Por Lety Elvir
Portada imagen tomada de Pixabay
Era un ser de muchas piezas, pero de una sola alma: la demoníaca. En realidad, no tenía alma. Se comportaba como un ser humano, pero era el vacío, el desierto. Viudo de amor desde su nacimiento, llevaba el hastío en su rostro como símbolo de muerte. Con sus garras y colmillos destrozó las almas hermosas de una gacela y de una coneja de carnes dulces y sabrosas que le habían amado. Ni qué decir de todas las liebres y zarigüeyas que había abandonado despedazadas a lo largo de su camino.
Era el prototipo de un ser superior, alguien especial, casi casi el elegido para algo grande, pero no supo qué. Nunca pudo entender tanto idiota y mediocre rodeándole el mundo donde se movía.
Ahora yace tendido y muerto, con esa mueca de placer del antes de su próximo zarpazo; una estaca de cazador de monstruos quedó clavada en su cuello largo sin darle tiempo para cambiar el gesto.