La mano que da siempre, está por encima de la mano que recibe
(Proverbio africano)
Portada: «La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón», por la compañía de la Escuela Nacional de Arte Dramático, en el Teatro Nicolás Avellaneda de Comayaguela en agosto de 2017.
Foto: Martín Cálix
Texto: Teatro Proyecto Lagartija Centroamérica
Desde que lo sacaron de las plazas y calles y lo encajonaron en salas, el arte «de las tablas», ha requerido de auxilios económicos públicos y privados para su producción.
Esta relación de dependencia frente al poder (de cualquier índole que sea) se ha venido considerando como normal, —pero porque así ha sido, pensamos, no significa que lo siga siendo—. Las condiciones y contextos, en efecto, están modificándose con gran velocidad.
En estos tiempos que corren, signados por lo que se llaman postmodernidad, el vínculo ése, ha venido sufriendo alteraciones. En la Europa actual, por ejemplo, se cierran salas, centenas y centenas de profesionales de la escena deambulan de teatro en teatro en busca de trabajo. En estas condiciones, el arte teatral, al menos en lo que se conoce como centros hegemónicos en la cultura occidental, está pasando por una profunda crisis económica y existencial. Y es que por su propio «ser» el arte teatral, el de verdad, se ha convertido en una acción de resistencia. Resistencia contra los códigos surgidos (e impuestos) en una sociedad sometida dictatorialmente a las leyes del mercado y volcada hacia el consumo masivo y vacío, en la que impera la robotización mental y física, y en la que lo económicamente rentable y tecnológico priman sobre lo artesanal y humano. Estos dos últimos conceptos (artesanal y humano) son parte esencial de lo teatral.
En esta perspectiva hemos sido varios los teatristas que en «nuestra América» hemos venido alertando sobre este estado de cosas, el eco de lo que hemos dicho y hecho, sin embargo, no ha tenido la recepción deseada.
Démosle la voz entonces a célebres figuras de la escena europea, quizás así, al escuchar voces «autorizadas», nuestros colegas en Centroamérica pongan más atención a lo que hemos venido señalando y haciendo desde hace casi medio siglo. Veamos:
Peter Brook, el célebre director de escena, en entrevista ofrecida a la revista «Ajo Blanco» de la ciudad de Barcelona en octubre de 1991 señalaba: «Me fui de la Royal Shakespeare Company (de la cual fue su director). Era una madre para mí, mi gran madre teatral. Te amparaba y te daba los medios necesarios, pero por ser una institución estaba obligada a producir y mostrar los productos no según la ley natural, esto es cuando están realmente acabados, sino cuando la institución lo decide, —y eso no es teatro, es una máquina de hacer teatro—». Esta manera de hacer (señala el entrevistador) nada tiene que ver con la mecánica habitual en la que se ensaya, se estrena y a otra cosa.
La verdad del teatro (continua Brook) «es como una luciérnaga, una diminuta incandescente que puede apagarse en cualquier momento, a la que hay que avivar cada instante».
En el mismo número de la revista citada, el teatrista catalán Andrés Morte se expresa así: «abandoné mi cargo oficial porque me sentía perdido en la parafernalia post-industrial. Si el teatro tiene algún sentido hoy en día es porque el espectador está viendo a una persona en escena que está viva y haciendo aquello para ti en ese momento. Se trata de uno de los discursos que mantiene aún la emoción a través del sudor de la propia existencia del interprete».
Por su parte el director Peter Stein en declaraciones a Le Monde Diplomatique, en el año 2017 señala que «el subsidio a los grupos teatrales disminuye» y se alarma a su vez «por la ausencia y falta de entusiasmo del público», y lo atribuye al uso de formas escénicas desvinculadas de la realidad que está viviendo actualmente la sociedad alemana.
Antes, al menos, decimos, aunque no fuese muy rentable en términos mercantiles, al teatro se le otorgó la categoría de símbolo cultural. De tal forma que asistir a las funciones en las salas encajonadas y oficializadas otorgaba cierto «pedigree» a quienes asistían. En los tiempos actuales, sin embargo, ese valor simbólico viene siendo devaluado y relegado. Y es que se viven nuevos tiempos, nueva era y por las señales que flotan nos encaminamos hacia una nueva civilización, la cual podría asentarse en lo comunitario.
¿Qué hacer entonces en Centroamérica?, ¿seguiremos copiando los códigos emanados de la institucionalidad hegemónica, la cual a su vez anda como perdida?
En caso que se vierta una negativa sobre estos interrogantes, entonces, busquemos e inspirémonos en nuestra propia realidad para ver si en ella (o en ellas) se encuentra una respuesta que lleve consigo la creación de una nueva narrativa escénica, la que a su vez exige la construcción de técnicas adecuadas para que pueda concretarse.
La teatralidad de nuestros pueblos, en sus signos como en sus contenidos, ha sido siempre resistente. En esa perspectiva cada quien hará lo que pueda y buscará su camino con su propia lámpara, «que cien escuelas se abran y cien flores renazcan», solía decir el dirigente político Mao Tse Tung.
27 de marzo 2019, Valle de Ángeles, Francisco Morazán, Honduras