene increíble, el bastardo estuvo a punto de lograrlo.
Con apenas cincuenta y ocho hombres, a quienes pomposamente llamaba «los inmortales», consiguió, en 1857, convertirse en el presidente de Nicaragua. Fue un error no enviar a sus propios hombres de confianza en ese momento. Con los asesores adecuados, Walker habría llegado mucho más lejos. Sin embargo, tomando él mismo sus propias decisiones, comenzó a forjar su propia cadena de errores. El primero se produjo durante su discurso inaugural cuando anunció que formaría una república federal con los demás Estados centroamericanos y Cuba. Casi de inmediato, los Gobiernos vecinos iniciaron los preparativos para la defensa. Luego cometió otro error aún más grave: reinstaurar la esclavitud.
Si bien es cierto los campesinos eran, de hecho, esclavos de algún terrateniente, una cosa es que te pases toda la vida trabajando de sol a sol para un patrón desalmado, recibiendo uno que otro palo, pero ningún pago, y otra muy diferente que te digan a la cara que eres un esclavo y, lo que es mucho peor, que, aunque no sepas leer, te lo pongan por escrito. Así que sucedió lo que tenía que suceder. El pueblo se rebeló y los países centroamericanos, generalmente enemigos entre ellos, formaron un ejército conjunto. Ahora, Walker, junto a sus sueños de grandeza y para mayor desgracia junto a los sueños de aquellos cinco honorables hombres de negocios norteamericanos, disfrutaban de la fresca brisa en una confortable tumba en la costa hondureña.
—¿Por qué las caras destempladas? —preguntó Cornelius Vanderbilt al momento de entrar a la habitación, sosteniendo una bandeja cubierta por un mantel.
Todos lo miraron con extrañeza, sin comprender la razón de que empleara un tono de voz tan jovial. —A menos que el hombre que acaban de fusilar en Honduras sea otro y no Walker y que lo que traigas en esa bandeja sea una llave mágica que nos abrirá las puertas de Centroamérica, no entiendo el porqué de tu felicidad. —No y sí —dijo Vanderbilt. Desafortunadamente, Walker ya debe estar esperando su turno en la antesala del infierno y sí, esta es la llave para convertirnos en los verdaderos amos del trópico.
Colocó la bandeja sobre una mesa y levantó el mantel con un gesto teatral. Nadie dijo nada, pero seguramente todos dudaron de su cordura.
—Imagino lo que piensan —dijo Vanderbilt, sin perder la sonrisa—, pero con esto nos apropiaremos no solamente de Centroamérica, sino, probablemente, de toda Hispanoamérica. Controlaremos sus Gobiernos, controlaremos sus destinos. Como les dije, seremos los amos del trópico.
Vanderbilt siguió hablando durante mucho tiempo y a medida que explicaba sus planes y calculaba las formidables ganancias de la nueva operación, los cinco hombres comenzaron también a sonreír y a mirar, con admiración y respeto, el pequeño racimo de bananas que descansaba inofensivamente sobre aquella bandeja.