Huir y estar desempleada en un país en cuarentena

Portada tomada de Pixabay

Desde hace cinco meses partí de casa, cinco meses de haber dejado las mañanas calurosas, el canto de los gallos del vecino, mi gato despertándome a las cuatro de la mañana para que le diera de comer, las pláticas con mi madre mientras tomábamos café —es que hasta el peor café te sabe a gloria cuando estás en casa—, ¿y ahora qué? solo puedo decir que el sueño europeo no es tan cool como lo ves en la televisión o en las fotografías de tus amigos y amigas, no es tan cool para las personas que venimos del otro lado del charco. La realidad es otra, el trato y las condiciones para los inmigrantes no siempre es lo que esperamos, lo que nos cuentan.

Llegué a Madrid huyendo de la extorsión. Vivía, junto a mi familia, en la colonia Céleo González de San Pedro Sula, pero nos vimos obligados a salir y cambiar de domicilio porque unos delincuentes nos pidieron dinero y amenazaron con matarnos si no cumplíamos con lo requerido.

Tuve la suerte de conseguir un empleo al mes de haber llegado a Madrid, sobre todo porque el trabajo que logré encontrar fue de «externa» (empleada del hogar que llega a trabajar y regresa, a diario,  a dormir a su casa). Sin embargo, me enfrenté a esa realidad desconocida y experimenté los tres meses más agotadores —física y psicológicamente— de mi vida. La señora Ana, para quien trabajaba, era una persona con ideología racista y clasista. Me pagaba 800 euros al mes y trabajaba 46 horas a la semana, a pesar de que el salario mínimo, en España, por 40 horas laboradas es de 950 euros. Pero todo esto a nadie le importa, ser mujer inmigrante es venir a dejar la vida en una casa donde sufrís explotación, humillación, maltratos. Somos la otredad. No existe una ley que regule esta barbarie. Te pagan lo que se les ronca, mientras te cargan con todo el trabajo.

Un día decidí reclamar mis derechos laborales a doña Ana, le pedí un salario acorde a mis horas laboradas, un seguro médico, y lo que conseguí fue su despido. Al menos la pesadilla de lidiar con sus tratos inhumanos se acabó. Al mes siguiente, en febrero de 2020, me dediqué a andar por las calles buscando empleo, fui de parroquia en parroquia, ya que tienen bolsa de empleo donde te consiguen trabajo sin tener papeles, pero nada. No hay empleos, y ahora llevo más de un mes cargando con esta angustia en la espalda. Ojalá alguien me hubiese advertido de esta realidad, seguro lo hubiese pensado más de dos veces en venirme, no es lo mismo comer mierda en tu país que hacerlo en un país al que sos ajena. Extraño profundamente a mi familia y cada vez se me hace más difícil vivir un país en el que estoy sola y en el que soy víctima del racismo y el clasismo de parte de parte de muchas personas. 

¡Taaaaaaaaan, explota el coronavirus señoras y señores! y ahora resulta que no puedo salir a buscar empleo, el país entero está paralizado, si te agarran en la calle sin razón válida te ganas una multa, que por razones obvias no puedo pagar. Se acerca el día en que debo pagar la renta ¡ay, mierda! ¿Y ahora qué hago? Van apenas ocho días de esta pesadilla y ya estoy agotada; quiero llorar, lo hago. Quisiera teletransportarme a Honduras y pasar la cuarentena con mi familia (pero esas ganas ahí se quedarán).

Actualmente vivo en un mini apartamento con seis personas más —cinco hondureños y un ecuatoriano—, todos inmigrantes. El hacinamiento no ayuda para nada, solo me dan ganas de salir corriendo, la encargada del apartamento no nos permite ni salir a la puerta y habla del COVID-19 las veinticuatro horas del día, ¿¡saben que se siente estar encerrada escuchando lo mismo todo el día!? Ni querrán saberlo. Las horas se hacen eternas, mi único consuelo en este momento son las palabras de mi madre: «ánimos hija, vos sos fuerte y pronto se va a terminar todo esto. Cuidate, te amo», esto es lo único que me ayuda a matizar la angustia.

Todo este caos tiene nublada mi mente. Pienso en que si llego a enfermar lo único que podré hacer es aislarme (más de lo que ya estoy) del resto de mis compañeros de apartamento. No cuento con un seguro médico, no tengo a mi familia —que podría auxiliarme—, no tengo dinero, mi estatus migratorio en este país es irregular. En noviembre de 2019 solicité asilo y se supone que en mayo podrían darme un permiso de trabajo, mientras tanto cuento con un documento que me dieron para poder circular porque mi período de permiso para estar en el país se venció hace dos meses . Los asilos los están negando y te dan la respuesta en dos o tres años, sin embargo el permiso de trabajo te sale a los seis meses de haber aplicado, ¿pero qué puedo hacer mientras tanto? Seguramente esperar y vivir el día a día, recordar mi vida en Honduras, pensar en la palabra de mi madre.

María Leiva Author
Sobre
María Leiva, Honduras, 1990. Psicóloga, miembro de la Red de Hondureñas Migradas en Madrid.
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Escritora, no labora en Contracorriente desde 2022.
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