El lenguaje de la ternura

Mi infancia, o lo que recuerdo de ella, transcurrió en la calurosa ciudad de El Progreso, Yoro, ciudad ubicada entre la imparable San Pedro Sula y la bella ciudad del puerto de Tela. La casa de mi mami o “la casa de Progreso”, como le llamo actualmente, es la herencia material de los días de gloria de mi padre como futbolista del Club Deportivo Marathón. Siempre fue una casa grande, con muchos árboles y muchos animales. Por años funcionó en la parte frontal izquierda una modesta pulpería con un enorme y viejísimo Framboyán rojo (Acacia roja, como se le conoce de manera popular) que mide aproximadamente siete u ocho metros de altura. El barrio El Barro siempre fue un lugar relativamente tranquilo, silencioso y feliz.

La casa colinda por la parte derecha con la casa de mi tía Carminda, y por la parte de atrás con la casa de tía Josefa, donde históricamente vivieron mi abuelo y mi abuela paterna. Mi abuelo envejeció lento, como el clásico extrabajador acomodado de La Tela Railroad Company, con su vicio del cigarro, su hábito de la lectura y sus rutinas de tiempo inamovible. Mi abuela en cambio, siempre me pareció atrapada en su vejez, tenía costumbres religiosas muy arraigadas, su afición por la cocina y el recato de la construcción social que se demanda a una mujer.

Por contraparte, mis abuelos maternos son mi vínculo al sur, a ese maravilloso paraíso que representa el calor de Choluteca en mi vida. Ambos nacidos y crecidos en Soledad, El Paraíso, donde habría transcurrido con normalidad su vida de no ser por su pertenencia al Partido Nacional, lo que hizo que, en los años de peleas a muerte entre liberales y nacionalistas, tras varios atentados a sus vidas tuviesen que desplazarse forzosamente e instalarse en las cuencas de oro o, mejor dicho: Orocuina.

Mi abuelo materno murió cuando yo apenas era una bebé. De recuerdo nuestro solo existe una fotografía familiar donde yo estoy en brazos de mi madre y él con su enorme estatura sobresale de fondo. Mi abuela materna falleció cuando yo era una puberta, de ella recuerdo las veces de visita al pueblo, las interminables pláticas entre ella y mamá por telefonía fija, y la conversación sobre la muerte que tuve con Sor Agustín (monja del colegio donde estudiaba) el día que mamá se presentó al mediodía a decirnos (a mi hermana y a mí) que debía viajar de urgencia al pueblo porque Mamá Emma, como le decíamos a mi abuela, había muerto y que debíamos quedarnos en casa de mis abuelos paternos.

Desde siempre he pensado que nuestra crianza ha sido el experimento matriarcal de mi madre. En casa, históricamente, las labores domésticas han estado a cargo de mi padre: cocinar, limpiar, alimentar a los animales. Ella siempre da instrucciones, quién dice qué y cómo hacer; nunca existió el castigo físico y dentro de sus limitaciones económicas y emocionales nos ha dado todo; nunca se ha opuesto a ninguno de nuestros impulsos de lo que hemos querido ser, y fue una flexible y única autoridad en todos los temas. No existieron rituales de enseñanza de cocina, Laura, mi hermana mayor y yo aprendimos por observación o curiosidad directa preguntando cómo hacer determinado platillo.

Mi niñez transcurrió de manera agridulce, pero fue la adolescencia y su llegada convulsa la que hizo de mi vida un paraje triste. Siempre fui una niña huraña, sin embargo, en mis años de juventud esa conducta evasiva y conflictiva llegó a picos tan altos que con el tiempo mi madre terminó por llevarme al neurólogo y al psiquiatra.  

Viajamos a Tegucigalpa, a ese capital fría y tan distante que yo recuerdo de mis diecisiete años. Luego de varios análisis, entrevistas psicológicas e interminables filas y soportando el olor característico de los hospitales, el diagnóstico llegó: bipolaridad tipo II y disfunción en el lóbulo temporal. Desde entonces, debido a los medicamentos, el recuerdo de esos años se convirtió en una espiral atemporal donde los únicos recuerdos intactos que tengo es el olor y sabor de los espaguetis. Esos espaguetis de origen difuso, que no logro recordar si eran receta exclusiva de las pocas que preparaba mi madre o de las tantas que mi padre aprendió a realizar al sazón de las indicaciones de mamá. Lo que sí recuerdo es que desde entonces la salsa que era entre anaranjada y roja, con chile verde y cebolla blanca mezclada con espaguetis, se convirtió en mi segunda comida favorita.

De todos mis abuelos y abuelas, siempre tuve más cercanía con Papá Carlos, mi abuelo paterno, me gustaba escucharlo hablar con la gente que llegaba a la pulpería, verle leer el periódico todos los días a las dos de la tarde, sentado en la plástica silla verde pegada a la puerta del corredor de su casa, y luego verle cenar a las cinco de la tarde en el largo comedor café donde siempre me sentaba a su lado derecho. Disfrutaba verlo fumar los Belmont azules que guardaba en una caja metálica sobre la división de la sala, observar detalladamente el ritual de limpieza con harina que le hacía a su gran anillo rojo todas las tardes luego de bañarse, y su desfile ritual de las siete de la noche: llegaba a mi casa a jugar naipe o solo a hablar con mamá. 

No recuerdo nunca haberlo visto hacer alguna labor doméstica, pero fue en  2009, meses antes de que enfermara, cuando llegué a su casa y lo encontré cocinando espaguetis, estaba parado en la ancha cocina mientras renegaba porque los fideos se habían pegado al fondo. Ya había pasado su hora de almuerzo, le ofrecí ayuda y se negó, me quedé ahí, viéndole desde el comedor hacerse líos con la salsa hasta que por fin terminó. Se sirvió y se sentó al comedor, y no fue hasta cuando ya estaba por terminar que me dijo que no sabían tan mal, que podría agarrar si tenía hambre. En realidad  estaban bastante feos, insípidos, pero desde entonces los espaguetis se convirtieron para mí en ese lenguaje de la ternura y se mezclaron en mi historia de vida.

A finales de 2009 a Papá Carlos le diagnosticaron Corea de Huntington, una extraña enfermedad neurodegenerativa. Durante cuatro meses colaboré con mi padre cuidándolo, mientras tanto la enfermedad se volvía más agresiva y generaba otras complicaciones médicas. Durante ese tiempo en sus pocos momentos lucidez me contaba historias de su juventud y yo le leía El retrato de Dorian Gray ,y le prometía que se pondría bien y que le iba a enseñar a hacer salsa de espaguetis, pero eso no ocurrió. La mañana del 19 de enero del 2010 la aplastante noticia de su muerte llegó.


Pasaron meses hasta que pude volver a comer espaguetis sin que la tristeza me ahogara y desde entonces los espaguetis son parte de mi itinerario en la cocina para demostrar amor y casi un criterio de selección afectiva.

Mi exnovia Kim a quien conocí a inicios de mi carrera universitaria amaba los espaguetis como yo, ella solía visitarme en casa de mi madre y luego de nuestras cansadas jornadas de amor siempre nos escabullíamos a la cocina a cocinar juntas la receta de espaguetis de mamá.

Daniel, mi actual pareja es un todo terreno de la comida y si fuera un poco más observador se daría cuenta que luego de cada discusión siempre tengo antojos de espaguetis, él disfruta cocinar y yo siguiendo los patrones maternos, prefiero que él lo haga, si bien la receta no es  la misma porque él cocina al estilo Tegucigalpa hemos utilizado los espaguetis como la receta del amor y la reconciliación.

Con mis amigas y amigos pasa igual, infinidad de veces les he pasado la receta o les he preparado yo misma espaguetis, de igual forma, ha pasado varias veces que mis amantes me conquistan el estómago y la vida por medio de espaguetis.

Mi tía, que llama fideos con salsa a los espaguetis, sabe que cuando estoy de visita en el pueblo será una comida añorada por mí. Siempre he pensado que cocinados en hornilla saben un poco más a nostalgia y pasado, sin embargo, me hacen recordar con ternura a las personas que amo.

Actualmente en estos tiempos de cuarentena donde he pasado noventa días sin salir de casa (con la única compañía de mi gato), sin poder ir a casa de mamá, sin poder ir a mi pueblo, sin poder estar con mi pareja; la receta de mamá no ha faltado. Hacer el ritual de cocinar espaguetis es una forma de autocuidado emocional, cocinarlos en la quietud del recuerdo, sentir su olor y su sabor caliente es el portal a la ternura de todos mis recuerdos construidos alrededor de la salpicante salsa anaranjada y roja. Los espaguetis se convirtieron en mi lenguaje del amor y que me hacen sentir cerca de todos mis afectos.

Iris Romero Author
Sobre
Iris Romero, julio de 1993. Militante feminista, ñángara por elección y aficionada a la literatura, especialmente a la poesía (por destino).
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Escritora, no labora en Contracorriente desde 2022.
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