Por Anacleto Soriano
Ilustración tomada de Pixabay
Su deseo tenía limitantes por las tardes, cuando le venían esos sentimientos de dolor sin saber que era un dolor. Sentía el cuerpo volátil, como lo siente un adolorido por la pérdida de un ser querido, sentía una profunda tristeza como la siente un recién condenado. Y el deseo de vivir se le quebraba en trozos como si fuera de barro.
Un hombre es una libélula y una mujer es una constante. Ella lo sabía cuando el dolor se le juntaba, sentía incluso que las palabras le sobraban o le faltaban, no podía estar segura de cuál era su situación.
Un día, a las seis de la tarde, rindiéndose a su efecto, lloró. En seguida intentó reponerse haciéndose a la idea de que todo iría bien, que las cosas mejorarían y que ese solo era un momento de nostalgia y angustia pasajera. Pero la cuestión se repitió al día siguiente, y hubo un tercer día, y al cabo de una semana seguía llorando por las noches.
Llegó a la conclusión de que estar lejos de su madre era un buen motivo para tener una angustia interminable, estar lejos de sus hijas también lo era, y, en su defensa, no volver a ver a sus amigos, no haber concluido la universidad y la separación con su marido también eran buenas excusas, —quién sabe— pensó.
Se buscó un trabajo y lo encontró en el restaurante Soles, de la calle Orbiu. El lunes catorce de mayo, Lucía empezó su empleo, pero, influenciada por Rosalía, una mesera del restaurante, comunicaron juntas su renuncia el dieciséis de julio. El gerente la aceptó, incluso les concedió una carta de recomendación. Y al día siguiente, o más bien a la noche del día siguiente, Lucía se presentó en el Bar Netherlands, para un nuevo empleo.
Había llegado hasta esas circunstancias por la extraña sensación de vivir sin querer, de no tener a quien querer, y lo que más le quebraba el alma, de querer vivir en otras latitudes experimentando cosas nuevas que le ayudaran a soportar la volatilidad de su mundo.
La primera noche fue para romper la incredulidad de estar, por fin, en un sitio donde la libertad, (vaya usted a saber si era libertinaje) la palpaba, consintiéndola, como preparándola para algo brutalmente distinto.
Pronto se sintió cómoda, aunque sabía su propio paradero. Una noche, a las dos de la mañana, un hombre le pidió una botella de vino, fue a traerla con brevedad, y al volver, el hombre le preguntó su nombre.
—Lucía. —dijo ella, con cierta escasez en la voz.
—No, tú no eres Lucía. —respondió el hombre.
Aún sin entregar la botella, Lucía, de pie, vio hacia abajo a su interlocutor que estaba sentado en el taburete. El hombre tenía la mirada desorganizada, con semblante de superioridad.
—Serás Lucía para ti, o para otros, pero no para mí. —continuó el hombre.
Ella no supo qué responder. Colocó la botella sobre la mesa y se dio la vuelta. El hombre la miró contonearse y perderse entre las gentes. Pero Lucía se quedó con la voz del hombre resonando en la cabeza. Aquellas palabras le desarmaban sus conceptos: «Serás Lucía para ti, o para otros, pero no para mí».
Hacia donde la llamaban iba, moviéndose entre las personas sin descansar, pero siempre con la sensación de que aquel hombre la miraba. De vez en cuando volteaba el rostro con disimulo hacia el desconocido, y él la estaba mirando.
A las cuatro menos diez, regresó a la mesa de aquel hombre, estaba casi borracho, pero supo reconocerla.
—Así que te llamas Lucía —le dijo al verla acercarse.
—Sí señor, soy Lucía —respondió ella. —Lucía Teresa Sarmiento, es un placer. —le dijo. Y le extendió la mano en señal de saludo.
—Sergio —dijo el hombre, estrechando su mano.
—Soy Sergio para ti, pero tú no serás Lucía para mí —continuó—, tienes cara de no ser Lucía —insistió.
—¿Qué carajos tiene que ver mi rostro con mi nombre? —pensó Lucía. Pero se limitó a callar. Aunque hubiera dado cualquier cosa por decirlo en voz alta, porque no comprendía la dilucidación.
—Mucho gusto, Sergio —dijo. Se haló un poco para soltarse de la mano del hombre, cogió la botella vacía y se dio la vuelta.
—¿Te gustaría saber quién eres para mí? —preguntó el hombre cuando ella se alejaba.
Lucía se volteó, pero sin responder. Nomás sonrió con cierto desdén. Sentía una terrible curiosidad por ese hombre. Iba a decirle que sí, quería saber quién era ella para él. Jamás había estado en una situación igual y no se sentía dispuesta a quedarse con las ganas de descubrirlo. La desconcertaba aquello de que ella «no tenía cara de ser Lucía». El hombre la estaba mirando a los ojos, punzándole las ansias, los deseos y la incertidumbre, convenciéndola con la mirada para que ella aceptara el cruce de unas palabras más. Él había tirado las cartas y ella había salido en desventaja.
Se sintió volátil como la primera tarde en que lloró. Con la horrible sensación en la cabeza, Lucía anduvo inquieta hasta las cinco de la mañana, hora en que el bar se cerraba. A las cinco y media se fue a su casa. No era lejos el camino, en quince minutos podía ver los portones de la entrada al condominio de apartamentos. Subió las escaleras hasta el tercer piso, el 329, en la puerta la recibió desde el costado izquierdo.
Insertó la llave y entró. Tiró sobre el mueble su bolso. La casa estaba pasiva, un ambiente de abandono la poseía. Lucía percibió el fantasma de la noche aún deambular sobre los muebles, sobre la cama, en la cocina. A medida que ella iba entrando, encendía todas las luces para espantar la soledad. Entró en su habitación a desvestirse, luego fue a la ducha y dejó el agua tibia correr por su cuerpo, casi sin pensar nada, solo sintiendo la suavidad de las gotas inofensivas bajar desde su rostro, por sus pechos, a través del abdomen, cruzando sus caderas hasta desentenderse de su belleza en la punta de sus pies, para luego perderse en un acueducto que iba quién sabe a dónde. Y media hora después estaba tirada sobre la cama. Era lo que más deseaba desde hacía varias horas. La almohada suave le dio la profunda certeza de estar verdaderamente en casa, y olvidó el llanto de sus tardes pasadas. No pensaba en nada, solo se dejó llevar por el cansancio. Estaba entrando en su sueño con la plena seguridad de saberse plenamente mujer, enteramente suya, propia, indivisible, liberada de las cargas de la vigilia.
Empezó a sentir, como debería sentirlo todo buen durmiente, la libertad del alma que se despoja de la materia y sale a jugar entre las estrellas montada en una nube de gas, preparándose para cualquier despertar inocuo. Estaba sintiendo la felicidad derramada entre las sábanas cuando, sin saber si en sueños o en realidad, escuchó una voz decir «tienes cara de no ser Lucía». Se sobresaltó e intentó reponerse con premura para averiguar lo que sucedía, y se vio jugando en el jardín de su madre.