Por Edwin Antonio García
Portada tomada de Pixabay
No durmió en toda la noche escuchando los ladridos de su perro y pensando en el azaroso viaje. Lleno de ansiedad, se la pasó dando vueltas en su cama, hasta que los hilillos de luz entraron por los orificios del techo e iluminaron el cuarto. La alarma sonó a las cinco y treinta de la mañana. De un saltito se puso de pie y al mirarse en el espejo, con desilusión, se percató de sus ojeras renegridas y de su cara demacrada.
—¡Con la vida que llevo! —exclamó, mientras se dirigía a calentar el agua, y tomaba la única bolsa de café que conservaba desde que había trabajado como profesor.
Lentamente, y como era su andar desde que el reumatismo lo azotó, se acercó a la ventana para mirar los apartados cerros que, lejos de su color natural, se mostraban oscuros y como dos prehistóricos animales profundamente dormidos. Pasó varios minutos así, contemplando el horizonte con placidez, hasta que su perro comenzó a aullar salvaje e impaciente como un lobo feroz.
—¡Callado te ves mejor! —le gritó, lanzándole un trozo de pan que en un salto certero el animal tomó. Y sin resistirse, salió del cuarto para acariciarle las orejas, mientras lo miraba fijamente y escuchaba el silbido de la tetera que, parecido al sonido del tren por los rieles de Tamaulipas, le recordó de nuevo su viaje.
El señor Manuel ya había emigrado una vez, a sus veinticinco años había dejado el país junto a su vecino Roberto quien, animado por la idea de convertirse en un ciudadano norteamericano, abandonó de inmediato el trabajo, empeñó sus electrodomésticos y mantuvo la esperanza de que, ambos, pronto serían unos Cowboys. En aquella ocasión, recordó, esperaban llegar a Colorado, donde los estaría esperando su tío Sair, un mujeriego casi desconocido que nunca les había enviado ningún centavo, sino pequeñas cartas donde les hacía saber que se había casado con una gringa llamada Bryony, y que a veces le daba por salir a cazar bisontes al West Spanish Peak.
—¿Qué le pasará a mi hermano? —le decía su madre— hablándonos de bisontes mientras aquí nos morimos de hambre. Cuando llegués a Colorado le decís que deje de hacerse el tonto y, mínimo, nos ayude a reparar la casa.
Llevaba muy presente estas palabras cuando partió, y se sentía orgulloso de saber que si no era su tío, con suerte, él mismo le construiría una casa a su viejita. Lo recordó a lo largo de Aguascalientes, Ciudad Hidalgo y Tapachula, después de haber pagado muchos sobornos a las autoridades y de hablar con los demás migrantes sobre qué harían con los dólares que iban a ganar del otro lado, acaso como trabajadores de algún potrero. Todo parecía encaminado, y hasta se había hecho la idea de, igual que su tío, casarse con una gringa para no volver a Honduras, hasta que su amigo Roberto exclamó:
—A mí como que me está doliendo el estomago.
Al principio no le prestó atención, pero después de dos noches bajo la molestia de sus quejidos, recordó que llevaba consigo algunas pastillas y se las dio.
—¿Cómo te sentís? —preguntó.
—Mal, muy mal, me está doliendo el estomago otra vez. —Y ahora su amigo se retorcía como puerco y gritaba que era como si le estuvieran metiendo un punzón.
—Nos jodimos —dijo el señor Manuel, quien tuvo ánimos de levantarlo y decirle que se tenía que aguantar hasta Colorado, pero imposible, reflexionó, después de ver en su rostro las mil caras del dolor. —Te voy a llevar al hospital —sentenció resignado—, no te voy a dejar morir.
Y ayudados por una cuadrilla de migrantes guatemaltecos, llegaron hasta el Hospital Médico La Raza, en ciudad de México, donde atendieron a Roberto por una apendicitis, y mientras era atendido, la policía federal les hizo saber que hasta allí había llegado su bonito viaje.
Encendió la radio, agitándola con fuerza hasta desaparecer la ruidosa sintonía averiada y reconocer la única noticia de su interés.
—La caravana de migrantes —susurró, y teniendo presente el punto de partida, apagó de súbito la caja sonora pensando en que ahora nadie lo podía detener. Su amigo había muerto, recordó, nunca había tenido suerte en el amor, y sin trabajo emigrar era mejor que esperar la muerte bajo la esperanza de una mísera pensión. Tomó su mochila, cerró la puerta, acarició a su perro por última vez y, sobre las gradas del barrio marginal por donde daba sus primeros pasos, un dolor repentino en su pecho lo desplomó, dejándolo inmóvil y nublándole la vista hasta verse sobre un tren junto a cientos de migrantes que, sorprendidos, escuchaban a lo lejos los aullidos de un lobo feroz.